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No más peras, por favorHubo unos momentos, después de la llamada Segunda Guerra Mundial, en que los Estados Unidos parecieron poder imponer su voluntad sobre el mundo, instituyendo un género de paz que algunos llamaron inclusive Pax Americana. El poderío de estos Estados a la sazón era a la vez militar y económico. Para emplear una imagen que he usado en otra ocasión, el mundo parecía adoptar la forma de una pera, con los Estados Unidos ocupando la cúspide. Una superpotencia que parcecía ser la superpotencia. Cuando me disponía a partir, muy a fines de 1947, hacia aquel país, el poeta Pere Quart escribió un «Apóstrofe a Leviatán» que reflejaba la impresión de los tiempos. Entre otros verbos figuraban éstos: ¿Qué en faràs del corrent de ton auri torrent Casi cuarenta y tres años después, con la deuda exterior mayor del mundo y un déficit imponente -sobre todo con el Japón, al que había derrotado militarmente en 1945-, no parece tratarse del mismo país. Y en muchos sentidos, no es el mismo, Porque, a despecho de no ocupar ya el puesto que el poeta (y con él muchos otros) le asignaba en 1947, es más interesante que en 1947. Más problemático, menos confiado en sí mismo, Pero, y acaso justamente por ello, más interesante. De todos modos, no pasó mucho tiempo antes de que en la cresta de la pera se deslizara, un poco a codazos, la Unión Soviética. No como superpotencia económica, o por lo menos como una que pudiese ejercer económicamente gran presión sobre el resto del mundo, sino más bien como apisonadora ideológíca, como una gran potencia militar, y, lo que parecía más ominoso, nuclear. No una, pues, sino dos superpotencias, con las bien conocidas consecuencias habitualmente resumidas con la frase «la guerra fría» . Una pera con dos cúspides, dos pináculos, dos protuberancias. ¿Mejoraba esto las cosas? Hay quienes han respondido afirmativamente a base del argumento que sigue: una sola superpotencia en el mundo puede llegar a ejercer tal influencia -política, militar, económica y, hasta cierto punto, cultural- que a muchos efectos funcione como una dictadura mundial. En el caso mencionado de la primera potencia originaria, se trataba de una posible dictadura ejercida por una democracia, lo que podía hacer las cosas menos penosas para todos y podía permitir libertades que una dictadura ejercida por una dictadura a secas aboliría. Pero era, o podía ser, después de todo una dictadura, que podría evitarse cuando otro país igualmente poderoso, por lo menos en ciertos aspectos, le disputara la preeminencia. En este sentido, la Unión Soviética podía ejercer un contrapeso. Este argumento fallaba en puntos capitales. Para empezar, el equilibrio de referencia conllevaba tensiones insoportables. Nadie estaba seguro de que esta tensión no acabara en una conflagración que haría arder el mundo entero. Nadie, salvo quienes podían ganar dinero o poder, o eran arrastrados por algún fanatismo ideológico, podía ver tal situación con gran simpatía. De modo que no se ganaba mucho, y podía perderse demasiado, con dos superpotencias en vez de una. Los cambios experimentados por el mundo en la última década, y en particular en los dos últimos años, han llevado a solucionar aquellos problemas, pero, como es inevitable, ha creado otros. Ya desde el momento, hace varios lustros, en que, por un lado, Europa, y, por el otro, el Japón, subieron económicamente como la espuma, la idea del par de superpotencias comenzó a pasar a la historia. Desde los cambios experimentados en los países del Este de Europa y los que han tenido lugar -y van continuar sin saberse aún en qué dirección, o direcciones- en la Unión Soviética, todo eso es no ya historia, sino más bien, prehistoria. La situación actual es muy otra. ¿Cuál es, en relación con la imagen de la pera? Por el momento se tiene la impresión de que la cumbre de la pera está muy ocupada. Por lo pronto, por grupos o -palabra que me parece ominosa- por bloques. De momento, se habla de tres. Uno: el bloque europeo, que puede aún extenderse y que no se sabe si oportunamente incluirá o no a la Unión Soviética o parte de ella, y donde, por el momento, una Alemania unificada está bien instalada en la cima. Dos: el grupo formado por el Japón y lo que los japoneses llamaron, en sus malos tiempos de «voluntad de imperio» (y por cierto siguen llamando a veces) «la esfera de coprosperidad asiática». Tres: el grupo formado por los Estados Unidos como centro y que va en camino de abarcar el Canadá y México, así como varios países sudamericanos. Sería un error suponer que el resto del mundo constituye una masa anónima e inerme, que antes se calificaba de Tercer Mundo. ¿Qué Tercer Mundo es ese que incluye nada menos que la China y la India y una vasta e inquieta, a la par que inquietante, zona islámica? De modo que cuando se habla de grupos o de bloques hay que estar alerta y hacer un buen inventario. Pero, a la postre, los tres grupos citados son ahora los más visibles. En principio, los cambios a que aludo son por lo general saludables. ¿Quién, que no sea un fanático, o un loco (que a menudo es lo mismo), se va a oponer a que se extiendan y multipliquen los regímenes democráticos, a que haya más derechos humanos y más libertades individuales, a que la prosperidad económica vaya en aumento para todos, a que cesen todas las guerras frías, a que se ponga solución a todas la que aún arden, a que se vaya desvaneciendo el peligro nuclear, a que, con mayor o menor empeño, todos los países del mundo comprendan que hay que hacer algo, y algo urgente, para contener el creciente deterioro del medio ambiente? Con todo lo que hay que hacer en estos sentidos, no hay peligro de que los gobernantes se aburran. El problema es si, dado el modo como parece que se está organizando el mundo, no se corren algunos riesgos mayúsculos. Hay uno, en todo caso, ante el cual convendría ponerse en guardia: es el de que, una vez más, se adopte como símil del mundo la pera. Esto ocurriría si los citados bloques político-económicos, en particular los tres de referencia, se solidificaran a tenor de los intereses particulares y exclusivistas de cada uno. Es perfectamente natural que se produzcan conflictos de intereses, porque cada persona, individual o colectiva, tiene sus intereses propios, y es inevitable que los cuide. En la reciente Conferencia Económica en la Cumbre, en Houston, de las que se han llamado a sí mismas «siete principales democracias industriales», surgieron, dentro de acuerdos generales de principio, discrepancias en puntos decisivos -ayuda o tipo de ayuda a la Unión Soviética (léase: a la política de liberalización política y económica de este país), protección a los productores agrícolas, tipo de dirección a imprimir a la protección del medio ambiente, especialmente en lo que toca a un posible «efecto de invernadero» . Pero lo importante es que a la postre las posiciones adoptadas no fuesen exasperadas, sino lo contrario: que se allanasen las diferencias o que, como sucedió, se abriera el camino para allanarlas. Lo mismo, y a mayor abundamiento, es de esperar que suceda aún si se forman bloques del tipo antes mencionado. Lo peor que podría ocurrir es que en algún momento salieran de trasmano amenazas de guerras frías, aun si sólo fuesen económicas, o que no sólo cada uno de los bloques se distanciara de los demás, sino también de que todos ellos en conjunto se distanciaran de los países que no formaran bloques, de modo que lo que viene llamándose «globalización» terminara en una multiplicación de pequeños globos. Lo mejor sería, en suma, que el mundo no se dejara llevar por una política de bloques, con la excusa de que las relaciones entre países consisten fundamentalmente en buscar equilibrios. No hay equilibrios sin pesos, y cuando de pesos se tratara acaban por imponerse los pesados, y ya conocemos las consecuencias. No más peras, por favor. back to Mariposas y supercuerdas | The Journalist
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