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Ventana al mundo

Me lo contó el protagonista. Viniendo de Ultramar, tras haber hecho fortuna, decidió recorrer su tierra natal para respirar, como me dijo (debía de haberlo leído en Ricardo León, o acaso en Enrique Larreta), «los aires de la raza». En aquella sazón su país no había iniciado aún el ascenso económico que lo llevó a parecerse a muchos otros, de modo que lo fue recorriendo, a bordo de su opulento (y algo provocativo) Mercedes-Benz, un poco a modo del indiano que se convierte en turista en su propia tierra. Atravesó pueblos inmersos en paisajes austeros y bellísimos; visitó iglesias, castillos y caseríos; se detuvo ante fuentes de muchos caños. A la salida de uno de tantos villorrios, cuando la carretera iniciaba una recta polvorienta, hizo llenar el depósito de gasolina en un viejo surtidor, junto a un garaje, y taller de reparaciones, que desplegaba el nostálgico nombre de «La Hispano Suiza». El garajista comprobó el nivel del aceite y el agua del radiador. Examinó los cilindros, con aire de admiración así como, a deducir de sus comentarios, con ojo experto (la ingeniosidad mecánica parece ir codo a codo con el retraso tecnológico, lo que sorprende a algunos y confirma las tesis sobre «la cultura del bricolage» de otros). Dio, para terminar, una palmadita amistosa sobre el capote del vehículo y le deseó al orgulloso propietario buen viaje.

«¿ No se aburre usted en este lugar tan apartado de ... ?» e iba a agregar algo así como «la civilización», pero se contuvo pensando que el garajista podía considerarlo (lo que, en verdad, habría sido) ofensivo. El imperturbable provinciano pescó de inmediato la intención del viajero y respondió prestamente: « Sí, aquí parece que estamos muy lejos de todo, pero no vaya usted a creer que vivimos en la Luna. En todo caso, yo no. Soy dueño de este garaje y taller, y aunque la carretera no está muy concurrida, siempre pasa alguien que me cuenta cosas. Y si no las cuenta, observo y aprendo mucho. Basta con estar atento, ¿sabe? Este garaje es como una ventana. Me asomo a ella y así veo el mundo. No, no me aburro absolutamente nada. Cada uno tiene su ventana, ¿no es cierto? ¿Cuál es la suya? ».

Mi informante no supo qué responder, por lo que, cuando me relató el minúsculo suceso, le prometí que algún día iba a contestar por él. Lo hago ahora, cuando las palabras del garajista parecen haber adquirido un giro casi profético.

Sin darse plena cuenta de ello, ese garajista había expresado una de las condiciones humanas más extendidas en el mundo moderno. Cada ser humano en tal mundo tiene sus problemas, que son enteramente suyos y son de ordinario muy personales y muy locales. En principio, parece que tales problemas deberían bastarle, y hasta sobrarle. ¿Para qué interesarse, y no digamos preocuparse, por los problemas de los innumerables «otros»; por lo que ocurre mucho más allá de cada particular recinto, en un mundo muy ancho y con todos los visos de ser muy ajeno?

Hay una razón perfectamente válida, y altamente pragmática: porque el creciente proceso de «unificación» del planeta (no sólo en las tecnologías, y en los procesos de producción y distribución de bienes, sino también en las costumbres) hace que las más diversas sociedades estén mucho más relacionadas entre sí de lo que jamás estuvieron. Por tanto, lo que pasa a muchos miles de kilómetros de distancia —por ejemplo, las existencias de petróleo y las decisiones adoptadas por los cárteles petroleros— puede afectar la vida, y las condiciones de vida, de un «remoto» garajista. Pero esta no es la única razón del interés que un habitante de un aparente «rincón» cualquiera del planeta pueda sentir por lo que sucede en el resto de éste. Hay otra, y es la siguiente.

En muchos períodos de la historia la gran mayoría de seres humanos han vivido, no solo geográfica, sino también mentalmente, confinados a una determinada y precisa porción de su universo —confinados a «su» sociedad, «su» religión, «sus» costumbres, «su» lenguaje—; sólo relativamente pocos seres humanos, por su posición social o por sus convicciones filosóficas, pudieron, o siquiera desearon salir, por así decirlo, de sus casillas. Por muchas y muy complejas, causas y motivos, esta situación ha cambiado: lo que era privilegio (o, según se mire, maldición) de algunos, se ha convertido en patrimonio de muchos y, en última instancia, de todos. Hay, por supuesto, enormes diferencias de toda clase entre las diversas sociedades y naciones que componen hoy el globo. Pero estas diferencias empiezan a resultar interesantes. Son diferencias comunicables —motivo de curiosidad y, por tanto, de noticia—. Más que separar las sociedades entre sí, las hace acercarse mutuamente. Salvo en situaciones extremas y realmente catastróficas, los seres humanos en cualquier parte del mundo se interesan, a veces inclusive apasionadamente, por lo que sucede en muchas otras partes.

A tal efecto, abren su ventana. Ésta fue durante muchos años (y sigue siendo en gran parte) la prensa diaria y la radio; crecientemente lo es la televisión. Un periodista informó hace poco que en, un remoto lugar de la Mongolia interior, en los confines norteños de la inmensa China, se encuentran pastores que en cuanto venden su producción anual de lana se apresuran a comprar un aparato de televisión, que a veces funciona gracias a un generador propulsado por los incesantes vientos de las inmensas llanuras. Por la noche, con el ganado y los caballos en sus cuadras, se sientan, rodeados de familiares, «para ver lo que pasa fuera, en el mundo». Pero aun cuando faltan estas ventanas al mundo, se puede echar mano de otros recursos. Para nuestro garajista, en aquella época pre-televisiva, era un surtidor de gasolina y un taller de reparaciones. Para otros seres humanos es, inclusive literal y físicamente, una ventana. Lo importante es poder asomarse y, con ello, salir por unos momentos, siquiera mentalmente, del propio recinto.

Es posible que algunos seres humanos no necesiten ventana al mundo, que les baste lo que, como decían los estoicos, se halle «a mano». No estoy muy seguro que ello sea una virtud. Puede muy bien ocurrir que lo único que esté «a mano» sea uno mismo. Una ventana al mundo puede ser una oportunidad para evitar el destino de algunos organismos: la autofagia.