“Ferrater Mora:
paseo por el amor, la filosofía y la muerte”
José Ferrater Mora es como un bisturí del verbo
que corta sin ruido pero con precisión. Pertenece a esa raza de pensadores educados en la
lógica alemana que huyeron de la España franquista más por ética
que por política, una cuestión que
nunca le ha quitado el sueño a este filósofo menudo y afilado que acaba de
conseguir el premio Príncipe de Asturias a la edad
de setenta y dos años. Es autor de ensayos filosóficos como El
ser y la muerte, Etica aplicada,
Diccionario Filosófico y de
novelas como Claudia, mi Claudia.
—Usted lleva muchos años fuera de España, ¿nunca ha tenido tentaciones
de volver?
—Al principio, no; pero hace diez años, si me hubieran propuesto algo en serio, como
una cátedra o un trabajo en un Instituto de Investigación, me lo habría
pensado y habría vuelto. Pero nadie me ofreció nunca nada. Ahora tengo setenta y
dos años y ya es muy tarde.
—Porque ahora sí le han propuesto algo...
—Tampoco, pero aunque así fuera ya sería demasiado tarde, ya que yo no voy
a dedicarme a la enseñanza. Además, mi mujer tiene veintiún años
menos que yo y enseña filosofía en Estados Unidos y, como yo soy muy feminista,
tampoco truncaría ahora la carrera de mi mujer...
—¿Es usted muy feminista?
—Bastante. Reconozco que las mujeres tienen todo el derecho a quejarse. Por ejemplo, en el
jurado del premio del Príncipe de Asturias había seis personas y ninguna era
mujer. Es un dato, ¿no?
—También es un dato el que los hombres, por lo general, se casen con mujeres
más jóvenes que ellos...
—A veces ocurre al revés, pero son las menos. Supongo que debe haber razones
fisiológicas. Quizá voy a decir algo escandaloso, pero es que parece que el
hombre envejece menos que la mujer, tal vez porque fisiológicamente es menos atractivo.
Además, ya eso es una costumbre social, que a lo mejor es injusta.
—Usted se ha casado dos veces. ¿Lo ha hecho enamorado?
—Creo que sí, pero el estado de enamoramiento para la gente que, como yo, tiene
mucho sentido común, tiene una base fisiológica de glándulas y una base
cultural. Yo me imagino que debe haber sociedades donde no existe eso que nosotros llamamos
enamorarse. Decía Ortega que en estos asuntos, a veces, tenía muy buenas ideas,
que el amor es una invención histórica. De hecho, surgió en un momento
de la historia, concretamente con los trovadores. Los emperadores romanos no se
enamoraban.
—Pero ese estado de cierta enajenación y abandono que se produce en los santos y en
los místicos es muy parecido al del enamoramiento...
—El amor místico es otro asunto. De todas formas, ese estado de entrega e
ilusión es al mismo tiempo una no ilusión porque, como diría Max
Scheller, semejante estado proyecta una luz positiva sobre la persona amada. Por eso resulta muy
dudoso el que el amor sea ciego, ya que, de hecho, ve cosas que los demás no ven.
—Durante la guerra civil usted emigra a Cuba, luego vive en Chile y finalmente se instala en los
Estados Unidos con treinta años. ¿Fue una etapa dura?
—A mí, la guerra civil me pilló cuando yo tenía veintitrés
años. Yo nací en mil novecientos doce, según me han contado, y esas cosas
conviene creérselas, así que cuando estalla la guerra yo estaba en Barcelona, con
el Ejército republicano. Primero me marché a Francia y desde allí me
agenciaron un visado para La Habana como actor de la compañía teatral
española Díaz Collado.
—Sin embargo, usted no era actor...
—En absoluto. En La Habana empecé dando conferencias, escribiendo y haciendo la
primera edición de mi diccionario de Filosofía...
—¿Qué es lo que más le impresionó de Cuba?
—El calor. Yo soy una persona muy adaptable a la que le importan muy poco las diferencias
culturales. Cuando llegué a La Habana, lo primero que pensé es ver lo que
podía hacer para salir adelante. Estuve dos años en Cuba, pero me pesaba bastante
el calor, así que me fui a dar unos cursos en la Universidad de Santiago de Chile, donde el
clima es bastante benigno. Allí me quedé seis años y fue una época
muy interesante desde el punto de vista erótico. En mi novela «Claudia, mi
Claudia» hay una serie de relatos amorosos que transcurren en Chile, y aunque no son
exactamente autobiográficos, sí que tienen que ver con mis experiencias...
—Cuesta imaginárselo a usted como una persona fogosa...
—Bueno, yo controlo mis emociones en la expresión, lo cual no quiere decir que no las
tenga. Estando en Chile estuve a punto de abandonarlo todo por una muchacha...
—Pero se lo pensó dos veces...
—Me lo pensé y recapacité. Mire usted, yo me he casado dos veces, porque
hacerlo una sola me parecía poco y dos me resulta razonable.
—Uno de sus libros se titula «El ser y la muerte». ¿Piensa usted en su
propia muerte?
Generalmente, no. Yo, en ese libro hablo de que si uno no tiene proyecto es como si estuviese
muerto, aunque fisiológicamente siga viviendo. En mi caso le diré que
todavía tengo proyectos y que, por tanto, no pienso mucho en la muerte. En ese caso
repito la frase de Spinoza cuando dice que el filósofo piensa en todo menos en la
muerte.
—¿Es cierto eso?
—Algunos, como Spinoza y yo, lo creemos así. Los demás, no.
—Usted pertenece a una generación de pensadores que se educaron en el
alemán, una tradición que luego se ha roto...
—Esa es una de las cosas que consiguió Hitler, destruir en España el entusiasmo
por lo alemán. La cultura alemana literaria y científica de antes de la guerra era
fabulosa y el alemán ya empezó a tener influencia en España desde el siglo
XIX. Fíjese que uno de los movimientos filosóficos españoles de este siglo
fue el krausismo, que venía muy modificado de Alemania. Pero el que inyectó la
fascinación por lo alemán fue Ortega, algo que ha influido mucho a la gente de mi
generación.
Usted estudia en Barcelona. ¿Cómo era usted de chico?
—Muy cumplidor y, en general, poco revoltoso. Además, el ambiente universitario de
Barcelona era distinto del de Madrid, y nosotros éramos bastante responsables porque en
aquella época ni había drogas ni había grandes oportunidades para las
golferías.
—¿De dónde le viene su afición por el cine?
—Pues de aquella época, de los años treinta, cuando la gente iba a ver
películas expresionistas alemanas. Uno de los primeros ensayos que yo publiqué
en Madrid, en el año treinta y cinco, hablaba sobre el cine, sobre la relación entre
cine y arte. En el cine son muy importantes las técnicas que se usan. No es igual utilizar
un objetivo de cincuenta y cinco que uno de ciento treinta y cinco, porque eso modifica el
contenido. En cambio, en el caso de la escritura es diferente porque es igual que usted transcriba
esta entrevista con bolígrafo, pantalla, máquina eléctrica o pluma
estilográfica de oro o plata.
¿Usted siempre quiso ser filósofo?
—Yo no me pondría a hacer otras cosas, aunque he hecho cine y también he
escrito narración, pero no es ese el grueso de mi obra. También me veo como
compositor. Sin embargo, cuando era muy, muy pequeño quería ser propietario de
una lechería.
—¿Por qué?
Es algo inexplicable, pero supongo que está relacionado con que al lado de casa
había una lechería donde servían una leche cuajada que se llamaba
kéfir. Aquella lechería me parecía un lugar muy bueno, el mejor lugar
donde se podía estar en el mundo. También puede que sea por timidez. Yo,
aunque no lo parezca, soy una persona muy tímida, capaz de hablar delante de cinco mil
personas sin inmutarme aparentemente. Por eso, la idea de estar ahí, en una
lechería pequeña, me parecía que era algo que no me creaba ningún
tipo de problemas.
—¿Y es ese su primer recuerdo?
—No. Curiosamente mi primer recuerdo data de cuando yo tenía tres años de
edad. Estaba leyendo un artículo de La Vanguardia, y lo siento porque
podía haber leído El Diluvio Universal, un diario lerrouxista de la
época, pero no, era La Vanguardia.
—¿Usted se siente nacionalista catalán?
—Personalmente yo no soy nacionalista, ni catalán, ni español, ni nada. En el
caso de Cataluña, el nacionalismo puede ser beneficioso como impulsor de una
personalidad histórica determinada, pero también puede ser peligroso.
Imagínese que Cataluña, en vez de tener cuatro millones de habitantes, tuviera
cuatrocientos millones... Es lo que yo le decía a alguien de un país sudamericano
que no quiero mencionar para no herir susceptibilidades. Ellos criticaban la política
imperialista de Estados Unidos y yo les replicaba que si ellos tuvieran la potencia militar de este
país habría que ver si estaríamos mejor...
—¿Y qué piensan los americanos de España?
—Los americanos sólo hablan de ellos, y en este sentido son un país muy
cerrado, en cierta forma como China. Un día, el presidente Pujol me preguntó si
en América se hablaba de Cataluña. Le dije que no se hablaba nada. ¿Y
qué se puede hacer —insistió— para que hablen de nosotros? Y le respondí
que la única manera de que se hablara inmediatamente de Cataluña es que se
produjera un terremoto o una catástrofe, que es una de las vías más
rápidas de hacerse publicidad que tienen los países, un método que no
recomiendo.
—Usted no desconoce el mal recibimiento que tuvo en España Reagan.
¿Cómo se interpretó eso allí?
—No crea que se preocupan demasiado por esas cosas. Allí también hay mucha
gente que está en contra de Reagan. Sin embargo, ocurre algo muy curioso con este
hombre, al que se le llama el presidente «Teflón», porque no se queda
enganchado en las meteduras de pata que comete y tiene la virtud de que le resbalan
olímpicamente. De todas formas, piense que la política de izquierdas la hace la
gente de derechas y la política bélica suele estar hecha por los pacifistas.
—Usted ha visitado España con bastante regularidad. ¿Cómo ha
registrado los sucesivos cambios de este país?
—La primera vez que estuve fue en el año cincuenta, y mi recuerdo va unido a la imagen
de un taxi desvencijado atravesando una calle desolada. Pero a partir del año sesenta las
cosas cambiaron muy rápidamente y en pocos años s el país ya no
parecía el mismo, ni siquiera físicamente. De todas formas, para que uno sepa algo
de un país no sólo tiene que vivir en ese país, sino trabajar en él.
Es la única forma de conocer las distintas formas de zancadillas que le suelen poner a
uno...
—Pero usted cree que eso de la zancadilla es un vicio nacional?
—La zancadilla es un fenómeno universal, que se produce en cualquier país del
mundo. Es algo que yo también la he experimentado.
—¿Y cómo ha reaccionado usted frente a las zancadillas?
—Con ironía y distanciamiento, pero diciéndome «ese hijo de puta me
está haciendo la puñeta». El fenómeno universal de la zancadilla
recorre los ámbitos de la vida política, comercial, industrial o intelectual.
—Parece que actualmente el mundo de la filosofía no cuenta con las grandes
personalidades de antaño. ¿A qué cree que se debe?
—Ahora hay menos personalismos y ya no existen nombres como Ortega o Unamuno, que,
además de ser grandes personalidades, actuaban como tales. Es lo mismo que ocurre con
la ciencia, donde existen hombres extraordinarios, pero anónimos. La filosofía, en
este caso, vuelve a la solución del siglo XVII. En este siglo hay unos grandes
filósofos, como Leibnitz y Locke, que no se sabía con exactitud si eran
filósofos u hombres de ciencia, pero que establecieron las bases para la sociedad liberal de
los siglos posteriores. Ahora ocurre lo mismo y el filósofo ha dejado de dar vueltas sobre
sí mismo al modo escolástico para intentar dar soluciones sociales, éticas,
políticas o científicas a los problemas del mundo de hoy.
—¿Y usted no cree que ahora florece mucho en España el filósofo de
salón sin peso específico?
—Las cosas que he visto y he intentado leer en España apuntan en esa dirección.
Creo que hay demasiado pensador de pacotilla que llena páginas y páginas sin
tener nada que decir. A veces incluso hasta me divierten mucho.
—¿Qué es más importante para usted, la ambición o la
vanidad?.
—Creo que la ambición. Yo no creo ser una persona que tenga vanidad. El
carácter vanidoso se expresa con la siguiente anécdota. A un intelectual se le
murió un amigo que también era intelectual. Entonces se hizo un funeral donde
estaban el amigo de cuerpo presente. Al otro le entró tal desazón por el
protagonismo del finado que se metió en el ataúd. Yo no me meto en el
ataúd, me quedo en un rincón mirando; es decir, que no soy vanidoso, pero
sí ambicioso...
—¿Y cuál es su ambición?
—Seguir teniendo proyectos, escribir, leer, sobre todo leer; yo soy propenso a ese vicio no
castigado que es la lectura.
—¿Qué tipo de vida lleva en Pennsylvania?
—Pues ahora que ya no doy clases me dedico a divertirme con mi tiempo libre. En casa
tenemos ocho monitores de televisión, tengo una mesa para montar cine, tres
ordenadores. Tengo unas quinientas películas clasificadas, quince mil libros y sé
muy bien dónde está cada cual.
—O sea, que es usted muy meticuloso...
Soy muy ordenado. A mí me molesta ver un papel en el suelo. Prefiero ver todo el
suelo cubierto de papeles antes que ver uno. De pequeño no podía soportar ver los
fósforos ordenados en direcciones diferentes dentro de una caja de cerillas y me dedicaba
a ponerlos en la misma dirección.
¿Cómo anda usted de salud?
Actualmente tengo un cáncer de vejiga controlado, pero aunque he pasado por
momentos delicados no he andado mal de salud.
—¿Y no fue un palo para usted el jubilarse de la enseñanza?
—En absoluto, porque tengo más tiempo para leer y escribir. En una novela de Philippe
Roth, una chica muy misteriosa le pregunta al protagonista qué es lo que hace durante el
día. Y el protagonista le contesta algo que es lo mismo que yo quiero contestarle a usted:
durante el día le doy vueltas a las palabras.
Lola Díaz
Cambio 16, 725 (21 de octubre, 1985)
|