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Por varios motivos -determinada formación intelectual, intereses variados (en ocasiones, curiosidad), exigencias impuestas por trabajos de orden enciclopédico, espíritu tolerante (en el mejor de los casos) o blando (en el peor de ellos)- me sedujeron durante tiempo las posibilidades de combinar o, mejor, integrar ciertas orientaciones, o grupos de orientaciones, filosóficas que parecían contraponerse, o marchar cada cual por su lado; orientaciones que podrían llamarse «humanistas», por un lado, y «científicas» o «cientificistas», por otro. Las primeras se interesaban sobre todo por la vida humana y sus problemas; las segundas atendían primordialmente a la Naturaleza o, mejor, a ciertos conceptos y métodos de las ciencias naturales. Las orientaciones «humanistas» a que aludo no eran necesariamente idealistas, ni tampoco «subjetivistas». Las más interesantes destacaban que la vida humana es una manera de existir en el mundo, incluyendo el mundo natural, de modo que este último no era simplemente descartado -aunque en la práctica poco, se alcanzaba a decir sobre él salvo la vaga tesis de que era un ingrediente del tándem «sujeto-objeto»-. Además, la vida humana en cuestión no era vista sólo desde el punto de vista del conocimiento; un importante, y decisivo, elemento de ella era la acción, tanto individual como colectiva. Así entendidas, las orientaciones «humanistas» en cuestión no tenían por qué ser la expresión, de lo que William James llamaba «un espíritu delicado», a diferencia del «espíritu fuerte»; filosóficamente, y hasta, o sobre todo, política y socialmente, muchos adeptos de, orientaciones «humanistas» han sido de una firmeza ejemplar. En cuanto a las orientaciones «cientificistas», no eran necesariamente siempre «objetivistas» o, como, algunos han dicho (sin que sepa bien si es una observación profunda o una frase hecha), «fríamente calculadoras». No eran tampoco necesariamente reduccionistas, ni aspiraban a que todo lo que pudiera decirse fuera «científico»; se limitaban a poner de relieve que, cuando deconocimiento se trata, hay que prestar atención a las ciencias, y especialmente a las ciencias naturales, en, donde pueden encontrarse métodos rigurosos y enunciados verificables, o falsables. Cada una de estas orientaciones parecía fallar en algunos respectos y acertar en otros. Por más que hablaran, del «mundo», y hasta del mundo natural, las orientaciones «humanistas» tenían poco que decir sobre él, y en particular sobre las cuestiones que su conocimiento científico suscita. Y las orientaciones «cientificistas» no contenían mucho que tuviese gran interés sobre la vida y historia humanas. En vista de lo cual estimé que valía la pena sopesar los respectivos méritos y limitaciones de las orientaciones de referencia, con el fin de integrarlas de algún modo. A ello llamé «integracionismo», vocablo no muy afortunado, pero no mejor ni peor que otros que han sido más favorecidos por la suerte. Mi primitiva intención era consecuencia del interés citado por muchas y muy diversas tendencias filosóficas, y a la vez contribuía a intensificar tal interés. Observaré que interesarse por, y discutir con, tendencias filosóficas diversas, tanto del presente como del pasado, no es, en principio, ningún mal. El mal estaría en interesarse en ellas porque sí, por mera curiosidad arqueológica o enciclopédica, y también en perderse en un laberinto y contribuir a aumentar la confusión. No veo nada malo en una pluralidad de intereses, y no sólo filosóficos, si ello contribuye a evitar el pensar a marcha-martillo; lo malo sería perder de vista los problemas que se quieren dilucidar. Si en medio de un «inclusivismo» se repara en que sólo cierto «exclusivismo» puede evitar que perdamos el hilo, o que se nos entienda mal, o que no logremos circunscribir con un módico de precisión la cuestión en cada caso tratada, entonces el exclusivismo, como señalaba al principio de este libro, será bienvenido. Pero no veo por qué debería seguirse siempre el exclusivismo; espero que no sea por un temor al qué dirán (¿qué dirán los amigos?, ¿y qué dirán los «duros»?). Admito que se vapulee a alguien que nada logra hacer por el mero hecho de interesarse por diversas opiniones, o por debatir con ellas, pero no lo admito porque se interese, o debata. Este es uno de los casos donde la mejor -acaso la única- crítica es ad hominem: dime lo que haces y te diré lo que vale. Tampoco es un mal el deseo de tender un puente filosófico entre «las dos culturas», aunque sea sólo bajo forma de un «ideal» (o de una «idea regulativa» en sentido más o menos kantiano), ya que esto nos pone en guardia contra ciertas doctrinas que, a fuerza de ser unilaterales, acaban por ser dogmáticas. Esto no basta, porque hay casos de interés por «las dos culturas» que fallan, pero es o por insuficiente información o por un mal uso de la crítica. Como ha escrito Javier Muguerza, «ahí están los casos... de la teoría de la ciencia de algunos frankfurtianos o la teoría social de algunos popperianos» ambos han hecho lo posible para «tender un puente», pero sólo uno de los tramos -el de la teoría de la ciencia de algunos popperianos o el de la teoría social de algunos frankfurtianos- puede considerarse como respondiendo a las exigencias de una crítica racional, y hasta de una información suficiente. Tender un puente es un buen programa, pero si es sólo programa no se pasará nunca a la otra orilla. Por otro lado, aceptar simplemente métodos o resultados de una orientación filosófica, o partes de ella, para combinarlos con otros procedentes de orientaciones filosóficas distintas, y generalmente contrapuestas, lleva con frecuencia a un eclecticismo inane. Esta es seguramente la impresión que daba mi propósito de integrar orientaciones contrarias, y esta impresión quedaba confirmada por un empleo de un vocabulario filosófico no siempre idóneo. Cuando se traen a colación, aunque sea para discutirlas, doctrinas muy diversas se tienden a usar términos y expresiones que contentan a quienes deberían desilusionar y dejan perplejos a quienes deberían satisfacer. Así, tanto en mi libro El ser y la muerte como en El ser y el sentido empleé términos como 'ontología', 'ontológico', 'real', 'realidad', 'ser', etc., pero una cosa era el sentido que les daba, y otra el que tenían en doctrinas a las cuales me refería, generalmente para oponerme a ellas. Nada de extraño que surgieran malentendidos. Uno de los mayores procede de los propios títulos. La expresión 'el ser' remitía seguramente a muchos lectores a títulos de libros como 'El ser y el tiempo', de Heidegger, 'El ser y la nada', de Sartre, acaso 'El ser y la esencia', de Gilson -Y hubiera podido remitirles a otros «similares», como 'El ser y el trabajo', de Jules Vuillemin, y no sé si a 'El ser y el decir', de Marcel Reymond (si bien en este último caso se trata de estudios de crítica literaria, con las inevitables gotas de filosofía «estructuralista»). Y confieso que algunos de los mencionados títulos, y en particular los dos primeros, influyeron en la elección de la dudosa expresión el ser', aunque luego resultara que su sentido, era muy distinto del que tiene en cualquiera de los autores citados. En El ser y la muerte, el ser' era una abreviatura para "el continuo de la Naturaleza"; en El ser y el sentido era el nombre de un concepto-límite que expresaba una de las allí dilucidadas «disposiciones ontológicas». En ningún caso la expresión aspiraba a ser designativa. Esto ocurría con todos los términos «ontológicos», incluyendo 'lo que hay', que no era más designativo de lo que es en un autor como Quine, y que era empleado, además, en una acepción muy similar a la de Quine -con el cual podría relacionarse asimismo el uso, de 'ontología' y 'ontológico' (u 'óntico'). En vista de ello, y para evitar a cada paso enfadosas aclaraciones, habría sido mejor cortar por lo sano y situarse dentro del contexto filosófico más apropiado al tipo de investigación emprendida. Especialmente en El ser y el sentido tal contexto era analítico, y muchas cosas, habrían resultado más claras de haber planteado los problemas dentro de él. Más razón había para ello si se tiene en cuenta que el «integracionismo» de referencia no consistía en ninguna combinación de doctrinas, sino en un análisis de conceptos destinado a mostrar primero su contraposición y luego, su posible complementariedad. Se trataba de poner de manifiesto que cada uno de los conceptos de un determinado par funciona como un concepto-límite en la medida en que pueden mostrarse los confines de su aplicación y a la vez su complementariedad con el otro concepto. El «integracionismo» es en este sentido un método de integrar conceptos por medio de un análisis de sus funciones. En ello se siguen los procedimientos de un análisis filosófico o crítico, lo que es distinto de seguir un punto de vista «oficial» en tales o cuales círculos. Es cierto que aun entonces no es posible despejar todos los malentendidos, los cuales desaparecen solamente cuando se pertenece a un determinado «grupo» o «escuela». Lo último tiene indudables «ventajas ideológicas», incluyendo la de poder decir cosas que no parecen estarles permitidas a los francotiradores. Si se pertenece a un grupo que hace profesión de fe antimetafísica, cabe formular proposiciones metafísicas sin grandes temores de ser mal interpretado por los miembros del propio grupo, y hasta con el beneficio suplementario de ser jaleado por miembros de grupos adversarios. «Si hasta el propio F lo dice, debe de ser cierto.» Y lo mismo, aunque a la inversa, cuando se pertenece a un grupo con propensiones metafísicas; si se adopta alguna actitud anti-metafísica, los «metafísicos» no protestan (o no demasiado) y los «anti-metafísicos» se regocijan. Hasta ocurre que uno de los secretos del «éxito» en filosofía reside en empezar por adoptar posiciones bien establecidas dentro de un grupo o escuela, y luego proceder a modificarlos, por radicalmente que sea. No se habla entonces de confusiones, sino de «la evolución filosófica del autor». Creo, sin embargo, que no todo debe sacrificarse a evitar malentendidos, y que a menudo hay que resignarse a éstos, con la esperanza de que oportunamente se disuelvan. Por este motivo, aunque conviene situar una indagación filosófica dentro del contexto que le sea más adecuado, no es necesario prescindir totalmente de referirse a otros contextos, especialmente si ello contribuye a precisar el propio, a la vez que a impedir que prosperen demasiado las tendencias «provincianas». Lo que entonces se hace no es cotejar orientaciones filosóficas para elegir 'lo mejor de ellas', a la manera del ecléctico, sino ver en qué medida una posición filosófica dada tiene supuestos, o desarrolla tendencias, que llevan a plantearse problemas que otras posiciones filosóficas hayan podido tratar. Así, se puede discutir si Walter Cerf tiene o no razón al proponer que las investigaciones de Austin constituyen la contrapartida «en modo formal» de la «fenomenología mundana» de Husserl no sólo en virtud de la expresión acuñada por el propio Austin -«fenomenología lingüística»-, sino también porque sus análisis parecen ir por el camino de una dilucidación del «acto, lingüística total» en la «situación lingüística fenomenológica total». Se puede discutir inclusive si, como sugiere Cerf, el paso de la fenomenología mundana al existencialismo, tal como lo bosquejó, malgré lui, Heidegger en las primeras cien páginas de Sein und Zeit, no presagia un paso similar de la fenomenología lingüística a una especie de «antropología filosófica descriptiva» del tipo de la que se rastrea en Stuart Hampshire. O se puede discutir si el paso del construccionismo reduccionista defendido por varios positivistas lógicos al pluralismo de marcos conceptuales elaborado por varios post-wittgensteinianos no representa un cierto paralelo al paso ya clásico de Hume a Kant . En todo caso, se dan aquí ejemplos de tipos de confrontaciones filosóficas que pueden resultar iluminadoras -siempre que no se abuse de ellas-. No por ello la fenomenología lingüística de Austin deja de ser lingüística. Estas «confrontaciones» resultan apropiadas sólo cuando se establecen entre orientaciones filosóficas «en marcha»; poco, o nada, se sacaría aduciendo similaridades, analogías o contrastes entre un modo de hacer filosofía que se está efectivamente haciendo y otros modos ya hechos y que, sea cual sea el número de sus adeptos, no van ya a ninguna parte. Esto ocurre con todos los «escolasticismos»; con ellos ni siquiera el eclecticismo es admisible. retornando
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