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Surtido de cuestiones

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A veces se tiene la impresión de que las "lenguas extranjeras" son harto peculiares. El vocablo inglés lead se pronuncia de modo distinto si quieres decir 'delantera', 'mando', 'primacía', etc., que si quiere decir 'plomo'. ¿Por qué se pronuncia de modos distintos plough, through, although? ¿0 tan igualmente sans, cent y sang? El acento recae en sílabas distintas en Übersetzen ('cruzar') y en übersetzen ('traducir'), lo que no facilita las cosas al aprendiz de alemán. Según Yuen Ren Chao, hay 4.096 posibles distintos modos de pronunciar chu chun chuan (según si la ch es aspirada o no, si es u o ü y según los tonos ascendente, descendente, uniforme o ascendente-descendente) y a cada uno de estos modos corresponden diferentes significados.

Lo malo es que no se trata solamente de fonética; al fin y al cabo, la Asociación Fonética Internacional y el sistema de romanización para el chino de Wade-Giles proporcionan todos los símbolos necesarios para saber cómo pronunciar exactamente cualquier expresión dada. Las cosas se complican cuando se trata de saber qué se dice. Wen significa en chino 'signo' (y, claro, 'signos'), 'cultura', 'adorno', y cuantas cosa más. Fa significa, entre otras cosas, 'ley', 'disciplina', 'método', 'castigo'. Ai quiere decir a la vez 'amar' y 'ser tacaño'. Si en el dialecto mandarín digo wo chien, puedo decir 'veo', 'construyo' o 'piso'. Para decir que debo a alguien algun favor, diré que "estoy empapado de su humedad". Si se le pregunta a un chino , "¿Cómo está usted?", se extrañará de la pregunta, pero si un chino pregunta (en chino), ¿Ha cenado usted?", no nos sorprenderemos menos de la suya; sin embargo, al preguntarme si he cenado ya, el chino me pregunta como estoy.

Ya se sabe que el chino (o cualquiera de sus «dialectos») es «peculiarísimo», pero hasta las lenguas más «próximas» son «extrañas». ¿Que pasa si traducimos literalmente Je n`en veux á personne? ¿0 par-dessus le marché? Y hasta dentro de la propia lengua... ¿ Por qué se dice en Cuba «¿Qué tú quieres?» y «Más nada», que resultan tan singulares en "la Península", en vez de "¿Qué quieres tú?" o simplemente "¿Qué quieres?" y "Nada más".

La impresión de peculiaridad que causan las «lenguas extranjeras» es recíproca: el usuario de la lengua A se extraña de la lengua B, y el de la lengua B se sorprende de la lengua A. Por otro lado, dicha impresión a la vez disminuye y aumenta a medida que se conocen más lenguas: disminuye, porque ya no es posible pensar que hay ningún modelo lingüístico irrefragable, y aumenta porque empieza uno a darse cuenta de que la propia lengua es «peculiar». ¿De qué casa se habla cuando se dice en español 'su casa'? ¿De su casa de él, de la de ella, de la de ellos, de la de ellas, de la de usted? ¿0 de mi propia casa, cuando digo 'Esta es su casa (la de usted)'? Basta ojear diccionarios y gramáticas para advertir que si es legítimo comparar morfologías y reglas sintácticas, no lo es formular juicios de valor sobre una lengua fundándose en otra supuestamente «mejor». El vocablo inglés trim se traduce al español por 'ajustado', 'bien acondicionado',

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No todas las lenguas funcionan del mismo modo; lo que en unas es ambiguo en otras es preciso. No todas sirven exactamente para los mismos propósitos. Es probable que el bantú sea reacio a adaptarse a la sociedad industrial, pero también lo es que dicha lengua ofrezca posibilidades de expresión vedadas a otras. Tentados estamos de creer, como algunos románticos, que una lengua es algo así como un organismo, distinto de otro e irreducible a cualquier otro. En la medida en que una lengua está allegada a una forma de vida no es nada extraño que tal ocurra; en todo caso, hay razones en favor de la idea de que cada lengua es algo así como una gran obra de arte, una especie de arquitectónica verbal, creada y moldeada a lo largo de los años por una comunidad humana. Y si cada lengua, o grupo de lenguas, es un «organismo lingüístico», es probable que sea un modo «peculiar» de ver, esto es, de organizar y articular el mundo. Haremos bien en subrayar diferencias, y en recabar para ello la ayuda de la lingüística descriptiva. Pero sería excesivo olvidar varias cosas: que muchas de las diferencias «se compensan»; que cada lengua se las compone para traducir a otras y ser traducida por otras; y que hay probablemente estructuras sintácticas, o metasintácticas, comunes a todas las lenguas. En cuestiones lingüísticas, es recomendable el paso constante de las diferencias a las similaridades, y viceversa.

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Los lingüistas se ocupan primordial, si no exclusivamente, del lenguaje hablado, y ello por razones de peso: una lengua humana es ante todo un sistema fonético (o fonémico, o morfofonémico). El lenguaje escrito aparece entonces como una transcripción del hablado. En todo caso, una expresión escrita es, por así decirlo, «proferible», aun cuando no sea nunca efectivamente proferida.

Sin embargo, es un hecho de que, dada una determinada lengua, la escritura de la misma no es ajena a su estructura y evolución. «La vida» imita a veces «la literatura». Con frecuencia el lenguaje escrito difiere del hablado. Un caso extremo es el de la disglosia (árabe coloquial-árabe literal; katharevusa-griego demótico), pero aquí se trata hasta cierto punto de distintas lenguas. No es menester ir tan lejos: la diferencia entre el lenguaje escrito y el hablado se manifiesta asimismo en la monoglosia. Hay «modos de escribir» que difieren considerablemente de los «modos de hablar». La literatura puede acercarse todo lo que se quiera al lenguaje coloquial y hasta tratar de dar una impresión lo más fiel posible del último, pero no se confunden fácilmente los dos lenguajes. Aun en un mismo grupo social, y hasta en una misma persona, se perciben diferencias entre el lenguaje hablado y el escrito.

La transcripción del lenguaje hablado es un importante aspecto en el desarrollo de cualquier lengua. Una vez transcrita, la lengua sufre modificaciones que hubiesen sido improbables de haber permanecido como lengua hablada, o exclusivamente hablada. Es posible, además, que en este respecto ejerza influencia el sistema de transcripción adoptado. En todo caso, hay varios problemas que se plantean al nivel de la «mera transcripción».

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Las lenguas han sido transcritas de distintas maneras. Una de las posibles transcripciones es la puramente fonémica, consistente en producir un signo para cada fonema, de suerte que una vez conocido el valor fonético, de cada signo se puede (en principio) leer lo escrito exactamente tal como es hablado. 'Exactamente' es acaso excesivo, porque aun en un sistema de transcripción fonémico hay que dejar de lado diferencias individuales y «ocasionales». Las escrituras alfabéticas se aproximan lo más posible a las fonémicas, sobre todo cuando se complementan mediante signos diacróticos. Otra transcripción posible es la silábica; ejemplo de ella es el sistema de transcripción usado para el japonés. Otro sistema es el llamado «ideográfico» -en rigor, «pictográfico» e «ideográfico»-. Es común afirmar que el antiguo egipcio y el chino han sido transcritos de este modo, pero el asunto es más complejo, ya que, además de los pictogramas e ideogramas hay en dichos idiomas otras combinaciones de signos que incluyen en muchos casos la escritura silábica.

Sin embargo, podemos considerar un tal sistema in abstracto, y preguntarnos qué función desempeñan en él las «imágenes». Al parecer, la de ser representación figurada de «una cosa». Así, las siguientes imágenes:

funcionan como ideogramas en el sistema «ideográfico» egipcio y representan respectivamente un ojo, una jirafa y una esquina.

Sin embargo, una cosa puede representarse figuradamente de distintos modos, y ello aun si prescindimos de posibles «estilizaciones». El ideograma (o, en rigor, pictograma):

es (era) para el escriba egipcio, y para el que podía «leer» su escritura, la representación figurada de un ojo, porque así «veía» al ojo, y así se suponía que debían de «verlo» los «lectores». ¿Podría ser asimismo una representación figurada de 'ojo' para un azteca, un esquimal, un judío sefardí, un bantú? Es probable, pero no seguro. El mismo «ideograma» podría representar una flauta, un bote, un zueco, un plátano agujereado.

Supongamos que se hace todo lo posible para reproducir figuradamente un ojo, con todos sus detalles, incluyendo los colores. Las dudas anteriores subsisten. ¿En qué consiste la representación figurada de algo que sea «lo más fiel posible al original»? No todo el mundo está de acuerdo en lo que sea «una representación fiel». Para empezar, no todo el mundo ve del mismo modo el supuesto «original». Luego, no puede darse una «representación fiel» del «original» a menos de exhibir la misma cosa que se trata de representar, en cuyo caso no hay representación. Finalmente, hay muchos modos de entender 'representar' y 'representación'.

Atenerse al titulado «sentido común» no ayuda mucho, porque no puede hablarse de sentido común sin especificaciones y cuando se despliegan éstas, dejan de haber tal sentido común. En la lectura de pictogramas e ideogramas hay que comenzar por no dar demasiado por supuesto. Hay que convenir en que:

representa una jirafa y no, por ejemplo, una llama, y en que

representa una esquina, pero no, por ejemplo, el instrumento llamado «escuadra». Para el egipcio eso resultaba más fácil, porque no sabía que había llamas, y si usaba escuadras las representaba de otro modo, dejando el pictograma anterior para representar «esquina».

La cosa se complica cuando se trata de representar acciones, direcciones, cualidades o «conceptos». Los ideogramas

representan respectivamente en el sistema egipcio los actos (o acciones) de ir (o marchar), de llorar, el Sur, lo fresco (o moderadamente frío, y acaso la frescura) y la vejez. El primero es un paso avanzado en la estilización de figuras. El segundo puede representar el llorar, pero, ¿por qué no un ojo? Así parecen ser los ojos de las modelos más «en vogue» en los momentos de escribir estas líneas. El tercero tendría «sentido» sólo para un egipcio del delta; la figura representa (dicen) un lirio, flor especialmente abundante en el Alto Egipto. Puesto que éste se halla al sur del delta, la figura en cuestión puede representar el Sur (podría representar también, y más directamente, un lirio, y acaso represente «un lirio el Sur [del país])». El cuarto adquiere su «representatividad » del tipo de alfarería usada en la comunidad egipcia y de lo que se esperaba de tal tipo de jarra: que guardará el agua fresca (podría representar también una jarra y agua). El quinto podría representar tantas «cosas» -y, a mayor abundamiento, «conceptos»- que es mejor dejarlo a la imaginación del lector.

Aun en los casos más «favorables» o menos «equívocos», la escritura ideográfica está fundada en convenciones. En este sentido no es mejor (y acaso sea peor) que otros modos de transcripción de la palabra. Para que un lenguaje ideográfico se convierta en una lengua universal hay que agregarle tantas convenciones que no merece la pena intentar la empresa. El curso que han seguido los lenguajes llamados «ideográficos» no, es para convencer de las ventajas de un sistema de pictogramas e ideogramas. En el egipcio hubo que acumular «determinantes», combinar los «ideogramas» con signos fonéticos y añadir determinativos (sin los cuales se corría el peligro de confundir dos o más signos, cuya pronunciación era prácticamente idéntica).

¿Serán estas dificultades debidas no a las limitaciones de todo sistema picto-ideográfico, sino a la insuficiente racionalización de los sistemas hasta ahora desarrollados? No hay ninguna respuesta simple a esta pregunta, por varias razones, entre ellas dos: se pueden construir diversos tipos de sistemas ideográficos (incluyendo algunos que sólo muy latamente cabe considerar como tales), y se pueden tener propósitos diversos al efecto.

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Supongamos que se acepte un mínimo de convenciones en la representación figurada, y que semejante representación sea la principal finalidad de los «ideogramas». En tal caso se admiten sistemas ideográficos que funcionan como sistemas lingüísticos especiales cuya ventaja principal es la universalidad.

Consideremos los ideogramas de tipo simbólico usados en un número creciente de países para regular el tráfico rodado. Si:

se acepta como representando una prohibición, todo lo que figure dentro de este signo podrá ser considerado como incluido dentro de lo prohibido. No hay límites en lo que pueda figurar dentro del círculo precedente, excepto la posibilidad de su representación simbólica. Así,

puede leerse «No se permiten motocicletas», y

puede leerse «No se permiten teléfonos». Sin embargo, en el caso de que hubiera un teléfono junto al círculo, como en:

podría preguntarse si alguien ha desobedecido el signo o si el signo representa otra «cosa»; por ejemplo, no se permite telefonear. Esta ambigüedad puede despejarse del siguiente modo. Se conviene en que cuando hay una cosa disponible en, o cerca del lugar en el que se ha erigido el signo, se puede adoptar un cuadrado:

con la convención de que todo lo que se halle dentro de él representa algo disponible. En este caso, se puede dar la indicación «No se permite telefonear» mediante:

donde el signo a la derecha indica que hay un teléfono y el de la izquierda indica que no se permite usar teléfonos. Lo único que puede entonces preguntarse es: ¿Para qué diablos han puesto un teléfono si no permiten usarlo?

Despejar la susodicha ambigüedad presupone usar una regla lógica de inferencia: la llamada «regla de unión», según la cual, dado un signo, S, y un signo SI, se permite concluir o «leer»: «S y S».

El problema es hasta qué punto cabe incrementar los signos «ideográficos». Los signos de que nos ocupamos se llaman asimismo glifos (del griego gIypho = 'escribir en una tableta') y no tienen por qué ser siempre símbolos gráficos relacionados con alguna imagen. Hay símbolos que «representan» conceptos más o menos asociados con una imagen, como la flecha para indicar dirección, pero no es siempre seguro si se trata de un símbolo «conceptual» o de una imagen más o menos estilizada. En todo caso, los símbolos «conceptuales» ofrecen posibilidades diversas de incremento. Si

sirve para indicar que hay una bifurcación de camino (o también una conectiva como 'o ... o', cuya función de disyunción es análoga), una representación simbólica como

señala que el camino de la derecha es más ancho que el de la izquierda. El símbolo:

puede indicar que hay tres caminos al llegar a la bifurcación: uno, del mismo ancho que el camino donde se halla la persona antes de llegar a la bifurcación, y otros dos, a derecha e izquierda, que son más angostos. Si uno de los últimos es intransitable, puede indicarse mediante:

donde la raya que. cruza la línea del camino, señala «No pasar» (o «Impasable»). Se podría, además, distinguir entre «No pasar» o «Prohibido el paso» e «Impasable» por medio de dos distintas líneas -por ejemplo, una continua y otra formada por guiones, y hasta distinguir entre «Impasable» e «Intransitable» por medio de guiones de distintas longitudes, pero llegaría un momento en que las ventajas de la universalidad de un sistema ideográfico como el bosquejado quedarían anuladas por la complejidad de las convenciones que habría que introducir.

Los sistemas lingüísticos ideográficos de carácter universal tienen que ajustarse, pues, a propósitos bien definidos. Cuando se amplia el alcance de la comunicación parece mejor recurrir a algún lenguaje artificial que forme su vocabulario a base de varias lenguas y que construya una gramática suficientemente flexible. Aun en este caso, sin embargo, tiene que circunscribirse el alcance de las comunicaciones posibles. Tal sucede con el «lenguaje lógico» llamado «Loglan», que es un «lenguaje natural» construido artificialmente . Los que han forjado el «Loglan» han procurado evitar toda ambigüedad estructural. Y, dentro de ciertos límites, lo han conseguido. A tal efecto, la sintaxis del lenguaje en cuestión es una sintaxis lógica. Se podrían obtener todavía mejores resultados introduciendo en el lenguaje redundancias fonológicas, pero entonces habría posiblemente que modificar otros elementos estructurales del lenguaje. Evidentemente, no hay ningún lenguaje perfecto -entre otras razones porque el término 'perfecto' no tiene mucho sentido en una estructura língüística; un lenguaje es «perfecto» sólo secundum quid.

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El lenguaje, se ha dicho a veces, es inadecuado omnipotente para «expresar la realidad». ¿Cómo describir verbalmente este lento y espaciado caer de las hojas doradas en una tarde de otoño, este cálido sabor de una castaña tostada, la expresión de ese rostro a la vez sufriente e impávido, mi ansiedad ante el futuro, la tormentosa serenidad de este instante fugitivo, etc.?

Abundan las razones para pensar que el lenguaje es con frecuencia inadecuado, impotente, insuficiente, etc. Hay «cosas» y «emociones» que no parecen poder describirse o expresarse del todo, y las hay (o acaso son las mismas) que parecen poder «expresarse» mejor, o más cabalmente, por medios no verbales. Ahí están, para confirmarlo, las obras de arte: los zapatos viejos de Van Gogh, el pintor pintándose a sí mismo en «Las Meninas», las secuencias del caballero jugando al ajedrez con la Muerte en «El séptimo sello» de Ingmar Bergman. Esas imágenes no pueden «sustituirse» con palabras.

A veces no se logra decir lo que se quiere decir; hay palabras que nos traicionan o con las cuales «traicionamos» a los demás; las palabras se hacen a veces inertes, gravosas; tratamos los términos abstractos como si designaran realidades concretas; nos dejamos confundir y atrapar semánticamente; ciertas palabras operan a modo de pantallas, etc.

Pero, ¿en qué sentido cabe decir que el lenguaje (verbal) es «inadecuado» o «insuficiente»? Las realidades mismas descritas o expresadas no pueden constituir una medida de tal «inadecuación» o «insuficiencia», porque describir o expresar -y, en general, «representar»- «las cosas» no es duplicarlas. Tampoco puede constituir una medida de insuficiencia o inadecuación un supuesto lenguaje ideal que sería isomórfico con las «realidades», ya que ello equivaldría a tomar como medida de semejante insuficiencia o inadecuación un imposible lenguaje-réplica de realidades. Si seguimos admitiendo que en algunos casos el lenguaje -o, si se quiere, tales o cuales expresiones de una lengua en tales o cuales situaciones- es insuficiente e inadecuado, es sólo en tanto que reconocemos que a menudo nos sentimos frustrados cuando tratamos de describir o expresar algo.

Por otro lado, cabe hacer con el lenguaje muchas cosas que no se pueden hacer averbalmente. No es que entonces el lenguaje verbal resulte «suprasuficiente» o «supraadecuado»; es sólo que tiene posibilidades de expresión que compensan el sentimiento de frustración antedicho. El lento caer de las hojas doradas en esta tarde otoñal puede describirse o expresarse con medios verbales muy ricos y sutiles -tanto, que no nos preocupamos ya de sí nuestra descripción es más o menos «fiel».

No es justo deplorar la insuficiencia o inadecuación del lenguaje verbal para «expresar la realidad», porque ello presupone que el lenguaje tiene que proporcionar descripciones «adecuadas» o «suficientes» siendo la medida de ello la propia realidad descrita. Pero el lenguaje no tiene por qué «aproximarse» a «la realidad»; representar «las cosas» no es reproducir éstas.

6

«El problema» de si puede traducirse una lengua a otra no es, en rigor, un problema; es un conjunto de problemas muy diversos. ¿Qué quiere decir 'traducir de una lengua a otra'? No es lo mismo traducir tal o cual palabra de una lengua determinada a otra lengua determinada que traducir cualquier palabra de cualquier lengua a alguna palabra de cualquier otra lengua. No es ni siquiera lo mismo traducir, o poder traducir, una expresión de una lengua a otra en un período que en otro. Se ha puesto de relieve que Mario Victorino tuvo grandes dificultades en traducir a Plotino al latín. Podía concluirse a la sazón que el latín no estaba hecho para expresar sutilezas filosófico- teológicas. Pero seis, siete u ocho siglos más tarde, autores como Santo Tomás o San Buenaventura disponían de toda clase de «teologismos». No es lo mismo preguntar si puede traducirse una palabra o una frase exactamente o bien aproximadamente, mejor o peor, etc., o sí puede traducirse un lenguaje coloquial o uno literario o uno científico. Una vez desglosado el llamado «problema de la traducción» en varios problemas, lo más seguro es que se descubran muy distintos niveles de traducibilidad, al punto que resultará absurda toda conclusión del tipo de «Sí, claro, se puede traducir todo» o «No, no se puede traducir (realmente) nada».

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Se supone a veces que una palabra o una expresión tienen una raíz original u originaria, que es la auténtica y más profunda, de suerte que constituye el significado radical o primario. Los demás significados son, en el mejor de los casos, variaciones o extensiones y, en el peor de ellos, deterioros de tal supuesto significado primario. Zambullirse en este último equivale a descubrir lo que en la palabra o expresión es «auténtico».

Esta suposición no es siempre fundada. Puede que haya, como propone Ortega, una etimología primaria o «verdadera» de un término'. Si tal sucede, puede arrojar luz sobre lo que se ha venido entendiendo por el término, incluyendo lo que se ha entendido, o se entiende, por él al cabo de mucho tiempo y tras haberse transvasado a otras lenguas. El vocablo griego typos significó originariamente 'golpe', y de ahí la marca dejada por un golpe. Si el golpe tiene su «sello», lo que resulta es una figura parecida a otras; son figuras que proceden del mismo golpe, de la misma marca o sello y son, pues, del mismo «tipo». Se admiten entonces muchos sentidos de 'tipo': 'Todos estos libros son del mismo tipo', 'Se le reconoce por el 'tipo' y hasta 'Adriana tiene un buen tipo'. Estos sentidos no se superponen, pero están relacionados entre sí. Sin embargo, pueden ocurrir dos cosas que convierten la suposición de referencia, cuando se generaliza al extremo, en una «falacia etimológica».

Puede llegar un momento en que el sentido de un término difiera ya considerablemente del original, al punto que es legítimo preguntarse si la consideración etimológica «primaria» o «verdadera» ayuda gran cosa a entenderlo. En algunas ocasiones puede inclusive representar un obstáculo; atraídos por el significado «primario», podemos desatender el «secundario». Que el significado primario de materies ('materia') sea 'madera' dice algo sobre 'materia', pero no por ello consideraremos que el sentido de 'materia' es <> con respecto al de 'madera'. Poco, o nada, se aprende sobre lo que significa 'tipo' en 'teoría extensional de los tipos' considerando el sentido etimológico <>, <> o <> de 'tipo'.

Luego, y sobre todo, puede ocurrir que una palabra adquiera un significado nuevo sin que éste haya sido derivado del «primitivo». Como indica Ullmann, el nuevo significado puede «haber sido inducido por algún otro término en el mismo campo asociativo». La «falacia etimológica» se convierte en lo que se ha llamado «desarrollo pseudo-semántico».

En este respecto, mucho depende del modo como se manejan las etimologías. Ortega ha manejado muchas con gran brillantez. Heidegger ha manejado otras con mucho brío. En un texto de José Ricardo Morales se lee: «Conocemos al hombre tanto por aquello que cuida como por lo que descuida o le tiene sin cuidado. Cuida todo aquello que cubre con su atención, cuanto atiende, y el cuidado que esto le merece se representa mediante la 'curiosidad' (tal como lo que se descuida se reconoce en el abandono y desaliño de la 'in-curia')» . Es un ejemplo de uso hábil e iluminativo de sentidos primarios.

8

Hay dos opiniones contrapuestas sobre el problema «decir algo y querer decir otra cosa». Según una, si un sujeto, S, profiere una oración, 'x', el significado de 'x' es intemporal, de modo que si profiere 'x' no puede a la vez «significar» o decir otra cosa que la que `x' significa. Según otra, el significado de 'x' es lo que S quiere decir al proferir 'x', de modo que si su intención es decir y, el significado de `x` es lo que quiere decir 'y'.

Cabe hilar argumentos muy convincentes en favor de cada una de las dos opiniones, y a la vez ejemplos que no condicen con ellos. En ciertos casos es difícil pensar que 'x' significa otra cosa que lo que significa. Si S dice 'La raíz cuadrada de 16 es 4' puede querer decir con ello 'El campo está muy verde hoy', pero es difícil ligar el significado de la primera oración con el de la segunda. Por otro lado, si S dice parece que va a llover' cuando quiere decir 'Es hora de terminar esta reunión', los dos significados son más «ligables».

H. P. Grice ha distinguido entre varías formas de especificación de significado: especificación de un significado intemporal de un tipo de proferencia completa o incompleta (que puede ser lingüística o no), especificación de un significado aplicado intemporal de un tipo de proferencia completa o incompleta (asimismo lingüística o no), especificación de un tipo de proferencia con significado ocasional, y especificación del significado ocasional de una proferencia por quien la profiere . Estas distinciones permiten admitir que en ciertos casos en que S profiere 'x' queriendo decir otra cosa, esta otra cosa es la que 'x' quiere decir.

De este modo parecen poder deshacerse los argumentos de que 'x' pueda significar otra cosa que 'x', pero sólo porque se especifican tan detalladamente las condiciones que rigen en el caso de que 'S haya querido decir, al decir «x», que... Estas condiciones incluyen el que no se trate del significado de un tipo de proferencia (incluyendo un tipo de proferencia con significado ocasional), sino únicamente del significado de 'x' cuando S quiere decir, al proferir 'x' que... Pero entonces el resultado es obvio: si S quiere decir, al proferir `x', que..., lo que sigue a 'que ... ' es lo que S significa o quiere decir, con lo cual no se adelanta gran cosa; en rigor, sólo se dice que cuando 'x' quiere decir lo que S significa al decir 'x', 'x' significa lo que S quiere decir.

9

Consideremos la cuestión llamada «relación entre mundo y lenguaje». El lenguaje de que se habla entonces es el llamado «descriptivo» (o «aspecto descriptivo del lenguaje»). Interesan entonces solamente las expresiones por medio de las cuales se dice algo «sobre» o «acerca de» algo. Con ello se excluyen otros aspectos del lenguaje -expresiones mediante las cuales se pregunta, se impreca, ruega, persuade, maldice, etc.-; con ellas, en efecto, no se describe, declara, indica o enuncia nada. No pueden ser, estrictamente hablando, verdaderas o falsas; no pueden poseer ningún otro de los titulados «valores de verdad»: «más verdadero que falso», «bastante falso», «ni verdadero ni falso», etc., o siquiera ser consideradas, pragmáticamente, como plausibles, creíbles, etc.

El lenguaje en su dimensión no descriptiva es, por así decirlo, parte del mundo, esto es, una actividad o proceso en el mundo. No parece plantearse con respecto a él la cuestión llamada «relación entre mundo y lenguaje». Ahora bien, si se plantea esta cuestión cuando el lenguaje es descriptivo, ¿hay que concluir que semejante lenguaje se halla «fuera del mundo»?

Se ha contestado a veces afirmativamente a esta pregunta. No se ha afirmado con ello que las palabras del lenguaje descriptivo dejan de formar parte del mundo; se ha mantenido sólo, que lo que se dice con ellas no es un fenómeno, hecho o proceso del mundo. El enunciado 'Este hombre tan alto es finlandés' está compuesto de palabras que, como tales, forman parte del mundo, pero lo que se dice con ellas, afirman varios autores, no es un hecho: es un sentido, y ¿cómo cabe sostener que los sentidos se hallan en el mundo? Además, 'Este hombre tan alto es finlandés' es una proposición verdadera o falsa, y aunque si este hombre tan alto es finlandés la proposición es verdadera, y falsa en caso contrario, los predicados 'es verdadero' y 'es falso' no parecen hallarse tampoco en el mundo. Lo que hay en el mundo (si lo hay) es este hombre tan alto que es finlandés, pero no la verdad de la correspondiente proposición.

La tesis según la cual el lenguaje en su dimensión descriptiva -o, si se quiere, los aspectos semánticos del lenguaje mediante los cuales se alcanza a describir el mundo- se halla fuera del mundo ha sido llamada, por Arthur Danto, «la tesis del externalismo». Esta tesis tiene un aire muy plausible, sobre todo cuando se insiste en la citada dimensión descriptiva y no se pretende que todo lenguaje es reducible a ella. ¿Qué se agrega al mundo al describirlo? Por lo pronto, parece que nada. Más aún: a menos de suponer que el mundo es indiferente a las descripciones que cabe dar de él, no es posible formular ninguna descripción. Una descripción que cambia lo descrito no es una descripción.

La tesis externalista ofrece varios inconvenientes., Uno es el sentido de 'se halla fuera del mundo'. Bien entendido que 'fuera de' no significa 'en otro lugar' (por ejemplo, en un universo «platónico» de esencias, intenciones, etc.), ya que entonces no haríamos sino doblar el llamado «mundo» con otro supuesto «mundo», considerado inclusive como el paradigma del primero. Pero supongamos que por 'fuera del mundo' se entiende algo similar a lo que Kant llamaba «trascendental»: la dimensión trascendental del lenguaje (y, en general, del conocimiento) sería entonces la que permitiría hablar acerca del mundo, esto es, de los hechos. ¿Mejora esto las cosas?

Creemos que sí, pero no vemos entonces por qué habría que considerar tal dimensión trascendental como «fuera del mundo». Si por 'fuera del mundo' se entiende 'trascendental', no hay objeción mayor, pero sólo porque se ha dado una interpretación de 'fuera del mundo' que corresponde precisamente a 'trascendental'. Por otro lado, para colocar a la dimensión trascendental fuera del mundo habría que comenzar por suponer que el mundo se compone únicamente de hechos o de "estados de cosas". ¿Por qué no suponer que se compone asimismo de sentidos? Con esto no se afirma que hay cosas que se llaman "sentidos"; se sostiene únicamente que la dimensión o "sentido" es una de las dimensiones ontológicas de la realidad.

Nos hemos extendido sobre este punto en otro lugar. Aplicando a nuetro problema las ideas allí bosquejadas, cabe afirmar que lo que se dice con expresiones del lenguaje descriptivo es asimismo un fenómeno del mundo. Con ello parece que nos adherimos a la tesis "internalista" y "anti-descriptivista", según la cual todo lenguaje, incluyendo sus vehículos semánticos, se halla en el mundo, o, más específicamente, forma parte de la "Naturaleza". Y así es, pero con la condición de haber previamente ampliado el concepto de "mundo" y, a fortiori, el de "Naturaleza". El que una proposición sea verdadera o falsa es algo externo a aquello de que se dice que es verdadero o falso, y en este respecto parece forzoso aceptar la "tesis externalista". Pero la proposición verdadera o falsa es una "objetivación", esto es, un hecho cultural que sólo tiene sentido en virtud de sujeto que producen tales proposiciones y son capaces de expresarlas. Si ciertos aspectos del lenguaje son, en la acepción de Kant, trascendentales, ello no los elimina de la realidad; sólo los sustrae de la realidad en cuanto «ser». El 'acerca de' de una proposición acerca de A no se halla en A, pero se halla en un mundo del cual A forma parte. La prueba es que puede asimismo hablarse de (acerca de) la proposición acerca de A. Las estructuras conceptuales trascendentales son objeto. de discurso, porque ninguna estructura conceptual trascendental es absoluta. Por tanto, nuestra concepción del lenguaje -incluyendo su dimensión descriptiva o «acerca de»- como algo que está en el mundo es función de una tesis ontológica según la cual no hay ninguna realidad absoluta excepto el propio mundo.

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¿Cómo se puede saber que un enunciado es verdadero? Si se trata de un enunciado formal, sabremos que es verdadero si se ha obtenido, mediante apropiadas reglas de derivación, de un grupo de premisas. En este sentido, la verdad es función de la consistencia de un sistema deductivo. Si se trata de un enunciado en lenguaje corriente, sabremos que es verdadero si, y cuando, el enunciado describe correctamente el estado de cosas, el hecho o la situación que enuncia.

Con el fin de saber si la descripción de referencia es correcta hay que saber, para empezar, si las palabras han sido usadas correctamente. Así, «Un hombre con un sombrero de paja está sentado en una silla enfrente de la ventana» es un enunciado donde las palabras han sido usadas correctamente y que es verdadero si, y solo si, hay un hombre con un sombrero de paja sentado en una silla enfrente de la ventana.

¿Es la corrección de que hablamos una simple corrección gramatical? No necesariamente. «El cuadrado de 78, llevando un sombrero de paja, está sentado en una silla enfrente de la ventana» es gramaticalmente correcto. Pero ningún número, y ningún cuadrado de ningún número, lleva sombreros de paja y está sentado en sillas; algunos de los términos del enunciado están usados incorrectamente.

El problema es que el puro y simple uso correcto de palabras no parece ser suficiente para determinar si un enunciado es o no correcto en el sentido apuntado. Por ejemplo, puedo aprender el uso correcto de términos en un lenguaje que desconozco. Así, puedo aprender que en el lenguaje L, términos como 'fu' y 'fa' son usados correctamente sólo cuando van precedidos de 'un'. Según ello, 'un fu', 'un fa', 'un fu y un fa', 'si un fu, entonces un fa', etc., serán correctos. Pero si ignoro el significado de 'fu' y de 'fa', no podré saber si el enunciado 'Un fu y un fa están sentados en una silla', es correcto en el mismo sentido en que digo que «Un hombre con un sombrero de paja está sentado en una silla enfrente de la ventana» es correcto, mientras que «El cuadrado de 78, llevando un sombrero de paja, está sentado en una silla en frente de la ventana» no es correcto. Muy bien, pero entonces hay que hacer más flexible la aplicación del vocablo 'correcto' y a la vez especificar en cada caso, o en cada grupo de casos, en qué forma empleo 'correcto'. Es probable que no se pueda concluir que una expresión dada es correcta per se, sino sólo secundum quid -una vieja distinción que conviene de vez en cuando recordar-.

11

«Los seres humanos son animales racionales.» Lógicamente, este enunciado se formula diciendo que para todo x, si x es un ser humano, entonces posee la propiedad de ser un animal racional, o también que la clase de los seres humanos pertenece a la clase de los animales racionales. Toda ambigüedad queda desterrada.

La ambigüedad se conserva en el nivel lingüístico. Con ella perdemos la precisión que habíamos ganado al formular el enunciado en forma lógica. ¿Habrá que seguir, pues, la vieja recomendación del joven Russell y depurar el lenguaje de ambigüedades por medio de traducciones lógicas?

No necesariamente. Ciertas ambigüedades son útiles. Si decimos, por ejemplo, «Los seres humanos son muy extraños», parece que estamos diciendo algo traducible lógicamente en las formas: para todo x, si x es..., etc. Pero, ¿decimos eso exactamente al decir que los seres humanos son muy extraños? Lo que decimos, en verdad, es más bien algo como «Los seres humanos son criaturas muy peculiares; nunca se sabe lo que puede esperarse de ellos.» Bien; podemos verter también este enunciado a una forma lógica, pero tan pronto como así lo hacemos advertimos que al decir «Los seres humanos son muy extraños» no nos referimos necesariamente a todos los seres humanos; queremos decir muchas veces una cosa semejante a «Toda esa gente, usted me entiende ... » En rigor, queremos decir dos cosas a la vez: «Toda esa gente, usted me entiende...» y «todos los seres humanos». Verter este doble decir a una forma lógica no nos ayuda mucho para entender lo que se quiere decir al proclamarse que los seres humanos son muy extraños.

Nada eso demuestra lo que algunos han llamado «la impotencia de la lógica». En rigor, la lógica posee una potencia enorme, al punto que, en principio, es posible expresar lógicamente toda clase de enunciados (y no sólo los calificados de «declarativos»). Lo único que sucede es que en ciertos casos el lenguaje corriente, aunque menos expedito y limpio que el lógico, es más útil, y hasta menos embarazoso. Podemos expresar lógicamente la imprecisión: las «lógicas borrosas» se encargan de ello. Pero lo que queremos es no ser demasiado precisos. Algunas veces la profundidad del lenguaje se revela inmediatamente en su superficie. Si se quiere -y esto es más probable o, en todo caso, menos misterioso- tomamos el lenguaje corriente sin preocuparnos de si es o no traducible a formas más básicas. Lo tomamos como si fuera un enorme «pedazo» -o una enorme colección de «pedazos»- un poco al modo como procedemos con los llamados "lenguajes de orden superior", aun si estos lenguajes discurren asimismo en niveles "inferiores", casi inmediatamente relacionados con los procesos que tienen lugar en el sistema nervioso. En principio, hay una pirámide de lenguajes similar a la pirámide -o, para ser más exactos, a la serie de niveles- que constituye la transmisión de información en el complejo "ordenador-serie de programas". Douglas R. Hofstadter ha bosquejado tal serie de niveles al describir lo que ocurre al constituirse los lenguajes traducibles al lenguaje de una ordenadora. Tenemos el lenguaje básico, el lenguaje de ensamblamiento, el lenguaje de compilación o interpretación, la serie de instrucciones para un programa, etc. Un programa de inteligencia artificial es un conjunto de reglas (e instrucciones) dadas en un lenguaje de orden superior, que puede traducirse a lenguajes de orden inferior -sin lo cual las reglas no funcionarían y las instrucciones no serían "obedecidas"-. El lenguaje de orden superior describe procesos lingüísticos que necesariamente tienen que poder funcionar en un mecanismo determinado -una ordenadora, un cerebro-. El lenguaje en cuestión está inclusive limitado por la estructura del mecanismo. Ahora bien, aunque haya "intercomunicación" entre varios niveles de lenguajes, así como alguna correlación entre reglas lingüísticas y mecanismo, es posible tomar uno de los niveles prescindiendo de los otros. Esto ocurre con los lenguajes naturales, y es lo que hace que parezcan completamente independientes de sus bases físicas, o neurales. En suma, podemos hablar, y entendernos, sin necesidad de saber qué estructuras lógicas subyacentes usamos, y qué ocurre dentro del mecanismo "de base". Las leyes de los lenguajes naturales son, como sugiere Hofstadter, "leyes de pedazos", cuyos constituyentes son ignorados.

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Entender los significados de muchos de los términos en un lenguaje natural como si fuesen los usos de tales términos, equivale a reconocer que en muchos casos los términos no poseen significados definitivamente establecidos, de modo que un término puede tener una pluralidad de significados de acuerdo con los correspondientes usos. Esto es lo que sucede efectivamente, al punto que la equiparación de 'significado' con 'uso' parece adecuada.

Sin embargo, ello no tiene por qué llevar a afirmar que el significado de un término en una lengua es siempre, y únicamente, el uso que de él se hace en un momento dado, y en una determinada circunstancia. Si asisto a una reunión y tengo ganas de abandonarla, pero juzgo impropio, o ineducado decir «Tengo ganas de irme», diré acaso «Me siento indispuesto». Mi uso de «Me siento indispuesto» tiene para mí el significado de «Tengo ganas de irme», porque empleo la primera expresión para expresar lo que dice la segunda. Esto no hace que «Me siento indispuesto» signifique «Tengo ganas de irme»: «me siento indispuesto» quiere decir que me siento indispuesto, como «tengo ganas de irme» quiere decir que tengo ganas de irme. Para que «Me siento indispuesto» llegue a significar «Tengo ganas de irme» es menester que, en el curso de la evolución de las costumbres, y del lenguaje, todo el mundo acabe por entender que tengo ganas de irme cuando digo que me siento indispuesto.

Es plausible, pues, considerar que los usos de términos y expresiones en una lengua llegan a objetivarse en lo que llamamos «significados», y cuando así sucede podamos afirmar que en vez de usar términos o expresiones con tales o cuales significados, apelamos a tales o cuales significados para nuestros usos lingüísticos. Las doctrinas de los significados como usos pueden, así, completarse con una doctrina de los usos de significados.

Puede entenderse la «objetivación» como la introducción de una estabilidad (siempre relativa) en un uso, y de una regularidad (siempre relativa) en un uso. Un término, T, usado por los hablantes (o escribientes) de una lengua en un tiempo, t, llega a adquirir el significado, S, y se usa desde entonces con el significado S. El mismo término, usado en el tiempo t+l, puede adquirir el significado S+1, y usarse desde entonces con el significado S+1. Es posible, y frecuente, que a partir del tiempo t + 1 , el término T se use con los dos significados, S y S+L.

La objetivación de que hablo no es la producción de una nueva «entidad» llamada «significado»; es la fijación (una vez más, relativa) del uso de un término. Pudo haber un tiempo en que la palabra 'mesa' se usara solamente para designar un cierto objeto manufacturado, del cual decimos, por ejemplo, que es de madera. Llegó un momento en el que se empezó a decir que alguien presidió la mesa. El uso de 'mesa' en este segundo caso tiene algunas relaciones con el uso de 'mesa' en el primer caso, porque los que presiden reuniones lo hacen a menudo detrás de una mesa o encabezando una mesa. No obstante, puede decirse que alguien presidió una mesa sin que hubiera ninguna mesa; 'Presidir una mesa' quiere decir 'presidir una reunión'.

El concepto de «uso» no agota, por tanto, el concepto de «significado»: el uso propone un modo de significar abierto a otros posibles modos y oportunamente a otros posibles significados. En castellano se dice 'Este libro es primario y 'Esta escuela es una escuela primaria'. En el primer caso ' primario' equivale a 'excesivamente elemental'; en -el segundo, 'primaria' equivale a un cierto grado en la enseñanza. Ninguna escuela primaria es excesivamente elemental; si es elemental, es como debe ser.

La diferencia entre 'primario' en ambos casos es obvia por el contexto. En este sentido, el significado de 'primario' p en su uso. Pero el uso de 'primario' no sería lo que es si no tuviese la posibilidad de descomponerse en dos o más. Llamar a esto "uso" o "significado" es cuestión de preferencia; la verdad es que se usan significados que consisten a la vez en usos.

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Plantearse cuestiones relativas al significado es como meterse en un parque zoológico donde se cambian continuamente los rótulos. Aquí hay un animal llamado «significado»; cuando pasamos de nuevo delante de su jaula vemos que le han cambiado el nombre y lo llaman «significación». Otra jaula ostenta el término 'sentido', pero algunos están disconformes con dar nombres a los animales y prefieren un verbo que describa su función principal; en vez de 'sentido' o 'significación' colocan 'significar'. Se dice luego que lo mejor es rotular a los animales según sus usos -y, supongo, costumbres-, uno de los cuales es justamente el de significar. Pero tanto el nombre del animal como su función varían según los gustos o las necesidades. Unos afirman que significar equivale a sustituir, a estar en lugar de, a ser signo de; otros, que equivale a referirse a; otros, a apuntar a un significatum, distinto del referente y de la expresión usada al efecto; otros, que equivale a entender una expresión, sea mentalmente o de algún otro modo, y así sucesivamente. A veces se usan 'significado' o 'significación' para rotular una vasta y variada fauna lingüística: un morfema, un radical, un signo, una palabra, una frase, una oración, etcétera. Por si la confusión fuera poca, se apela a otros rótulos que están de algún modo relacionados con los mencionados, pero que pueden distinguirse de ellos. Vemos así rótulos como «designar» (y «designación»), «referirse a» («referencia» y «referente»), «denotar» (y «denotación«).

Para no perderse en este parque zoológico, se puede proponer llegar a un acuerdo acerca de lo que se quiere hacer, y de lo que se quiere dar a entender, con tantos y tan variados rótulos. De este modo parece que se introduce algún orden en el problema del «significado del significado» (o de la «significación de la significación »). Lo malo es que ningún acuerdo puede hacer mucho más que evitar un diálogo de sordos. Aun en un diálogo entre gentes que oyen, y entienden, bien lo que se dice, persiste el desacuerdo, por la sencilla razón de que los propios animales rotulados cambian de pelaje. Como ha puesto de relieve Quine, hay inclusive una «inescrutabilidad de la referencia». Cuanto más, por tanto, habrá que admitir una inescrutabilidad de la significación (o del significado, o del significar). Tal vez lo más razonable sea admitir que así como una expresión lingüística se usa para algún propósito (mandar, narrar, ejecutar un acto, etc., y, desde luego, significar), una expresión lingüística significa, además, de varios modos. «Sobre los modos de significar» es un título tradicional; a la vuelta de tantos siglos podemos otra vez servirnos de él.

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Durante algún tiempo se pensó que las ambigüedades podían despejarse o bien por medio de un lenguaje ideal, o bien apelando a una estructura lingüística «profunda». Desde que se demostró que puede haber una pluralidad de lenguajes ideales, y desde que se mostró que las estructuras semánticas «superficiales» pueden ser explicadas, y aclaradas, sin apelar a una estructura profunda, se ha ido viendo que con suficiente conocimiento de una lengua y con una dosis razonable de buen sentido se puede reconocer que un término funciona de distintos modos, y tiene distintos significados y usos, dependiendo del contexto extra-lingüístico. Si digo «No encuentro el gato en ninguna parte», después de dar una vuelta en torno a la casa tratando de imitar los maullidos de un gato, se entenderá que estoy buscando a un animal. Si digo lo mismo después de rebuscar en el baúl de un coche que tiene un neumático deshinchado, se entenderá que estoy buscando cierta herramienta para levantar el coche y cambiar el neumático. Desde luego, puedo decir «No encuentro el gato en ninguna parte» cuando se ha deshinchado un neumático, y a la vez un gato que estaba en el coche ha aprovechado la ocasión para salir y esconderse en un matorral, pero entonces estoy jugando con la palabra 'gato'; una vez que el juego ha perdido su mucha, o poca gracia, podré despejar la ambigüedad especificando de qué gato estoy hablando.

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«El autocar, repleto de turistas, fue dando tumbos por el barranco, y se produjo una hecatombe»; «Los partidarios del Oscense F. C. se batieron con los fanáticos del equipo visitante y se produjo una hecatombe»; «La potencia combinada del fuego de la artillería y la aviación produjo una hecatombe en las filas del enemigo»; «Se invirtieron doce millones de pesetas en la 'Colección de antiguos autores murcianos' y, como era de suponer, fue una hecatombe».

A nadie se le ocurrirá pensar que en ninguno de los ejemplos precedentes se ha usado 'hecatombe' en su sentido «original» u «originario»: 'hecatombe' = 'sacrificio de bueyes para propiciar a los dioses'. Sólo en el caso improbable de que todos los acontecimientos más o menos infortunados sean considerados como otros tantos actos expiatorios ante un supuesto «Tribunal de la Historia», y en donde, además, los hombres hayan sustituido a tal efecto a los bueyes (que, por lo demás, pudieron haber sido en su tiempo sustitutos de seres humanos), cabría hablar «propiamente» de «hecatombe». Sin embargo, todo el mundo entiende lo que en las citadas frases se quiere decir con 'hecatombe': «desastre», «calamidad», «catástrofe», etcétera.

Ciertos términos, y especialmente los formados a base de expresiones griegas y latinas, tienen un sentido «originario» que es «el sentido etimológico». ¿En qué medida ese «sentido» persiste en el uso que se hace de los correspondientes términos?

Es común estimar que algo persiste del sentido «originario» (los geómetras no se dedican a «medir la Tierra», pero las medidas se llevan a cabo mediante figuras estudiadas por la geometría). Los lingüistas, especialmente los de propensión más historicista y etimologizante, suelen arreglárselas para no romper por completo los hilos etimológicos. En todo caso, tratan de poner de relieve que los cambios de significado de un término, o de una expresión, no son en muchos casos completamente arbitrarios. Sin ser uno de tales filólogos, Austin declaró que una palabra «no suelta nunca por completo su plumaje etimológico». Ahora bien, dado que ello sea cierto en todos los casos, puede preguntarse primero qué es ese «significado etimológico» que nunca se desvanece por completo; y, segundo, si tal significado no será, en última instancia, más que un uso, de modo que la conservación del significado etimológico es la conservación siquiera parcial, del uso «originario».

Volvamos a 'hecatombe'. El significado originario, o supuestamente originario de este término es el del ofrecimiento de cien bueyes, pero ya desde muy pronto se hizo caso omiso del número de bueyes: podían ser cien, cincuenta o doscientos. Muy pronto, además, se hizo caso omiso del animal inmolado: una hecatombe era, un sacrificio público importante, no necesariamente de bueyes. Lo importante era el ofrecimiento expiatorio, el sacrificio público, la inmolación a los dioses. En estos casos no se es muy estricto ni con la clase de animales ni, sobre todo, con el número. Basta que éste sea considerado lo suficientemente elevado. Al fin y al cabo, en algunas lenguas se emplea, o ha empleado, un número determinado para dar a entender «muchos», «un gran número», etc. Así, ya «originariamente», 'hecatombe' fue una palabra usada en formas que explican por qué, mucho después, cuando hubo autocares y algunos se despeñaban, se podría decir que, al despeñarse un autocar repleto de turistas se produjo una «hecatombe».

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Si el angloparlante usa War Games donde el hispanoparlante usa 'maniobras militares', no parece que haya el menor inconveniente en admitir que War Games y 'maniobras militares' tienen el mismo significado. En ambos casos se entiende que el correspondiente ejército se ejercita con el fin de estar preparado ;es como un «ensayo» teatral, aunque, a diferencia de éste, no se sabe aún si oportunamente habrá una «representación».

Sin embargo, es cierto a la vez que en la expresión War Games hay matices significativos que no se encuentran en la expresión 'maniobras militares'. La palabra games indica que se trata de «jugar a la guerra», pero no de hacer una guerra «en serio». En la palabra 'maniobras' hay la connotación de ejercicios similares a los que pueden ejecutarse con las manos; hay, además, aunque sea añadida luego, la connotación de operaciones sorpresivas, de inesperados ataques por el flanco; en suma de verdaderas «maniobras».

Curiosamente, aunque la noción de uso suele ser más intralingüística que extralingüística, lo que se hace en ambos casos, o lo que se entiende que se hace es, a la postre, lo que hace posible que dos expresiones distintas, al tener el mismo uso , tengan el mismo significado. Por tanto, hay a veces en la teoría del significado como uso una vaga aura referencial. La «referencia» en cuanto «aquello de que se habla» es lo mismo. En cambio, «lo que se dice» puede ser en cada caso distinto. Una confirmación de este hecho la tenemos en una tercera expresión, que pueden usar por igual los angloparlantes y los hispanoparlantes: «ejercicios tácticos». 'Ejercicio' y 'táctico' tienen connotaciones que no se encuentran en 'juegos de guerra' y en 'maniobras militares'.

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¿Puede sostenerse que, por lo menos en algunos casos, una expresión puede alcanzar a tener un uso sin tener un significado?

Se cuenta que en uno de los primeros años postconciliares, dos mujeronas piadosas oían misa, y que oyendo una de ellas al sacerdote decir «Arriba los corazones» (o, menos torpemente, «Alegraos») dijo a la otra «Esto quiere decir «Sursum corda». Ni ella ni su compañera sabían lo que quería decir, en latín, Sursum corda. La que habló no dijo que Sursum corda significa «Arriba los corazones», o algo por el estilo, sino que dijo lo inverso. Sursum corda era, para ambas, una expresión ritual pronunciada por el sacerdote preconciliar, o por sacerdotes postconciliares latinizantes, en un determinado momento de la misa (por supuesto, ninguna de las mujeres de referencia tenía idea de lo que pudiera significar, o haber significado, 'misa'). «Esto quiere decir Sursum corda» venía a decir lo siguiente: «Ahora dice 'Arriba los corazones ' donde se decía -y posiblemente donde se suponía que debía decirse- Sursum corda.» Claro que, pensándolo bien, si se afirma que «Arriba los corazones» quiere decir Sursum corda, se puede concluir que Sursum corda quiere decir «Arriba los corazones», pero es dudoso que la mujer lo pensara así.

En alguna medida, estos «puros usos» se parecen a muchas frases rituales: «Buenos días», « ¡Qué buen tiempo hace! », «Por favor», etc. Pero con estas frases estamos aún en el nivel de los actos sociales expresados lingüísticamente. Para nuestras dos mujeres, Sursum corda dejaba de ser una expresión lingüística para convertirse en una especie de gesto, que resulta expresarse en un lenguaje «incomprensible».

19

El que muchas palabras tengan un significado (o un uso) que depende del contexto plantea la cuestión de la naturaleza de semejante «contexto». En rigor, hay gran variedad de contextos: el de la lengua misma como sistema verbal a disposición de los usuarios; el de las circunstancias históricas o personales dentro de las cuales se usa un término; el tipo de proferencia dentro del cual se halla tal o cual palabra; el modo como se expresa la proferencia, etcétera.

Hay palabras cuyo contexto es, por así decirlo, mínimo. Se define 'minutisa' como «una planta caríofílea que se cultiva en los jardines, por la belleza de las flores». Es difícil, aunque no totalmente imposible, ampliar, o variar el contexto dentro del cual cabe usar 'minutisa'; al fin y al cabo, hay contextos sociales dentro de los cuales decir, por ejemplo, «Abundan aquí las minutisas» podría querer decir que hay un montón de personas, o de objetos, que se declaran, según las circunstancias, o las opiniones políticas, innecesarios o muy convenientes. 'Epicarpio' se define como «Película que cubre el fruto de las plantas», pero alguien podría comenzar a decir «Es un sujeto con mucho epicarpio», y si se siguiera por este camino seguramente se acabaría por entender que alguien que tiene mucho epicarpio es alguien que tiene «la piel dura», sea porque disimula sus sentimientos, sea porque tiene pocos sentimientos, sea porque es muy introvertido, etc. -con lo cual 'epicarpio' iría adquiriendo varios sentidos. De todos modos, 'minutisa` y 'epicarpio' ofrecen menos posibilidades de cambio semántico que 'denso', 'Oculto" 'transparente'. La posibilidad de cambios semántícos parece estar ligada a la relativa frecuencia del uso.

20

Si Pedro habla a Ana y ésta entiende (o cree entender) lo que Pedro dice, el, lenguaje de éste no es privado. Un lenguaje es declarado «privado» cuando sólo la persona que lo usa lo comprende.

En qué medida eso es posible, o imposible, ha sido discutido ad nauseam. Prolonguemos un poco la náusea con algunas observaciones.

Si me digo a mí mismo, por ejemplo, «Alanzarón kapla nior», no puedo saber todavía si digo algo o no. Es posible, aunque sea implausible, que haya alguna comunidad para la cual las palabras 'Alanzarón kapla nior' tengan un significado. En este caso mis palabras serán, sin que yo lo sepa, parte de un lenguaje público.

Supongamos que no haya la susodicha comunidad. Me digo a mí mismo, una vez más, «Alanzarón kapla nior», y me pregunto lo que quiero decir. Imaginemos que he construido un lenguaje para mi uso particular, en el cual 'Alanzarón' quiere decir las cebras», 'kapla' quiere decir «corren» y 'nior' y quiere decir «velozmente». Por tanto, «Alanzarón kapla nior» quiere decir, para mí, "las cebras corren velozmente". De alguna manera el lenguaje que empleo es privado, puesto que nadie más que yo lo entiende. Pero como puedo traducir una expresión de mi lenguaje privado a una de un lenguaje público, el carácter estrictamente privado de mi lenguaje es espúreo. Mi lenguaje será privado sólo en la medida en que un código confeccionado por una sola persona y hasta entonces no descifrado es propiedad privada de tal persona. Tan pronto como se descifra se hace público. Un lenguaje privado, propiamente hablando, es uno intraducible a cualquier lenguaje, un lenguaje que ni siquiera yo mismo puedo traducir a ningún otro, porque consiste en expresiones que sólo yo entiendo, y que nadie más puede entender.

Pero, ¿qué puedo entender yo que nadie más pueda entender? Entender una expresión es saber lo que quiere decir, y lo que quiere decir es algo que se puede decir . Si quiero decir algo y me es totalmente imposible decirlo, no sé realmente lo que quiero decir. Si con «Alanzarón kapla nior» quiero decir algo que nadie más que yo puede decir, entonces esta expresión pertenece a un lenguaje privado. Pero esto presupone que hay cosas que yo y sólo yo puedo decir para mí mismo, y no alcanzo a saber qué cosas puedan ser éstas.

No se puede formular la hipótesis: «Sé lo que quiero decir, pero no lo puedo decir.» Lo que quiero decir es «Alanzarón kapla nior», y parece que, efectivamente, puedo decirlo. Pero ¿qué quiero decir con ello? Ciertamente, no sólo «Alanzarón kapla nior», sino lo que estos términos significan.

Otro asunto es que se diga una cosa y se quiera decir otra. Si se hace intencionadamente tenemos un resultado como este: Ruperto dice a una persona que juzga iletrada: «Dostoievsky es incomprensible», y lo que quiere decir es: «No pierdas el tiempo leyendo a Dostoievsky, porque eres tan necio que no lo entenderías», pero como a la vez no quiere ofender a esta persona, considera la frase «Dostoievsky es incomprensible» como perteneciente a un lenguaje privado; si generaliza su procedimiento llamará «incomprensible» a todo lo que considere que otras personas no pueden entender bien. En este sentido, pero sólo en este sentido, y en circunstancias del tipo de las mencionadas, el lenguaje de Ruperto es privado.

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El decir para hacer, o tratar de hacer, algo, en la forma originariamente propuesta por Austin, y elaborada en detalle, primero por Austin y luego por Searle es, según la expresión generalmente admitida, un «acto lingüístico», donde el factor llamado «acto» predomina casi siempre sobre el aspecto lingüístico. Si digo «No me gustan los ajos», puedo hacerlo con las siguientes (entre otras) intenciones y los supuestos correspondientes resultados:

1) Engaño a alguien si no me gustan los ajos.

2) Alarmo a alguien que cree firmemente que los ajos son fuente de salud (es probable que este acto lingüístico hubiese alarmado al autor de un viejo libro titulado «Mis observaciones clínicas sobre el limón, el ajo y la cebolla».)

3) Llamo la atención sobre mí si lo digo en el curso de una conferencia sobre la mecánica cuántica y mi decir no tiene, como es presumible, nada que ver con el tema desarrollado.

4) Aburro a una persona si repito mil veces «No me gustan los ajos.»

Por supuesto que en todos los casos digo «No me gustan los ajos», pero en algunos casos el aspecto lingüístico de mi «acto» es más «relevante» que en otros: es más «relevante» en 2) que en 3) o 4), pues puedo llamar la atención sobre mí mismo en 3) diciendo «Buenos Aires, mi tierra querida» en vez de «No me gustan los ajos», y puedo aburrir a otra persona que no sea un bonaerense empedernido diciendo «Buenos Aires, mi tierra querida» mil veces.

Cuando se subraya la noción de «acto» en la expresión y acto lingüístico' -o la pertinente actividad en lo que he llamado a menudo «proferencia»-, se tiende a poner de lado lo que se dice para fijarse en el modo de decirlo. Lo que se dice es generalmente adjetivable; el modo como se dice es, si se quiere, «adverbiable». Así, puedo decir algo abrupto, suave, interesante, estúpido. Puedo decir algo abruptamente, suavemente, de un modo interesante, de un modo estúpido, o estúpidamente. Por supuesto, puedo decir también algo abrupto abruptamente -cosa que lo hará doblemente abrupto- o algo abrupto suavemente, o algo suave abruptamente, etcétera. No siempre, sin embargo, pueden combinarse fácilmente los adjetivos con los adverbios. ¿Puedo decir algo abnegadamente? Bueno, tal vez, pero lo más probable es que diga algo que expresa mi abnegación. Consideremos: secamente, brillantemente, apagadamente, acerbamente, amorosamente, blandamente, sosegadamente, sencillamente, parcamente, airosamente, graciosamente, alocadamente, animosamente, naturalmente, artificiosamente, caballerosamente, candorosamente, caritativamente, y estudiemos en cada caso la relación, o diferencia, entre lo que se dice y el modo de decirlo.

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«Una imagen vale por mil palabras», se dice a veces. Con ello se entiende que puede comunicarse de un modo directo e inmediato lo que sólo mediatamente, y con más largo tiempo por medio, alcanzan a comunicar mil palabras. Con ello se entiende asimismo que en muchos casos las palabras sobran.

Es verdad que hay ocasiones en las que una imagen «dice» mucho; si no he visto a una persona hace treinta anos, y un amigo acaba de verla y me informa de su estado actual, hay cuando menos una parte muy importante de este estado actual -su aspecto físico, que revela no poco de su estado psíquico- que se me presenta más inmediata y vívidamente por medio de una fotografía que por medio de una descripción más o menos larga. En retratos de grandes pintores nos damos cuenta de aspectos de la personalidad del retratado que sería largo, y acaso ineficaz, expresar en palabras. Un fotograma de una película puede revelarnos los entresijos de una situación humana: de los rostros, de la posición de los cuerpos, y hasta de los objetos que rodean a las personas inferimos inmediatamente muchas cosas que costaría expresar en palabras; de hecho, en ciertos casos las palabras representan un obstáculo para la comprensión de tal situación.

¿Quiere esto decir que las imágenes son, o pueden ser, algo así como concentraciones de palabras? De ninguna manera. Para empezar, hay palabras -descripciones- que «dicen» más que las imágenes. No se trata, pues, de correspondencia entre palabras e imágenes.

Se ha hecho observar que la película «El restaurant de Alicia», dirigida por Arthur Penn, termina con una toma sumamente interesante y, sobre todo, sugestiva. Una comunidad de «hippies» y tránsfugas, en torno a una persona llamada Ray, se desmorona. Ray piensa que ha .llegado el momento de cambiar de localidad. Su compañera Alicia no lo sigue en esta nueva fuga. He aquí la toma, tal como es descrita por James Monaco: «Ray se va, y Alicia permanece, pensativa, en el umbral de su iglesia, vestida con su traje de novia. No se mueve. La cámara empieza a retroceder lentamente, describiendo una línea curva irregular, a través de los árboles. La figura de Alicia desaparece en los momentos en que los troncos de los árboles se interponen entre ella y la cámara. Al mismo tiempo que la cámara se repliega, moviéndose lentamente hacia uno de los lados, el operador Victor Kemper empieza un zoom sobre Alicia. Por tanto, el tamaño de, la figura de Alicia no cambia. No nos retiramos, o parece que no nos retiramos de ella geográficamente. Pero nuestra percepción de la profundidad en el fotograma cambia. De una toma gran angular y con gran profundidad de campo, de Alicia, la puerta de la iglesia y el paisaje, pasamos a una toma en telefoto, con escasa profundidad de campo. En esta toma la imagen de Alicia y la de los árboles, ya fuera de foco, existen en planos separados y distintos. Alicia Brock ha sido extraída del contexto de la realidad. Se ha convertido en un icono, en un símbolo. No habla, no se mueve; oportunamente la cámara deja asimismo de moverse, manteniendo esta imagen de una mujer, sola en el umbral de una iglesia; el fin de un matrimonio y el fin de una. época. La última parte, estacionaria, de la toma hubiera podido ser un fotograma fijo, pero no es así. Es [una imagen] viviente»

He tomado como ejemplo uno de los más favorables a la idea de que «una imagen equivale a mil palabras». La imagen -que es, en rigor, toda una serie de imágenes- se halla dentro de un contexto suficientemente bien articulado para permitir una interpretación tan plausible como la de James Monaco. Parece que aquí, en efecto, las palabras sobran -cuando menos para todo buen entendedor-. Sin embargo, aun en este caso se pueden presentar varias series de mil palabras --donde 'mil palabras' es, por descontado, una cifra arbitraria para entender varias. cosas que la imagen puede decir. ¿No será Alicia una rebelde contra un movimiento que con mayores o menores tropiezos sigue su curso? ¿Representará Alicia más bien una huella evanescente de un sentimiento de nostalgia? ¿Y qué hubiera pasado, es decir, qué interpretación habría podido darse de la escena si no hubiese habido ese juego de profundidades de campo? ¿0 no se habría colocado Alicia igualmente fuera de contexto si se la hubiese dejado sola, alejándose progresivamente del campo visual, hasta convertirse en una figura diminuta y casi imperceptible?

No es que una imagen, o una serie de imágenes, equivalga a mil palabras, o a diez mil; es que es posible hablar acerca de lo que aspira a comunicar la imagen, y es probable que aspire a comunicar cosas diversas, expresables en distintas palabras. Al mismo tiempo, las palabras son susceptibles de ser expresadas en diversos grupos de imágenes; cada uno de estos grupos es una interpretación de las palabras. Las palabras y las imágenes no se equivalen, pero no son tampoco absolutamente intraducibles. Cada una es algo así como el metalenguaje de la otra. El «metalenguaje» habla «acerca de», pero no es una reproducción, en otras formas, del lenguaje acerca del cual habla.

Algunas de las dificultades que se suscitan cuando se usan palabras con el fin de hablar acerca de lo que «dicen» las imágenes -o lo inverso- se debe a que para cada modo de hablar hay varias interpretaciones posibles. En verdad, las hay inclusive dentro de un mismo modo de hablar si este hablar no es completamente «literal».

Un director de cine (Michelangelo Antonioni) quiere dar (según parece) la impresión, la idea, el pensamiento, o lo que fuere, de la «irrealidad», o acaso de la indistinción entre lo irreal y lo real. Toma un cuento de Julio Cortázar («Las babas del diablo»), que consta de palabras, y lo traslada, con radicales mutaciones, a secuencias cinematográficas («Blow-Up»), donde intervienen asimismo palabras, pues los personajes se sirven de ellas, pero que, en los momentos decisivos, consta exclusivamente de imágenes. ¿Qué hay de verbal en el «pensamiento de la irrealidad» cuando el protagonista contempla dos sujetos enharinados, payasos no profesionales, que hacen como quienes juegan al tenis, levantando sus raquetas, golpeando una pelota invisible (aunque audible)? ¿Qué «pensamientos» hay en la última secuencia de otra película del mismo director («El forastero»), cuando la cámara avanza lentamente, implacablemente, hacia una ventana desde la cual se divisa un lugar ajeno a la acción principal, atraviesa la ventana y avanza y gira por este lugar mientras el cuerpo del protagonista yace «detrás», en un mundo en el cual ha sido, desde el principio, un forastero? Hay mundos de «pensamientos» expresables en palabras, pero no equivalentes a las imágenes. Y hay mundos de imágenes, distintas, ocultándose una a la otra, revelándose a la vez mutuamente, en una página de Proust...

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¿Es posible un lenguaje hecho de gestos? Por supuesto; los sordomudos emplean tal lenguaje. ¿Es posible un lenguaje (escrito) hecho de símbolos? Hace algunos años el dibujante francés Jean Effel presentó una extensa colección de símbolos que podrían servir para la comunicación. En principio, estos símbolos no difieren por su naturaleza de los usados para regular internacionalmente el tráfico, pero son más variados y pueden dar lugar a comunicaciones más complejas. Así, la caída de un objeto puede representarse mediante dos o tres breves líneas diagonales. El objeto mismo es dibujado (esquemáticamente) más bien que Así,

quiere decir «cae una manzana» (si se acuerda que la figura lo es de una manzana). El mismo signo dentro de un cuadrado, como en

es usado para querer decir «cristal» (se supone que es el cristal de una ventana). Con ayuda de símbolos usados por algunos lógicos, pueden «dibujarse» frases como:

que se lee «Ser o no ser, ésta es la cuestión.» Effel propuso:

para Cogito, ergo sum o «Pienso, luego existo».

Al efecto hay que observar, sin embargo, dos cosas. La primera, es que un lenguaje como el formado por la serie de símbolos del tipo indicado tiene muchas limitaciones. Se pueden introducir variantes y matices, pero entonces hay que multiplicar considerablemente el número de símbolos. La segunda, es que, en todos los casos, estos lenguajes -como, por lo demás, el lenguaje escrito según reglas fonéticas- tiene como modelo una lengua hablada; su interés consiste en que puede haber, por limitada que sea, una traducibilidad.

Por lo demás, salvo para los sordomudos, los gestos son más una ayuda en una lengua que una lengua en sí misma. Cuando se le pregunta a alguien. qué le ha parecido tal o cual libro y por toda respuesta se encoge de hombros, puede entenderse que no le ha parecido gran cosa, o no le ha parecido ni bien ni mal, o le ha dejado indiferente. Así, el gesto es, a su vez, traducible a «Bueno, no está mal», «Me tiene sin cuidado», etc. Los gestos tienen entonces una función verbal, parecida al tono. Decir «No está mal» y, además, encogerse de hombros, es un modo de reforzar «No está mal».

24

Entre las nociones de interés filosófico que ha elaborado Kripke figuran algunas que nos dejan algo perplejos; no sabemos a ciencia cierta si se trata de nociones profundas o de consideraciones triviales. No es probable que los trabajos de Kripke en lógica modal comporten—digamos, remedando al propio Kripke, «necesariamente»—las nociones aludidas; las construcciones formales no nos comprometen a adoptar una determinada posición filosófica, aun si pueden ayudar a formularla, o a aclararla. Por tanto, podemos examinar estas nociones «por sí mismas».

Una de estas nociones -no seguimos el orden de Kripke- puede ser llamada «propiedad esencial»; su elaboración ha conducido a una especie de resurrección del «esencialismo», aun si éste aparece más bien como una teoría semántica, y específicamente como una teoría de la referencia, que como una doctrina ontológica stricto sensu No se trata, en efecto, de afirmar que las «existencias» son especificaciones de algún mundo de «esencias». Si algo, por ejemplo, existe, entonces existe, pero no es necesario para él existir. Podría no haber existido. En rigor, el que pudiera no haber existido o el que, habiendo existido, pudiera ser de tal o cual modo en vez del modo como es, hace posible hablar de «mundos posibles». Un mundo posible no es, como Kripke apunta, un mundo remoto que podamos descubrir mediante un telescopio. El mundo real es, por lo que sé, uno en el que existe la máquina de escribir que estoy ahora utilizando. Un mundo posible es uno en el cual. pudiera no haber tal máquina de escribir. Un mundo posible es uno en el cual Franco no hubiera sido jefe del Estado español, etcétera.

Volveré sobre ello luego. Regreso a la cuestión de las «propiedades esenciales». Ahora hablo de una mesa que es «esta mesa». Esta mesa podría no haber existido. Pero si existe, y si es identificable como «esta mesa» en todos los mundos posibles, entonces hay algo que posee la propiedad esencial de ser «esta mesa». Es necesariamente esta mesa y no otra.

Por lo pronto, la cosa parece irrefutable. En efecto, si algo es esta mesa y es esta mesa en este mundo y en cualquier otro mundo, entonces no es esta manzana o este león. Si en otro mundo la mesa fuera una manzana, no sería una mesa.

¿Qué agrega, filosóficamente hablando, esta caracterizacion de esta mesa, que es ésta y no otra? No parece que mucho; parece más bien que nada. Afirmar que algo es esta mesa y no otra cosa, y generalizar esta proposición es sostener que algo es lo que es (si es lo que es) y no otra cosa (si no es otra cosa).

Pero quizá conviene hablar más directamente de propiedades como la propiedad designada por 'es de madera'. Si la susodicha mesa es de madera, y lo es en todos los mundos posibles, entonces es necesariamente de madera y no de oro o de agua pesada. El ser de madera es en tal caso una propiedad esencial de esta mesa.

Pero quizá no lo entendemos bien y la cosa tiene más miga. Chomsky cree que merece la pena refutar tales asertos. La mesa de madera es la mesa de madera (necesariamente, al parecer). Pero si la mesa de madera tiene la propiedad de estar clavada en el suelo y de ser, por consiguiente, «inmóvil», ¿he de considerar que el ser inmóvil es una propiedad esencial suya? Chomsky imagina una comunidad para la cual el ser móvil o inmóvil son propiedades fundamentales de ciertos objetos -más fundamentales que el ser una mesa o el ser una mesa de madera-. Los miembros de esta comunidad dirían entonces que el objeto inmóvil de referencia es necesariamente inmóvil (si lo es), porque no sería (necesariamente) lo que es de no ser inmóvil, aunque pudiera muy bien no ser una mesa y no ser de madera. Una propiedad, concluye Chomsky, puede ser o no esencial de acuerdo con un previo esquema conceptual acerca de lo que son o no son -o que se estipula, agregamos nosotros, que son o no son- propiedades esenciales.

Se podría contrarrestar esta objeción diciendo que todas las propiedades de un objeto -el ser tal o cual objeto, por ejemplo, una mesa; el ser de madera, el estar clavada en el suelo, el haber servido de escritorio para Napoleón III, el tener desde cierto momento una pata rota, etc., son propiedades esenciales del objeto, ya que, de lo contrario, no sería justa y precisamente lo que tal objeto es. Pero esto sería ir demasiado lejos; muchas propiedades, o características, de un objeto pueden cambiar sin que el objeto deje de ser el mismo objeto en éste y en todos los mundos posibles. Si no queremos ir demasiado lejos, tendremos que contentarnos con algunas propiedades, pero, de acuerdo con Chomsky, seguiremos preguntando cuáles.

En el caso de individuos, parece que el «origen» sea lo que determina el que sean lo que son y no otra cosa. Clarembaud de Arras no habría sido Clarembaud de Arras si, o no hubiese nacido (presumiblemente) en Arras o no hubiese sido (efectivamente) arcediano de la catedral de Arras, razón por la cual se le llama «Clarembaud de Arras». En todo caso, no habría sido lo que es si hubiese sido engendrado por otros padres. Seguro: desde luego, no seria Abelardo. «Es una verdad necesaria que Clarembaud de Arras fue Clarembaud de Arras» no es decir mucho más que Clarembaud de Arras fue Clarembaud de Arras, no su hermano o su abuelo.

Si adoptamos un nombre para denotar una descripción definida, no siendo el nombre ni el significado ni tampoco una abreviatura de tal descripción, tendremos lo que Kripke llama «designador rígido», usado para designar el mismo objeto en cualquier mundo posible, si existe el mismo objeto en cualquier mundo posible (hablamos de designadores rígidos simplemente, no de designadores «fuertemente» rígidos). Por descontado, no sabemos si hay o no tal objeto, pero si lo hay y es identificable como siendo el mismo, el nombre, que es la denotacíón de la descripción, será efectivamente el nombre de la descripción definida, de modo que, aunque no hay relación necesaria entre el nombre y la descripción, sabremos a priori que el nombre, si existe el objeto y es identificable, etc., es el nombre de la descripción. En suma, puesto que lo que la descripción definida describe puede no existir, o puesto que puede haber algún mundo en el cual lo que designa el nombre no sea lo descrito por la descripción definida en cuestión, decir que el nombre es la descripción es sólo contingentemente verdadero. Y, sin embargo, si hay lo que la descripción describe y adoptamos un nombre como designador rígido, resultará que conocemos a priori verdades contingentes (por lo menos una).

Kripke puede tener razón en distinguir entre a priori y a posteriori, por un lado, y «necesario» y «contingente», por el otro. El primer par de conceptos es de naturaleza epistemológica; el segundo par, de índole ontológica. Pero se hace difícil aceptar que, como ha indicado Donnellan, la distinción neta entre los dos citados pares de conceptos lleve a poder afirmar que es posible conocer a priori verdades contingentes. En verdad, lo que se hace al introducir un designador rígido es proponer un nombre que se supone va a servir para designar una descripción (no, una vez más, significar lo mismo que ella o ser una abreviatura de la misma). Si el objeto descrito existe, y existe en todos los mundos posibles, usamos el nombre introducido al efecto. Pero usar el nombre no equivale a decir que el nombre sea la descripci6n. Si lo que la descripción definida describe existe, es cierto que afirmar que el nombre, N, es el D (donde U está en lugar de la descripción definida) es una verdad contingente. Podría no haber D; en algún otro mundo, N podría no ser D. En este sentido, conocemos a priori que el N es el D si, efectivamente, hay el D y N es su nombre. Esto es todo y no es, como creo, mucho.

Si doy a la descripción «la muchacha más bella del mundo» el nombre «Bo Derek», «Bo, Derek es la muchacha más bella del mundo» es una verdad contingente. Puede no haber la muchacha más bella del mundo, o puede ocurrir que en algún otro mundo «Bo Derek» no sea el nombre de la muchacha más bella del mundo, sino más bien el de «la muchacha más fea del mundo». Pero si hay la muchacha más bella del mundo, y sigue siendo la muchacha más bella del mundo en todos los mundos posibles, «Bo Derek», que funciona como designador rígido, es su nombre. Sé a priori que es su nombre, pero ¿qué es lo que sé a priori? Simplemente, que he introducido un determinado nombre como designador rígido, de modo que cuando me presentan a la muchacha más bella del mundo, podré decir «Eres Bo Derek», y si ella lo niega y me asegura que su nombre es, por ejemplo, «Derek Bo», podré alegar: «Bueno, yo sabía de antemano que eras Bo Derek, es decir, que tu nombre es 'Bo Derek'». Si me apuran mucho, agregaré: «Realmente, no importa mucho que te llames Bo Derek o Derek Bo; lo único que importa es que haya un nombre, por ejemplo 'Bo Kripke', que funcione como designador rígido». Todo conocimiento supuestamente a priori al respecto será un «conocimiento verbal», o el resultado de una estipulación verbal. Como indica Donnellan, el «conocimiento,» de referencia será, a lo sumo, un conocimiento de dicto, no uno de re.

Por descontado, Kripke no hace conjeturas respecto al mundo (pero acaso esto es lo que hace su semántica filosóficamente poco viable). Cuando Kripke usa la expresión «un metro» (en cualquier lengua) como designador rígido para la descripción «la barra que se conserva en París para servir de patrón de medida del metro», no excluye la posibilidad de que la barra de referencia, que en algún momento puede haber medido exactamente un metro, se haya acortado o se haya alargado debido a cambios de temperatura, de presión atmosférica, etc. Así, «un metro» no designa una barra determinada, que sólo contingentemente mide un metro, sino una barra en la medida (por así decirlo) en que mida un metro, o en la medida en que sirva de patrón invariable para el metro. A esta barra se la puede llamar de otro modo, pero siempre será verdad que, de estipularse la longitud, L, para el metro, tal o cual barra, siempre que mida L, será el metro de que hablábamos. Pero con todo ello, al introducir un designador rígido, no habré avanzado un solo milímetro en mi conocimiento. Si lo que importa no es el conocimiento del mundo real, sino la semántica de los mundos posibles, me quedaré con Kripke. Si no, no.

25

Cuando se ajusta y refina una teoría ocurre a menudo que se atenúan, y hasta se desvanecen, los conflictos que habían existido, y que parecían inclusive irreconciliables, entre la teoría y alguna teoría opuesta. La llamada «teoría estándar de Chomsky», a que me he referido en varias ocasiones en el curso de este libro (cf. especialmente capítulo 4), tenia el aire de ser inexorable en lo que toca a la importancia y preeminencia de los componentes de base, sintácticos y fonológicos, con respecto a otros componentes, entre ellos, sobre todo, los componentes semánticos. Aunque Chomsky se había curado en salud al mostrar que de lo que se trataba era de construir un modelo de las estructuras universales de todo lenguaje y no de explicar, o justificar, cualesquiera proferencias concretas en una lengua, lo cierto es que había que pasar de las estructuras superficiales a las profundas con el fin de dar cuenta de los aspectos semánticos.

La llamada «teoría estándar ampliada» de Chomsky resuelve en buena parte los conflictos entre la «teoría estándar» y otras teorías menos orientadas hacia estructuras puramente sintácticas . Los «semánticos generativos», todavía inspirados por el «primer Chomsky», se habían preocupado por atacar a fondo los problemas planteados por las interpretaciones semánticas. Aunque seguían firmemente adheridos a la idea de una correlación entre interpretaciones semánticas y estructuras sintácticas, trataban de buscar cómo se establece semejante correlación y, por lo tanto, partían del problema «interpretación semántica» como problema clave. Los «semánticos interpretativos», inspirados por el «último Chomsky» y por los resultados de ampliar la «teoría estándar», admitían, de acuerdo con la «ampliación» de la teoría, que, como ha indicado Chomsky, las estructuras superficiales constituyen un elemento informativo indispensable para determinar las reglas de interpretación semántica Algunos pasos más en la dirección marcada por la «teoría estándar ampliada» hace posible lo que se ha llamado «teoría estándar ampliada revisada». En este último avatar de la primitiva teoría se tiende hacia la eliminación de las estructuras superficiales y de las transformaciones sintácticas. Pero si así es, ¿no equivale esto a «saltar» del «lenguaje como estructura» al «lenguaje como actividad»? No por entero, ya que hay un paso gradual de la teoría primitiva a sus últimas ampliaciones. Esto indica que la primitiva teoría tenía la posibilidad de ser «ampliada» y «revisada» y que, por consiguiente, poseía la flexibilidad necesaria para cambiar algunos de sus primeros supuestamente inalterables postulados.

¿Cabe hacer algo parecido, aunque inverso, partiendo de la idea del «lenguaje como actividad»? Si consideramos el «último Wittgenstein», con su insistencia en la variedad, multiplicidad y casi «infinidad» de juegos lingüísticos, ello es muy improbable. Las pacientes clasificaciones y reclasificaciones de proferencias elaboradas por Austin ofrecen mayores posibilidades de examinar ciertas estructuras lingüísticas más «permanentes». Lo que predominan aún, sin embargo, son factores que cabría llamar «proferencias» y, por supuesto, «actos lingüísticos», con asociación de varios posibles actos a una determinada proferencia, de modo que estamos aún muy lejos no sólo de una estructura sintáctica, sino inclusive de un conjunto de reglas de interpretación semántica. Las taxonomías de actos ilocucionarios presentadas por John Searle son en este respecto más prometedoras, sobre todo si las juntamos con la idea de una relación estrecha entre proferencias o actos lingüísticos y los titulados «estados intencionales». Pero hay que reconocer que el paso gradual de un tipo de examen lingüístico al otro ha sido, hasta ahora, más diestramente llevado a cabo por el último Chomsky y los semánticos interpretativos que por los teóricos de los actos lingüísticos. En este sentido, el «refinamiento» de la primitiva «teoría estándar» ha sido más eficaz para pasar del examen del lenguaje como estructura al lenguaje como actividad, que el refinamiento de la primitiva «teoría de actos lingüísticos» lo ha sido para pasar del lenguaje como actividad al lenguaje como estructura.

26

Cuando se afirma que algo es anterior a otra cosa, pero no necesariamente anterior en una forma genética, hay gato encerrado. Quizá haya dos gatos -encerrados. Uno es este: 'anterior a' no quiere decir 'antes de' sino 'previo a', 'más básico que', etc. Una vez descubierto esto, queda todavía por saber lo, que quiere decir 'previo a', 'más básico que', etc. 'Según Derrida (y a veces Roland Barthes) la palabra escrita -la «escritura»- es anterior -pero, claro, no genéticamente anterior- a la palabra hablada. ¿Dónde está el otro gato? En el sentido que se da a 'escritura': toda marca o trazo es escritura, la música es escritura, los deportes son escritura, y así sucesivamente. Más aún: dentro de 'y así sucesivamente') se halla también la palabra hablada . Así, 'escritura' quiere decir, por lo visto, «lenguaje».

Si así es, no hay más que hablar, pero uno se pregunta qué se ha dicho (o «escrito») con eso. También aquí, como en el caso de algunas nociones de Kripke -aunque por razones vastamente diferentes-, uno no sabe si se ha dicho algo profundo o trivial.

Se puede alegar que se ha dicho algo profundo, aunque, paradójicamente, esta profundidad rechaza -y creo que hay razón para hacerlo- todas las profundidades. El lenguaje es como un juego que no tiene nada debajo de él soportándolo y hablando justa y precisamente por medio del lenguaje. Leer, y oír, es «interpretar», pero no se interpreta un texto porque se descubre alguna supuesta verdad absoluta debajo de él, sino justa y precisamente porque no hay verdades absolutas que descubrir. De alguna manera, un texto y sus interpretaciones son lo mismo. De alguna manera, no hay más que interpretaciones. Pensar lo contrario es descuidar las advertencias del último Heidegger -a quien, por lo demás, se acusa de no ser fiel a sus propias advertencias- contra el peligro de quedar cogido en la trampa de una «metafísica de la presencia». Esta puede consistir o en suponer que la realidad se halla fundada en un «Ser» que trasciende la realidad y está a su vez presente en ella, o bien -acaso menos especulativamente- en suponer que toda «presencia» es «anterior» o «previa» -vamos a suponer, una vez más, no genéticamente-, de modo que el lenguaje presupone algo presente sobre lo cual discurre. Pero dado que una expresión lingüística que describe algo presente puede ser entendida por alguien que no está, o no ha estado, presente, la «presencia» no es necesaria: el significado de la expresión es parte de la expresión, no parte del estar, o haber estado presente. Con la «muerte de la presencia» tenemos, como bono, «la muerte del yo».

¿ Es todo eso profundo o trivial? Me temo que sea lo último y parezca lo primero. En todo caso, uno (ese mismo «yo» que, por decreto, ha muerto) empieza a ponerse en guardia al advertírsele que corre el peligro de quedar cogido en una trampa. ¿No es estar cogido en una trampa suponer que no se está cogido en una trampa? ¿Es posible no estar siempre cogido en alguna trampa? Si nos ponemos a discurrir «jugando» -o a jugar «discurriendo»- y no tenemos la pretensión de ganar siempre, y hasta suponemos que vamos a perder siempre, entonces parece que no hay trampa alguna. No aspiramos a ninguna objetividad y, por tanto, no corremos el peligro de perderla. Esto es cierto, pero después de esto ¿qué? ¿Quién nos obliga ni siquiera a jugar? ¿Quién nos prohibe, además, jugar a conseguir la «objetividad»?

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En este libro se pasan muchas cosas por alto. No es un tratado de filosofía del lenguaje, con un inventario razonablemente completo de problemas, tendencias y soluciones. No es tampoco una exploración sistemática de uno o varios problemas interesantes, o fundamentales. Especialmente a partir del capítulo 5 se empiezan a recorrer varios caminos sin seguir ninguno hasta el fin. No son los «caminos del bosque» heideggerianos, porque el bosque por el cual ando no es nunca demasiado espeso. No es, en todo caso, impenetrable.

Richard Rorty ha propuesto una especie de división entre dos modos de hacer filosofía. Uno es el modo constructivo, que aspira a representar el mundo lo más fielmente posible. Este modo ha sido practicado por la mayor parte de los filósofos, y prevalece en el pensamiento moderno -con excepciones mayúsculas, como Kierkegaard y Nietzsche. Es la filosofía como epistemología, como intento de fundamentación y voluntad de sistema. El otro modo de hacer filosofía no es constructivo, sino, en el vocabulario de Rorty, «edificante» -un término que, en el uso que de él hace el mencionado autor, no tiene ni el sentido de 'constructivo' («edificar» en tanto que «hacer un edificio») ni el de «piadoso» o «virtuoso» . Es el modo de filosofar que, siempre según dicho autor, ejemplifican Dewey, el último Wittgenstein y el último Heidegger. En este modo no se aspira a representar ni a fundamentar ni a conseguir la objetividad, sea ésta resultado de la (supuesta) correspondencia entre el lenguaje y la realidad, o la consecuencia de un consenso entre pensadores. Se aspira a poner de manifiesto «inconmensurabilidades» (Kuhn) y a proceder a «deconstrucciones» (Derrida).

Por su forma, el presente libro parece ser menos «constructivo» que «edificante». Esto no quiere decir que su autor sea partidario del segundo de los dos modos citados de hacer filosofía. A juzgar por varias de sus obras, abriga mayores simpatías por el primero. Pero, como el presente libro testimonia, el segundo modo no es excluido, si bien es practicado sólo en la forma de una especie de contrapunto. En este sentido, el intento de estas «indagaciones» se parece un poco al contraste entre dos lenguajes de que habla Xavier Rubert de Ventós cuando confronta dos textos: uno, oficial, y otro, oficioso—Rubert de Ventós, menos aprensivo al respecto, lo llama «confidencial»: «Aquél construía y éste espiaba... Aquél construía y éste se sorprendía. El primero miraba las cosas, forjaba los conceptos y estrujaba las palabras; éste... contemplaba al primero».

Con este libro no he hecho ni lo que Rorty propone ni lo que Rubert de Ventós efectivamente hace. Pero al descuartizar progresivamente las cuestiones pertinentes al lenguaje en la forma de unas «indagaciones» he actuado a menudo como mero espectador. De ahí la creciente abundancia de preguntas y perplejidades -que surgen principalmente cuando nos dedicamos primariamente a explorar el terreno más bien que a construir un edificio. Las preguntas y las perplejidades han sido lo bastante abundantes para llenar las páginas de lo que oficialmente constituye un libro. De no ser así, el libro no habría visto la luz. No creo que lo último hubiese sido deplorable, porque cuando no hay más, no hay más. A despecho de las muchas obras ya publicadas, siempre me rondan por la cabeza las demasiado ignoradas palabras de Bergson: On n'est jamais tenu de faire un livre.