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No todas las mujeres son rubias

Se han citado a veces el caso del inglés que apenas puso pie en Francia tras cruzar el Canal de la Mancha y vio a una mujer rubia, concluyó que en aquel país todas las mujeres son rubias. Me han dicho, además, que cada vez que el inglés se topaba con otra mujer rubia se confirmaba en su convicción de que en Francia eran rubias todas las mujeres. Y sé de buena tinta que se topó muchas veces con mujeres morenas, pero que cada vez que esto le ocurría se decía a sí mismo que eran excepciones y que éstas confirmaban la regla.

El caso de nuestro inglés con respecto a las mujeres rubias no es excepcional y, por supuesto, no se limita a las mujeres rubias. Todos nos inclinamos a creer que muchas cosas y, desde luego, muchas personas, inclusive (y acaso sobre todo) clases enteras de la población y países enteros son como se nos ha dicho muchas veces que eran y como todo el mundo dice que son. De acuerdo con esto, tendemos a fijamos en ejemplos que comprueban tales asertos y a no hacer mucho caso de los que no los confirman. Oportunamente (acaso) descubrimos que no es siempre así, pero lo mismo que el inglés de marras juzgamos entonces que son sólo excepciones. En virtud de esta propensión a generalizar y sobre todo a estereotipar, usualmente reforzada por libros, revistas, diarios, estaciones de radio y canales de televisión, nos formamos imágenes que nos es difícil desterrar: si no todos, casi todos los anglosajones son sobrios, poco amigos de gestos y palabras inútiles; los alemanes (y ahora los japoneses) trabajan incansablemente; los franceses recitan de corrido a Racine y cometen (o perdonan la comisión de) crímenes pasionales; los americanos (del Norte) sólo piensan en ganar dinero; los italianos son teatrales y ruidosos y no pueden decir nada sin grandes aspavientos y movimientos de brazos y manos; los norteafricanos son sucios, etc.

Luego descubrimos que hay alemanes perezosos, franceses que si alguna vez habían oído hablar de Racine, ya no se acuerdan, y en todo caso Racine les importa un comino, italianos que hablan lentamente y con gran prosopopeya, sin mover un solo dedo, norteafricanos que se bañan dos veces al día, etc. Descubrimos inclusive que no sólo hay tales, sino que son muchos, y hasta en gran cantidad. Descubrimos asimismo que no pocos miembros de comunidades que se ha estereotipado como modelos de sobriedad y hasta elegante indiferencia son unos fanáticos capaces de romperle la crisma al vecino, sobre todo si disiente de sus opiniones, aunque sólo sea respecto a los méritos o a los defectos de un equipo de balompié.

Ello ocurre no sólo en el comportamiento de las gentes respecto a costumbres o afiliaciones políticas o religiosas, sino asimismo en la vida intelectual. Como ejemplo de productores de galimatías se solía citar antaño a escritores, y especialmente pensadores, de países a los que se atribuía un dominio excesivo de las pasiones sobre la razón o las conveniencias prácticas (véase Salvador de Madariaga sobre ingleses, franceses y españoles), y por cierto que sigue habiéndolos en abundancia, pero no parece que ni más ni menos que en otras partes donde se supone que la clara razón y la actitud pragmática predominan sobre los arrebatos del corazón. De hecho, muchos escritores y pensadores de aquellos países supuestamente tan apasionados razonan muy cartesianamente en tanto que no pocos de los que, según el estereotipo, deberían de ser parangones de claridad y rigor nos sumen en atmósferas tenebrosas donde todos los gatos son pardos o, como decía Hegel, todas las vacas son negras.

En vista de esto, podemos inclusive alegar que en todas partes cuecen habas -lo que es la pura verdad-, y que, por consiguiente, hay que evitar a toda costa las generalizaciones precipitadas -lo que es asimismo cierto- Con estas cautelas evitaremos en la medida de lo posible los estereotipos, que son maneras muy cómodas de simplificar el mundo y, de paso, de despreciar a los que no tienen el mismo color de piel, no hablan la misma lengua o no confeccionan los mismos guisos.

Nada de esto significa desconocer que pueden existir casos típicos y que éstos son por lo común harto interesantes. Ello ocurre cuando ciertas características se acentúan al punto de parecer absorber a todas las demás -inclusive al punto de convertirse en caricaturas de sí mismas-. No importa entonces el número de individuos en una comunidad que exhiban estas características. Es posible que no todos los sevillanos canten fandangos y hasta que a algunos (una sevillana adoptiva, Rocío Nell, me asegura que muy pocos, pero esto de momento no hace al caso) les resulte cargante escucharlos y que decidan cerrar puertas y ventanas (si el tiempo lo permite) para poner discos de Juan Sebastián Bach, Julio Iglesias o Madonna. Pero, pocos o muchos, es probabilísimo que se oigan en Sevilla gente que canta fandangos con un gusto y un salero que sería de todo punto sorprendente encontrar, por ejemplo, en Helsinki o en Osaka. Vamos a suponer que los sevillanos que cantan fandangos no sean muchos. Aun así, el impacto (como se dice hoy) causado por esa supuesta minoría -o, en las célebres palabras de Juan Ramón Jiménez, escritas con muy distinto propósito, por una «inmensa minoría»- sería tan fuerte que podría oscurecer o hacer olvidar que hay en la misma ciudad numerosas gentes consagradas a muy distintas actividades. No hay absolutamente ninguna razón por la que un sevillano -incluyendo uno que cante fandangos- no pueda llegar a ser un químico eminentísimo. Pero lo que aquí importa es que haya en una comunidad gente que lleve a cabo algo juzgado tan típico de ella que se lo llegue a identificar con la comunidad entera.

Lo que he dicho a propósito de actividades, o de rasgos culturales, puede decirse asimismo en relación con rasgos no culturales o no exclusivamente tales. Los casos típicos no son todos los casos. No todas las mujeres en Francia son rubias, y hasta es probable que una buena mayoría desplieguen muy variados grados de morenez. El error del inglés consistía en no haber advertido que la mujer rubia con la que se topó al desembarcar no era típica de todo el país, aunque pudiera serlo de Normandía. En verdad, podía no haber sido ni siquiera típica de Normandía, donde acaso haya otros rasgos típicos en los que el inglés no había reparado. En cambio, no sólo hay muchas mujeres rubias en Suecia, sino que, además, es muy posible, ahora por ahora, que el ser allá rubia constituya un rasgo típico.

Creo que de este asunto hay todavía mucho mas que hablar y espero que se siga hablando de él. No para perpetuar malentendidos o seguir escudándose en estereotipos con el fin de creer que «ellos» son inferiores a «nosotros» o, lo que viene a ser lo mismo, para concluir que «nosotros» somos superiores a «ellos». En todo caso, sería conveniente distinguir más pulcramente de lo que se hace por lo común entre características generalizadas y rasgos típicos. Sería deseable, sobre todo, que sin que se llegara al extremo de negar estos rasgos, no se concluyera que son propios de todos y de cada uno de los miembros de la comunidad considerada y que lo van a ser hasta el final de los tiempos. Y ello tanto si los rasgos de referencia son objeto de aprecio como (lo que demasiado a menudo sucede) de menosprecio.

En el último caso se disparan toda clase de prejuicios -raciales, nacionales, culturales, etc.- y arraigan tan hondo que hasta pueden influir sobre quienes estén muy poco inclinados a acogerlos. Si todo terminara en alusiones más o menos malévolas acerca de lo rubias que son unas y lo morenas que son otras o acerca de lo mucho que unos trabajan (ocupando todos los puestos disponibles) y de lo perezosos que otros (viviendo a costa de los demás) son, no habría por qué preocuparse demasiado. Pero es sabido que esas cosas casi nunca terminan tan pacíficamente, y esto sí que es, o puede ser, grave.