, ">

La llamada “Fiesta Nacional”

¿Qué se puede decir en favor de las corridas de toros a fines del siglo XX? Me limitaré a tres argumentos en favor: que son tradicionales, que son espectaculares, que revelan una relación especial entre el homo hispanicus y el toro.

Ninguno de estos argumentos se mantiene en pie.

En primer lugar, el que algo -una fiesta, una costumbre, una organización social- sea tradicional no basta para justificarlo. A este tenor, cabría abogar por toda clase de estupideces y majaderías fundándose en que están sancionadas por la tradición. En segundo lugar, lo que se llama «tradición» es cosa muy discutible. En cualquier comunidad un poco desarrollada culturalmente no hay sólo una, sino varias «tradiciones». Tercero, se proclama a menudo que algo es tradicional porque arranca de un pasado juzgado remoto (aunque pueda se relativamente reciente). Los conservadores, por ejemplo, defienden lo que llaman la tradición, pero en verdad lo que defienden es un modo de ser, un modo de actuar, un modo de organizarse, etc. que surgieron en algún momento de la historia y que en aquel momento no eran en modo alguno tradicionales, sino nuevos -y hasta «revolucionarios».

¿Son espectaculares las corridas de toros? No lo sé; depende de lo que se estime que es un espectáculo. Algunos juzgarán que lo verdaderamente espectacular son los grandes conciertos de rock; otros que los Festivales de Beyreuth. Un número muy crecido de ciudadanos romanos estaba muy convencido de que lo más espectacular de todo eran las luchas de gladiadores y el despedazamiento de cristianos en el Foro. Tal vez los sacrificios humanos fueron lo más espectacular; en todo caso, debieron de producir un gran impacto sobre las almas sensibles a la par que un goce refinadísimo en los esprits forts. La cuestión no es si algo es espectacular o no; en todo caso, nada se justifica simplemente porque sea, o se estime que es, espectacular.

Lo de la peculiar relación entre el hombre hispánico y el toro es especialmente dudoso. Es muy difícil convencer a nadie que no esté convencido de antemano de que hay y ha habido desde siempre, o desde hace mucho tiempo, una relación semejante. O caso de haberla habido, esto no justifica el que siga habiéndola. Ya sé que la tesis de la relación especial ha sido defendida, y brillantemente, por Ortega («la trágica amistad, tres veces milenaria, entre el hombre español y el toro bravo»), pero esto no obliga a aceptarla. A Ortega le debo, como todos los miembros de mi generación, muchísimo, pero esto no obsta para que tenga que aceptar todas sus opiniones. No todo lo que dice un maestro debe creerse a pie juntillas. Además, me tinca, como dicen en Chile, que si Ortega hubiese vivido hoy -¡y ojalá que hubiera podido ser para que, aun más que centenario, hubiera seguido iluminándonos con sus ideas y su estilo!- es muy posible que hubiese cambiado de opinión. Al fin y al cabo, el propio Ortega fue el más enérgico y hábil defensor que jamás ha habido de la idea de que el hombre (quiero decir, claro, el ser humano) es una sustancia maleable, tanto que no es ni siquiera una sustancia, sino un constante cambiar y llegar a ser.

¿Por qué, pues, siguen defendiéndose en España, y también en algunos casos fuera de España, las corridas de toros? Hay muchas razones: orgullo nacional o pseudonacional, intereses económicos. Lo último sería si no respetable por lo menos explicable. Pero si hubiese que acceder a todo lo que fuese económicamente explicable cabría defender inclusive la guerra de todos contra todos.

Es cierto que desde hace ya varias décadas ha ido surgiendo y prosperando en el país la oposición a las corridas de toros. Esta aversión no es nueva: recuérdese que en «El Sol», de Madrid, uno de los diarios más justamente respetados en su tiempo (y uno que debió tanto, tanto que fue casi todo, a Ortega) se daban noticias de la celebración de las corridas bajo el encabezamiento «La llamada fiesta nacional». En esa época no se hablaba prácticamente de respeto a los animales o como ahora se dice de «derechos de los animales». Admito que la expresión 'derechos' relacionada con animales -o hasta con seres humanos- es muy discutible, porque a mi entender no hay intrínsecamente derechos de nada; los derechos son una convención que se reconoce en virtud de ciertas preferencias por un mundo que se juzga mejor que otro -como lo sería un mundo donde tales derechos fuesen universalmente reconocidos- Pero no es necesario extraviarse en sutilezas. Todo el mundo puede entender lo que se quiere decir con las palabras «derechos de los animales». No se quiere decir que tengan derecho a votar o a disfrutar de un salario decoroso; quiere decir sólo no tratarlos cruelmente, no torturarlos y, a la postre, no obligarles a llevar una vida que no les compete en virtud de la evolución de las especies y de los ecosistemas a los que se han ido adoptando. En rigor, si puede hablarse de tales derechos se resumen a dejar que los animales ocupen sus habitáculos naturales: los leones no están hechos para el circo, ni siquiera para el parque zoológico, sino para ciertas regiones donde puedan circular libremente. Si unos animales despedazan a otros, no hay que juzgar que obran mal. El obrar bien o mal no son propiedades naturales de tales o cuales seres vivientes, sino resultado de un sistema de preferencias que, por lo que sabemos, sólo los seres humanos pueden desplegar.

Hay tantos y tantos argumentos contra las corridas de toros que uno se pregunta cómo los argumentos contrarios pueden todavía hacer mella. Ya sé que ésta (como muchas otras cuestiones) no es razonable, ni siquiera racional, sino como se dice a veces emotiva o visceral, de modo que no me sorprende que las corridas tengan aún tantos defensores ni me parece que ser un defensor de ellas empañe las posibles virtudes y habilidades del defensor. Tengo varios buenos amigos -y algunos que, como habría dicho Ortega, lo son en superlativo- que son partidarios de las corridas de toros, pero ello no disminuye un ápice mi amistad ni espero que mis opiniones al respecto disminuyan una pizca la suya. Acaso lo que ocurre es que estos amigos no son tan «viscerales» como en ocasiones pretenden. Son, en todo caso, personas con quienes se puede hablar y con quienes es placentero hablar acerca de todo -incluyendo las corridas de toros- justa y precisamente porque admiten la posibilidad de que haya diferencia de opinión. Pero todavía me suena a extraño que las corridas de toros sigan ejerciendo tanto atractivo sobre muchos españoles.

El asunto de que hablo en este artículo es importante porque ha dejado de ser meramente teórico. Se habla de que con motivo del ingreso plenario de España en la Comunidad Europea convendría que se suprimieran las corridas de toros. Como nada se obtiene por entero y a rajatabla se discute la posibilidad de que se hagan cada vez más «portuguesas», es decir, que el toro no sea matado sino simplemente «humillado». No me extrañaría que si el toro tuviera conciencia de lo que se discute sobre él, «prefiriese» -al fin y al cabo se supone que es bravo- ser matado a ser humillado. ¡Quién sabe lo que un toro tiene en el magín! Pero con esto no haría más que ponerse a la altura de algunos seres humanos. No hablo de los que prefieren la muerte a la deshonra, o a la destrucción de alguna causa que estimen noble, sino de los que no quieren ser humillados por alguna causa que estimen noble, sino de los que no quieren ser humillados por puro machismo. Pero ya que he defendido al toro contra las embestidas que sufre en las corridas, se me permitirá agregar que si el toro tuviese semejantes «preferencias» sería tan censurable como el ser humano. Acaso la «relación especial» entre el hombre y el toro consista, a la postre, en que uno y otro no son, después de todo, tan distintos...

Suprimir las corridas de toros, o, para empezar, «correr» a los toros sin matarlos, no quiere decir dar la puntilla a muchas cosas asociadas con las corridas. «Pisa morena, pisa con garbo ... » tiene tanto garbo como la morena a cuyos lindos pies se tiende un capote o, si se quiere, una chaqueta de cuero (sintético)...

Se alegará que esto es sacar las cosas de quicio, ponerlas fuera de contexto, descartar la sustancia en nombre de los accidentes. Pero en operaciones como la última consiste en gran parte la civilización.