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Prologo a la primera edición

Desde la escuela primaria hasta la Universidad no es infrecuente que los alumnos se pregunten qué tienen que ver con la realidad las enseñanzas impartidas. Se aprenden quién sabe cuántas cosas, pero apenas se sale a la calle se descubre que están ocurriendo muchas otras que no parecen reflejarse en las aulas. Hay (todavía) guerras (piadosamente llamadas «locales»); hay gentes que luchan contra la injusticia, hay otras que huyen de la sociedad consumiendo drogas; hay en vastas regiones del globo hambre o injusticia, o ambas a un tiempo; dondequiera que se esté, no es menester caminar más de un par de kilómetros para reparar en alguna arbitrariedad o registrar alguna vileza. Parece como si el mundo estuviese dividido en dos porciones: en una están la geometría, la teoría del conocimiento, la química orgánica, el Derecho administrativo, la historia del arte; en la otra, los seres humanos con sus placeres, miserias, crueldades, egoísmos y rebeldías.

Muchas veces me he preguntado si no ocurre igual con los libros que uno produce. El autor los va componiendo con más o menos pena, -con mejor o peor fortuna, y mientras tanto van pasando en el mundo muchas cosas que parecen ajenas a ellos. Si uno no estuviera enterado de tales cosas, cabría concluir que se trata de uno de los clásicos ejemplos de la célebre torre de marfil. Pero no sólo está uno enterado, sino que busca enterarse todavía más. Entonces, ¿por qué no licenciar de una vez para siempre la geometría, la teoría del conocimiento, etc., y ponerse a darle vueltas a todas esas cosas que nos ocurren a todos, en mayor o menor medida, en este nuestro tiempo tan interesante y tan revuelto?

Muy sencillo: porque hay muchas maneras de hacer algo por sus semejantes, y una de ellas es la que en este y otros libros me propongo: desmantelar mitos y disipar ilusiones.

Por supuesto que me preocupa la proliferación de armas nucleares, la explosión demográfica, la dilapidación de recursos naturales, el hambre, los asesinatos a mansalva, las torturas y los guetos. Si por mí fuera, nada de eso duraría un segundo más. Sobre estos y otros asuntos tengo opiniones que no son nada originales ni extravagantes: estimo que la paz es preferible a la guerra; la justicia social, a la injusticia; la libertad, a la opresión; la democracia, a la tiranía. Sé que estas preferencias son más fáciles de declarar que de precisar, y que pueden armarse conflictos entre ellas: la aspiración a la paz puede no concordar siempre con la oposición a la tiranía; la libertad puede poner trabas a la justicia social, y viceversa; la democracia puede convertirse en una máscara para promover intereses particulares o, simplemente, para impedir que se haga nada, etc.

Conviene, por ello, practicar dos operaciones que sólo en apariencia son incompatibles. Por un lado, seguir siendo candoroso en el uso de palabras como «libertad», «justicia» y «paz»; a despecho de lo que se ha abusado de ellas, todavía conservan mucha miga. Por otro lado, no echar mano de estas palabras a troche y moche, antes esforzarse por afinar sus significados.

La filosofía puede contribuir a estas buenas obras -puede inclusive ayudar a aclarar, en vez de enturbiar, la práctica-en la medida en que arremeta contra ambigüedades, enredos y marañas. Para ello es importante el prestar atención a las palabras.

Enero de 1971



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