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Entrevista con evaCuando Eva salió, bastante antes que Adán, del Paraíso Terrenal, en cuya puerta los querubines de guardia estaban blandiendo esas espadas tan parecidas a las de las guerras de las galaxias, «todos» estaban ya reunidos para entrevistarla. «Todos», es decir, los que habían sido destacados para informar de primera mano sobre la Expulsión del Paraíso. La entrevista con Eva es un hecho histórico -quizá el más importante de toda la historia humana-. Hasta parece extraño que hubiese caído completamente en el olvido durante tanto tiempo. Se comprende que no se supiera absolutamente nada del asunto durante los siglos XIX y XX, cuando los historiadores de la Escuela Positivista se negaron incluso a aceptar que hubiese existido realmente una pareja llamada Adán y Eva. ¡Cuánto menos aún que uno de sus miembros hubiese sido entrevistado! Habría sido natural que, tras la tan cacareada «superación del positivismo», se hubiesen restablecido los hechos. Pero durante un tiempo no ocurrió así, y ha habido que esperar a que se pusiera otra vez de moda elaborar «grandes teorías» en las ciencias históricas y sociales. Cegados por la creencia de que la especie humana tuvo su eclosión en las sabanas del África occidental -tesis completamente descabellada-, los historiadores pospositivistas siguieron aún apegados a la idea de que la Biblia es, si se quiere, un reflejo más o menos fiel de un período crucial en la historia de varias civilizaciones del Próximo Oriente, pero que no hay que tomarse las cosas demasiado al pie de la letra. Una vez exprimido su contenido histórico, lo que de ella queda, se afirmó, es sólo una colección, no siempre muy bien organizada, y a veces inclusive bastante aburrida (véase Génesis, 5:1-24; 10: 1-27 y gran parte del Deuteronomio) de relatos. Conviene no traspasar los límites de la sana razón histórica. De hecho, para restablecer la verdad ha habido que esperar a los brillantes descubrimientos de la profesora y doctora Vera Kotchina. La doctora Kotchina tuvo que sufrir durante largo tiempo las consecuencias de su gran talento arqueológico y generológico. Como muchos que se anticiparon demasiado a su tiempo, fue objeto de burla por parte de la gran mayoría de sus colegas y hasta fue vergonzosamente abucheada en varios Congresos Mundiales de Arqueología y de Proto-Linguística. Se la acusaba, entre otras cosas, de «cripto-judaísmo» (según unos) y de «cripto-cristianismo» (según otros), y todo por insistir en la autenticidad de las inscripciones sobre granito que descubrió en el curso de sus excavaciones en las profundidades de una cueva al norte del desierto de Neguev. Estas inscripciones están escritas en una lengua antiquísima cuya sintaxis y parte de su vocabulario la doctora Vera, haciendo alarde de una capacidad hermenéutica casi sobrenatural, logró descifrar y reconstruir. El contenido de estas inscripciones no sólo confirmó muchos de los detalles del texto bíblico, sino que le añadió datos valiosísimos. El más valioso es, sin duda, la entrevista con Eva. Sólo en época muy reciente ha experimentado la doctora Kotchina la gran satisfacción de ser totalmente reivindicada. Ningún arqueólogo o historiador que se estime abriga ya la menor duda de que Adán y Eva existieron realmente, de que contra la expresa prohibición del Fundador y Propietario del Paraíso Terrenal, situado en el jardín del Edén, probaron del fruto del llamado «Árbol de la Ciencia» (del Bien y del Mal) y de que, como castigo, fueron expulsados del Paraíso, imponiéndoseles penas a la sazón juzgadas severísimas: ganarse el pan con el sudor de su frente para Adán y parir con dolor para Eva. A esta importantísima contribución arqueológica de la doctora Vera Kotchina se suma el haber puesto al descubierto la razón principial de la desconfianza de muchos autores modernos hacia la Biblia como documento histórico. Es porque se tenía la impresión de que faltaba en el texto algo muy esencial: la descripción de las reacciones de la pareja, y especialmente de Eva, a la imputación de que había cometido una falta gravísima y al castigo que subsecuentemente se les impuso. El relato tradicional, tal como se transmitió durante siglos, parecía centrarse demasiado sobre la psicología del que regentaba el lugar donde se había asentado a la pareja. Se sospechaba que el autor, o el inspirador, de todos esos Libros se había esforzado por ocultar ciertos hechos, pero no se sabía que se había saltado a la torera nada menos que un acontecimiento tan magno como la entrevista aludida. De semejante ocultación se infirió falazmente que el resto era totalmente dudoso. Hubiera tenido que ser lo contrario: si el autor de los Libros ocultaba algo, razón de más para que lo dicho fuera verdadero, pero ésas son las paradojas de la historiografía. En esta época posKotchina no tendría ya ni pies ni cabeza condenar por entero el texto bíblico. Lo que más bien hay que hacer es restablecerlo en toda su pureza. Ante todo, hay que reintroducir en él la entrevista con Eva. Luego, habrá que excavar más en busca de una posible entrevista con Adán. Por cierto que la doctora Kotchina juzga muy improbable que la hubiera, y hasta ha lanzado la atrevidísima conjetura de que Adán tardó más tiempo del que dijo Eva en salir del jardín del Edén, donde se había ocultado; según la doctora, es probable que se hubiese ocultado por algún tiempo en el Paraíso y que se le hubiese visto luego en la puerta, tambaleándose, como ebrio, e insultando a los querubines que seguían montando guardia. Hipótesis dudosa donde las haya. No menos dudosa es la suposición de la doctora Kotchina de que hubo un penoso encuentro de Adán con Eva cuando ésta se hallaba ya embarazada de su primer retoño, pero como esto supondría la existencia de Otro Hombre, sea en el jardín o fuera de él, y obligaría a rectificar a fondo el texto bíblico que tanto le costó a la propia doctora hacer admitir, esta opinión, lo mismo que las precedentes hipótesis, han topado con mucha resistencia por parte de los más reputados especialistas y sólo han sido aceptadas por un grupo minoritario de Pluralistas. Es una lástima que las manifestaciones exactas de Eva en el curso de la entrevista no hayan llegado a oídos de más gente. Esto se debe en buena parte a que hasta ahora han aparecido únicamente en varias revistas muy especializadas, con tantos comentarios eruditos y tantas notas al pie que los simples lectores, que son la inmensa mayoría, apenas pueden entender nada de lo que se trata. Con el ánimo de allanar este obstáculo y dar a conocer a un publico mucho más amplio los resultados de los descubrimientos de la doctora Vera Kotchina, se reproduce a continuación la entrevista con Eva. Para facilitar la lectura se le ha dado un tono más acorde con las presentes circunstancias y se le han añadido algunas inferencias -de todos modos sólidamente apoyadas en las inscripciones- relativas al lugar donde tuvo lugar la entrevista, a la naturaleza y carácter de los entrevistadores, a cómo reaccionó Eva ante algunas de las preguntas, etc., etc. Se ha procurado, en suma, introducir algo de «atmósfera». El lugar era un espacio abrigado no lejos de la puerta del jardín. Ésta había sido apresuradamente amañada con ramas de árboles caídos en el curso de una tormenta reciente. No había ningún «muro» que separara el jardín del resto del mundo, porque en aquella época no era costumbre valerse de construcciones artificiosas para dividir terrenos -una ristra de espinosos arbustos bastaba-. Todo se hacía -como se decía en una de las notas al pie de la edición crítica de «La entrevista, in puris naturalibus. Los querubines encargados de vigilar que se cumpliera la orden de expulsión pululaban alrededor de la puerta, pero todos tenían buen cuidado de no poner pie fuera del recinto. Algunos, los de las espadas flamígeras de mayor tamaño, estaban apostados a ambos lados de la salida o sentados en las ramas que formaban una especie de arco. Circulaban rumores de que un buen grupo de querubines, todavía muy en el interior del jardín, hostigaban a Adán para que por fin la abandonara, pero que el Hombre estaba remoloneando con la excusa de que no quería olvidar ninguno de los implementos -ramitas en forma de peine, piedrecitas pulidas que habían servido a Eva para hacerse la toilette. Puras excusas. Por lo que podía observarse desde la puerta, un corro de ángeles a las órdenes de varios arcángeles estaba levantando enormes piedras y sacudiendo matorrales y zarzas para averiguar si alguien se había escondido; un obvio trop de zéle, porque los únicos que hubieran podido interesarse en eso eran Adán y Eva, que se sabía muy bien dónde estaban. Pero en estos asuntos siempre hay un por si acaso. Al salir Eva del Paraíso, todos quedaron asombrados, porque las noticias que habían circulado acerca de la Expulsión aseguraban que la que muchos llamaban «la Primera Mujer» había cubierto -más bien intentado cubrir- su cuerpo desnudo con una simple hoja de parra. Todos miraron como si estuvieran viendo visiones: no una hoja de parra, y no sólo en el sitio apropiado, sino una cantidad sorprendente de hojas de toda clase de árboles, que le ceñían la cintura y le destacaban el busto. Algunas hojas le cubrían la espalda y otras formaban, por encima de la cabellera, una especie de sombrerito. Podría pensarse que era para protegerse de los rayos del sol, pero como el día estaba bastante nublado, todo aquel artificio no parecía tener gran objeto. Así cubierta -más tarde se diría «ataviada»-, Eva pasó, como desdeñosamente, por entre la docena más o menos de Seres Vivientes que con impaciencia la aguardaban para entrevistarla. Hubiera seguido así, contoneándose, hasta quién sabe dónde, pero una gacela, que formaba ostensiblemente parte del cotarro, la paró en seco con un fuerte empujón de anca. Hoy día ya no es necesario aclarar (aunque aún queda alguna gente atrasada de noticias) que los entrevistadores, todos ellos animales listísimos, eran capaces de entender perfectamente a Eva, y que ésta podía entender a las mil maravillas los lenguajes de aquéllos. Ha costado un poco (pero al fin se ha logrado) convencer a los modernos más escépticos de una verdad hoy reconocida por los humanistas más recalcitrantes y que los antiguos y, sobre todo, los medievales, y no digamos la gran mayoría de los orientales, supieron siempre: que con un poco de buena voluntad, todos, los animales humanos, y los no humanos pueden entenderse sin grandes dificultades. No es, pues, que haya habido una época en que «los animales hablaban». Han hablado siempre, sólo que durante muchos siglos nos hemos empeñado en desconocer este fundamental hecho neuro-biológico. Eva no tuvo más remedio que pararse a su vez, un poco disgustada por el encontronazo pero al mismo tiempo -se le reflejaba en el rostro- bastante complacida por el interés que se mostraba por su persona. Casi inmediatamente comprendió lo que querían y se detuvo, sonriente, formándose lo que mucho más tarde se llamaría «una rueda de prensa». Por un instante miró con cierta inquietud hacia la puerta por si Adán aparecía. No es que no quisiera verlo, pero sabiendo cómo se las gastaba y habiendo comprobado en varias ocasiones su irreprimible tendencia a situarse en el centro de los acontecimientos -lo que oportunamente se llamaría «antropocentrismo»-, temía que procediera a desplazarla, como tantas veces había ocurrido, y que una vez más no podría hacer sentir su voz. Por fortuna, no se divisaba en todo el horizonte visible ni el más leve indicio adánico. ¡Estaba salvada! Por supuesto, reconocía en su fuero interno (muy interno) que lo justo habría sido dividir la entrevista mitad y mitad: tantos minutos para ti, tantos para mí. Pero hay momentos en que lo justo consiste en restablecer injusticias cometidas en el pasado. Este era uno de esos momentos. Ahí estaban todos los entrevistadores, con la gacela del topetazo muy a la vista y dispuestos a formular su primera pregunta. -¿Qué quieres, monina? A su manera, que era meneando mucho la cola y haciendo brillar más aún que de ordinario sus enormes ojos, la gacela le disparó a Eva una andanada de preguntas. Que si le parecía justo el castigo, que si creía de buena fe todo lo que le habían contado acerca del Paraíso, que por qué los habían instalado allí, a ella y a Adán, y cómo había sucedido, y qué clase de órdenes e instrucciones les habían dado, y que cómo era ese Propietario del que hablaba todo el mundo aunque muchos no habían tenido oportunidad de verlo ni oírlo, y qué vida hacían en el jardín y si realmente les gustaba, etc., etc., etc. ¡Demasiadas preguntas! Por una centésima de segundo, Eva lamentó que no estuviese allí Adán. Su compañero de jardín estaba tan seguro de sí mismo que casi no daba tiempo para terminar una pregunta. La respondía de inmediato sin inmutarse y, lo que es curioso, creyendo a pies juntillas en la verdad de todo lo que se le iba ocurriendo. Eva no había oído hablar de un personaje -¿cómo habría podido si todo estaba aún en el futuro?que se dirigía a sus interlocutores con una rotunda frase a un tiempo exclamativa e interrogativa: «¡Tengo una respuesta! ¡Tengo una respuesta! ¿Quién tiene una pregunta?», pero de haberlo sabido habría jurado que el personaje era Adán. ¡Extraña psicología la de ese Viviente! En vez de la serie contundente de respuestas que habría dado Adán, Eva empezó por escudarse modestamente en la ignorancia. Además, le dio a la gacela una lección de prudencia. -Amiga mía: una cosa después de la otra. Un caracol movió sus antenas como en gestos de aprobación y con su lenguaje insinuante le sugirió a Eva que no era necesario responder inmediatamente a todas las preguntas. Mejor sería, apuntó, ir despacio -los cuadrúpedos presentes, y la propia Eva, habrían dicho «por sus pasos contados, y contarlo todo, sin apresurarse, «desde el principio». Eva se sintió menos acongojada al pensar que no tendría por qué estar una hora, o más, asediada de preguntas, algunas de las cuales iban con toda seguridad a invadir su vida privada. Le dirigió al caracol una sonrisa de agradecimiento particularmente seductora. ¡Qué buen sentido el de estos caracoles!, pensó. Eso quería decir que, si se aceptaba la insinuación del caracol, Eva podría hablarles, para empezar, de la «situación general» y del «estado de la cuestión», y hasta que podría formular «una declaración de principios». Eva, que en las cálidas noches del verano paradisíaco, mientras Adán roncaba desesperadamente bajo una higuera, le había dado muchas vueltas a la posibilidad de contar las cosas como ella las veía, y de decir lo que pensaba, se sintió alborozada con sólo vislumbrar la posibilidad de que pudiera tener muy pronto una ocasión que ni pintada de satisfacer esos dos ardientes deseos. Por si acaso se ponía a discusión la sugerencia del caracol y se rechazaba, se adelantó a los acontecimientos. juntando las manos como si fuera a aplaudir, exclamó: -¡Oh, sí! ¡Muy bien! ¡Es lo mejor! Sí, sí, sí: os lo voy a contar todo lo mejor que pueda. El Origen y todo eso, quiero decir. Luego, si queréis, me hacéis preguntas, hasta de las más personales. ¿De acuerdo? También, por si alguno no estaba del todo convencido, lo remachó con una pregunta retórica: -Va bien queridos? Viéndola tan decidida, los entrevistadores decidieron no oponerse a los propósitos de Eva. Todos se fueron arrimando, reclinando, recostando y desperezando para escuchar su historia. -Quiero que quede perfectamente claro -empezó- que no estoy acusando a nadie, absolutamente a nadie, que conste, del curso que han tomado los acontecimientos, los cuales, si se piensa bien, desastrosos como lucen. Se han cometido errores, y hasta algunas injusticias, pero ¿qué queréis?, el mundo no es perfecto, y si lo fuera terminaría por ser muy aburrido y al final incluso algo menos perfecto de lo que es. Un gran silencio. Eva, ansiosa de establecer comunicación con los demás animales, insistió: -Va bien así, ¿no? Por el modo en que los circunstantes miraban a Eva, ésta tuvo la impresión de que iba por buen camino. Sólo un hurón y una zorra movían los morros como si estuvieran impacientes. Desde que aparecieron los seres humanos -los dos únicos que existían hasta el momento- se habían dado cuenta de que eran un poco cargantes. Pero de esto a arrancarse, como Eva, con un discurso que parecía de político marrullero que se las da de prudente, iba un buen trecho. Se notaba lo que ambos estaban pensando: «Esta hembra se resiste a hablar de buenas a primeras de sus experiencias más íntimas para ponerse a salvo de cualquier posible crítica, pero a nosotros no nos engaña. ¡Anda, basta de filosofías baratas! ¡Al grano! ». Como si hubiese leído los pensamientos de esos dos desconfiados, Eva prosiguió: -No quiero meterme en camisa de once varas y hacer filosofías baratas, pero si se quiere entender bien lo que ha pasado y mis reacciones (así como las de Adán, a quien conozco a fondo), no hay más remedio que situar las cosas en su contexto... Ahora no eran sólo el hurón y la zorra los que se mostraban escépticos y, por si fuera poco, burlones, sino que se les habían agregado un matamata verde y un gran kudú. ¡Mala cosa! Eva se puso inquieta. Ahora era una avestruz que, con sus largas alas extendidas, estaba dando sombra a sus crías mientras alargaba el cuello en una actitud inconfundible de anda- termina- de - una-vez -idiota. Eva tuvo la impresión de que la primera entrevista podía acabar mucho antes de lo que hubiese querido. Su pánico era totalmente injustificado. Aunque todavía quedaban bastantes Vivientes que parecían dispuestos a escuchar con gran atención, no habría sido el primer caso en la larga historia de la evolución de las especies en que una minoría termina por arrastrar a la inmensa mayoría. Realmente una entrevista es un asunto mucho más complicado de lo que la gente cree. Sobre todo una que, como ésta, podía dejar una huella imborrable en la historia de la Humanidad. Sacando fuerzas de flaqueza, Eva se repuso del choque que le había causado la actitud nada amigable de la avestruz, el impala, la zorra y el hurón. ¡Había que hacerles frente! ¡Y sin demora! Sin preocuparse ya más, dirigiéndose al corro como si todos estuvieran pendientes de sus labios, Eva prosiguió su relato. De repente le entró una gran confianza, injustificada como todos los estados de ánimo repentinos, pero no por ello menos efectiva. Seguro, pensó, que en cuanto salgan a relucir el Árbol, la Manzana y la Serpiente, aquí no se va a oír ni una mosca. -Amigos míos... -arrancó de nuevo, esta vez con una sonrisa capaz de derretir un témpano-. Amigos míos -repitió-; queridos amigos, amigos del alma... Os pido sinceramente perdón si empiezo por robaros algo de vuestro valioso tiempo con la relación de algunas cosas que ya sabéis o de las que habéis oído hablar, que casi siempre es lo mismo -la sutileza pasó inadvertida; muy bien, desde ahora, nada de sutilezas-. Pero... pero hay dos cosas que aspiro a llevar a cabo en el curso de esta entrevista. Primero -al decir esto levantó el índice de la mano derecha-, me sería muy difícil daros cuenta acabada de mi estado actual de ánimo (y también, si puedo hablar en su nombre, del estado de ánimo del compañero Adán) si no os informara al mismo tiempo de cómo reaccionamos ambos ante lo que nos dijo en dos sucesivas ocasiones el Portavoz del Propietario del Paraíso Terrenal para ilustrarnos acerca de nuestros, por lo visto, humildísimos orígenes (y también vuestros orígenes, no vayáis a creer). Y, segundo -dos dedos-, quisiera aligerar mi alma de todo peso para mostrárosla en toda su desnudez... ¡Bingo! Esas simples y emotivas palabras, las últimas sobre todo, pronunciadas por Eva con un tono de voz que impresionaba por lo cálida al tiempo que sincera, produjeron más efecto que una docena de hábiles discursos. Para impresionar aún más a la concurrencia, dos lágrimas que parecían dos perlas se asomaron a las ventanas de sus ojos, levemente rasgados para la ocasión. La avestruz bajó sus alas, aprisionando en ellas a sus sorprendidas crías, el gran kudú movió como en un gesto de asentimiento su cornamenta helicoidal, el matamata asomó su cabeza pardusca por debajo del caparazón azulado, el hurón y la zorra dejaron de menear sus movedizas colas... En fin... Por si Eva necesitara más pruebas de que había triunfado por completo sobre la eterna tendencia al escepticismo burlón, la leona dejó de bostezar y asentó sus posaderas sobre la hierba y el topo se abstuvo de escarbar el suelo. Por descontado, el búho fue todo ojos. Ya no había peligro de que se impacientaran de nuevo, de que la primera entrevista del mundo fracasara víctima del escaso interés de los entrevistadores y de la (falsa) suposición de que la entrevistada le tenía sin cuidado. Ahí se tenía una oportunidad única no sólo de enterarse de primera mano de una serie de hechos trascendentales, sino también de aprender cómo se comporta el alma sensible, dispuesta a revelar sus más íntimos secretos, lista para desnudarse por completo. Porque aunque Eva tuvo que emplear todos esos trucos con el fin de suscitar el interés de los Vivientes por su relato, la verdad es que era sincerísima y sólo le interesaba decir la verdad. A veces se emplean medios rectos con el fin de conseguir fines torcidos. Eva tuvo que hacer lo contrario: emplear medios un poco tortuosos para llegar a un honesto fin. El camino estaba despejado. Podía despacharse a su gusto. -Lo que nos contó el Portavoz de la actividad del Propietario (a quien le gusta que lo llamen Señor, sobre todo el Señor, y ya nos vamos acostumbrando a esto) fue fascinante, sobre todo para mí, aunque algo menos para Adán, a quien le cuesta un poco enterarse de las cosas y se pasa horas enteras enfurruñado, muy metido dentro de sí, con la excusa de que tiene que «pensar» y de que para esto ha venido al mundo; realmente no sé cómo se le ha ocurrido semejante bobada. En realidad, para entender lo que nos contó el Portavoz no había que apretarse mucho los cascos; era todo muy, pero muy bonito y basta. Con todos esos juegos de luces y tinieblas, primero nada y luego algo, ¿qué digo algo?, ¡todo! ¿Para qué preguntar más? El Portavoz, que a veces se hacía llamar también Vocero del Señor, no paraba de contarnos maravillas. Al principio todo estaba oscuro y no se veía nada; de repente, se hacía la luz, como ahora durante el día, sobre todo cuando brilla el sol, aunque, y eso sí que ni Adán ni yo lo entendimos bien, aún no había sol, aunque luego también apareció, así como la luna y las demás luminarias que se ven tan bien por la noche tanto desde el Paraíso Terrenal como desde aquí, no nos hagamos ilusiones que en esto no hay grandes diferencias. »Parece que el Señor estaba satisfechísimo, y esto lo comprendemos, aunque por lo que luego nos fue revelando el Portavoz tenemos la impresión de que estaba demasiado satisfecho; cada vez que le salía algo nuevo, le parecía la mar de bien. Ya comprendo que cuando se hace una cosa y sale bien, e incluso cuando no sale del todo mal, se está muy contento, pero de eso a repetirse todo el rato “Qué bueno) qué bueno” hay diferencia. Pero, en fin, quizá el decirse a cada rato “Está estupendo” le daba más alicientes para seguir haciendo cosas, nunca se sabe. No voy a hablar mucho más de todas esas maravillas) especialmente las de la tierra y las aguas, porque sería el cuento de nunca acabar. No estoy convencida de que en lo que se refiere a las aguas hubiese para tanto. Ni yo ni Adán hemos visto mucha agua, desde luego bastante menos de la que nos habló el Portavoz, el cual, al decirlo, y perdonadme el chistecito, se le hacía la boca agua. Lo que vimos, aunque la verdad es que no tuvimos mucho tiempo para explorar el jardín, fueron unos ríos, en total cuatro, que estaban muy bien, adornaban el lugar y, además, lo refrescaban, cosa muy necesaria porque aunque habréis oído decir que el jardín del Edén, como lo llamaban, es un paraíso, y hasta que decir “paraíso” es como decir “edén”, la verdad es que con frecuencia estaba bastante seco y había que meterse en alguno de esos ríos para sacarse el polvo y hacerse una buena limpieza. Eso sí que lo voy a echar un poco de menos, salvo si por ahí hay también algunos ríos, o los hay tan buenos como los del Paraíso. Adán y yo pasábamos muchos ratos metidos en el agua, riéndonos como unos críos, frotándonos, salpicándonos para mojarnos de pies a cabeza, lo que era un poco ridículo porque ya estábamos bien mojados con sólo dejarnos llevar por la corriente. Una de las cosas que más nos gustaban era tendernos sobre el agua haciendo plancha, pero nunca llegamos muy lejos; en todo caso, no a esos sitios donde, según el Portavoz, sólo se ve agua por todas partes; debe de ser magnífico, aunque también es cierto que debe de dar un poco de miedo. Adán y yo aprendimos a andar por el agua, quiero decir moviendo los brazos y las piernas como si fuéramos unos pececitos, aunque de eso a hacerlo como éstos, ni hablar; por cierto que no veo a ningún pez con vosotros, ni siquiera uno de esos Vivientes que pasan mucho tiempo en el agua, como los que vio Adán cuando empezó a darles nombres y se le ocurrió, Dios sabe por qué, llamar a unos focas, a otros delfines y a otros, enormes, casi tan grandes como el Paraíso Terrenal, ballenas. Tengo entendido que algunos son muy perspicaces y estoy segura de que me harían preguntas muy buenas, pero comprendo que aquí no los haya: necesitarían unos cubos enormes para poder zambullirse de vez en cuando. Pero por lo menos podría haber algunos de esos que no necesitan agua todo el tiempo, como los patos o los cisnes; los últimos me gustan horrores, sobre todo sus cuellos, tan graciosillos. ¡Lástima! Y de los que vuelan por el cielo, que son tantos, no veo entre vosotros más que al pájaro pinto y, no sé si incluirlo en el grupo de los volátiles, al búho. Parece que los de la tierra son los más interesados en entrevistarme... »Pero ahora recuerdo que os había prometido no alargarme demasiado sobre los comienzos, de modo que me voy a moderar, aunque no quisiera dejar de mencionar, por la cuenta que os trae, lo de los Vivientes, que se hicieron en cantidad y fueron aumentando por aquello de reproducirse, un asunto en el que el Señor parece que tenía un especial interés... Súbitamente, de lo alto, parecía que a bastante distancia, y un poco a destiempo, descendió una pregunta: -¿Qué piensa Adán de todo eso? Todos miraron hacia arriba, donde se divisaba, moviéndose majestuosamente, la cabeza de una jirafa que hasta entonces había permanecido muda y como indiferente a la conferencia. O tal vez había tratado de intervenir antes, pero la lejanía no le había permitido hacerse oír. Todo el mundo levantó, como pudo, la cabeza; hasta el topo se esforzó a su modo para ver quién había interrumpido tan inopinadamente el relato de Eva. Se notaba un aire general de irritación por esa intrusión incluso entre quienes más descontento habían manifestado antes por la tendencia de Eva a monologar o a hablar de cosas no directamente relacionadas con el asunto. Lo que Eva les había dicho, aunque todavía bastante «periférico», era tan apasionante y sobre todo revelaba de tal manera la personalidad de la Mujer que estaban dispuestos a escucharla sin chistar hasta el fin. Nada de extraño que, al llegar la pregunta de la jirafa, se oyera una especie de «buuumuuu-guu» de protesta. -¡Que se calle esa cuellilarga! Pero Eva intervino inmediatamente para calmarles y asegurarles que las peleas no conducirían a nada y que no hay como la cooperación para conseguir todo lo que se desea. En realidad, Eva agradecía esta interrupción, porque le daba la oportunidad de pasar nota mentalmente a las cosas que aún le quedaban por decir (bastantes). -Creo que debemos agradecerle a la jirafa su pregunta, que tiene mucha más miga de lo que parece. Pues sí, estoy de acuerdo: no sería justo dejar completamente de lado a Adán. Lo que le ronde a Adán por la cabeza en momentos como ésos no puede dejarme indiferente, porque al fin y al cabo es el único otro ser humano que hay por los alrededores, y si no fuera por él me sentiría muy sola (mejorando lo presente, claro). »Ahora, en lo que toca a lo de multiplicarse, es un asunto demasiado complicado para tratarlo en este momento como merece. Ya habrá ocasión, espero. Pero la pregunta de nuestra jirafa -y al decir esto Eva alargó el cuello como si con eso bastara para verla entera- me parece de un interés enorme. Desde luego, sería una mentira afirmar que hubo siempre acuerdo entre nosotros dos. En algunos puntos realmente cruciales (la multiplicación es uno de ellos) hubo, y me temo que siga habiendo, diferencias apreciables. Esto marcha muy bien, pensó Eva. -Por ejemplo, ya os dije lo que me entusiasmó el relato del Portavoz y cuánto disfruté con aquello de los juegos de luces y tinieblas. Pues bien, aunque parece mentira, a Adán parecía impresionarle mucho menos. El Hombre se las da a veces (cosa que lo confieso, a ratos no puedo sufrir) de «espíritu crítico». Así, mientras comentábamos por la noche los detalles del Primer Relato, yo estaba palmoteando como una niña mientras que Adán, ¿lo podéis creer?, se rascaba la cabeza (hasta pienso que debe de ser el primer Ser Viviente que haya hecho este gesto). Quería decir (¡supongo!) que esas novedades de que hablaba el Portavoz no demostraban mucho, y hasta me pareció entender que quizá hubiera sido preferible que no se produjeran (o que, en el fondo, daba lo mismo). Yo, en cambio, pensaba (ahora estoy menos segura) que todo era fascinante, casi un milagro, y que no había por qué preguntarse si era mejor o peor. En todo caso, tenía la impresión (ahora no estoy tan segura) de que el Señor debía de ser, en el fondo, una buenísima persona, y muy valiente además, porque ¿quién le pedía meterse en esas complicaciones? Pero él, adelante, sin ni siquiera preguntarse si no hubiese sido preferible dejarlo todo como estaba antes, es decir, con todas esas tinieblas y vacíos del principio. Ni comparación con Adán. Este hombre mío, sin hacer nada, tumbado sempiternamente bajo un okume o un sicómoro y esperando a que yo le trajera los frutos, porque lo que es él, ni se molestaba para alargar el brazo. ¿Se quiere más diferencia? El otro, el Señor, que él sí no necesitaba hacer nada, pues venga producir y producir, y lo demás se irá viendo. Adán, en cambio, no hacía más que mascullar «Jolines, jolines, a lo que salga, eso cualquiera», pero seguía sin dar golpe, sólo pensando, y creyendo que con esto ya hacía algo muy importante. Claro que si no se hace nada uno no se equivoca nunca, pero eso sólo demuestra que si de vez en cuando sale algo un poco torcido, tampoco hay que poner el grito en el cielo. Es lo que yo pensaba entonces, pero como os dije (dos veces), ahora no estoy tan segura. Quizá lo volvamos a discutir con Adán cuando por fin se decida a salir del jardín, aunque me imagino que entonces estaremos más ocupados que nunca, él sudando para sacarle pan a las piedras o como se diga, y yo, eso me dijeron que iba a pasar, pariendo y aguantándome. Nadie hizo ningún comentario explícito a esas declaraciones de Eva -realmente muy personales-, pero por el modo como se ojeaban unos a otros y especialmente por las vibraciones de sus cuerpos, era obvio que estaban en completo acuerdo con ella. ¡Esa Eva es un encanto de mujer! Eva, que en eso de los ojeos y las vibraciones era un genio, sonrió ampliamente, exhibiendo una perfecta dentadura, como para mostrar los saludables efectos de su dieta vegetariana. -Pues sí, amigos -continuo-, hubo cada vez más y más cosas, y el Señor seguía encontrándolas que ni pintadas («Muy bueno, pero que muy bueno», decía), y hasta me pregunto por qué dejó de hacer cosas, que si soy yo y con esa facilidad tremenda que él tenía, o con la gran ventaja de que vayan saliendo cosas con sólo decir «Que salga esto, que salga aquello, etc.», pues a estas horas ya no cabría nada más. Estoy segura de que opináis algo parecido: «A mí me gustarían unos pajaritos color amarillo y con el cuello negro que me despertaran por la mañana con cantos bonitos», «Pues a mí me encantaría una nueva especie de babosas todavía más húmedas que las que tenemos, para salir con ellas por las tardes y comerse conmigo las hojas». ¿No es cierto? De este modo no se acabaría nunca de poblar el mundo. Pero el Señor tuvo la buena idea de detenerse, y creo que esta idea le vino por el antojo de hacer un Viviente que se le pareciera algo. Después de esto, ¿qué más podía desear? Tengo que deciros que al llegar a este punto nuestro Portavoz se hizo un poco un lío que espero se aclare alguna vez, porque si no va a ver disputas interminables sobre lo que quiere decir parecerse a tal o cual, o tener la misma imagen que tal o cual, etcétera. (en fin, líos). Yo, para mí, que quiere decir lo que dice, esto es, tener una cabeza, dos patas, dos brazos, dos manos, dos pechos (casi se podría decir «dos de cada»), no tener plumas, aunque sí bastante pelo por todas partes; en todo caso, lo que salió de este antojo fuimos nosotros dos, Adán y una servidora, y esto demuestra que si el Señor quiso hacer a alguien que se le pareciera, entonces también el Señor se nos parece, digo yo, y hasta el propio Adán, que se pasa el tiempo partiendo pelitos en cuatro en vez de trabajar, estaba de acuerdo en eso. »Bueno, si la historia hubiera terminado aquí, no habría muchos problemas, aunque quedarían aún bastantes cosas pendientes, porque, mira, tampoco se puede aclarar todo. El único que de vez en cuando tal vez seguiría rascándose la cabeza sería Adán, porque por lo que a mí se refiere, pues yo, encantada. ¿Qué queremos más? Existir ya no está tan mal, que digamos. »Pero al cabo de un tiempo, cuando ya estábamos disfrutando del jardín, aunque no sabíamos que era tal jardín y creíamos que todo era más o menos igual, un poco más frío o un poco más caliente, apareció de nuevo el Portavoz y nos lo volvió a contar todo, pero ahora con algunas diferencias (o “con más detalle”, como él nos dijo). Nunca quedó bien claro si era el mismo Portavoz que nos contaba la misma cosa de modos diferentes, o eran dos Portavoces cada uno de los cuales nos contaba la cosa a su manera, porque los dos se parecían mucho, como esos angelitos en la puerta, que se dice que son tan diferentes entre sí, aunque la verdad es que se los ve muy igualitos. ¡Qué bien lo estaba haciendo Eva! En esto estaban todos de acuerdo, Eva la primera. Ya no necesitaba sacar fuerzas de flaqueza. Se sentía capaz de todo, hasta de aclarar lo incomprensible. -¿Queréis que os lo cuente también antes de hacer vuestras preguntas? ¿O estáis ya hartos y...? Pidieron permiso a Eva para una breve consulta aparte. La gacela, el caracol, el pájaro pinto y el conejo eran decididamente partidarios de que Eva siguiera con su relato. De que desnudara el alma, vamos. Ya habría tiempo para hacerle las preguntas indiscretas que hicieran falta. El hurón y la zorra pensaron que había que interrumpir de vez en cuando el relato de Eva inquiriendo por más detalles. El gran kudú expresó la opinión de que Eva trataba, en el fondo, de esquivar preguntas comprometedoras y de que convenía someterla a un interrogatorio en toda regla antes de dejarle continuar lo que ella llamaba «el relato en general» y la «declaración de principios». La leona no estaba decidida La serpiente y el ñu, tampoco. Al topo no le importaba lo que se hiciera con tal de que se llevara a buen término la tarea que se les había asignado: informar a todos los Vivientes de lo que realmente había ocurrido mediante una exploración a fondo del estado de ánimo de los principales personajes. El resto no expresó su opinión. Puesto a votación, el resultado favoreció, por gran mayoría, la opinión del pájaro pinto, el caracol, la gacela y el conejo. Se acordó, pues, dejar que Eva siguiera con su relato, advirtiéndola que, de todos modos, llegaría un momento, en que no tendría más remedio, si quería seguir siendo el centro de atracción de los Vivientes, que contestar a algunas preguntas cualquiera fuese su naturaleza. Así, volvieron a colocarse todos en rueda, con Eva en el centro. Dicho sea de paso, el resultado de la votación la complació muchísimo, porque había empezado a cobrarle gusto al papel de protagonista. -Somos todo orejas -dijo, en representación del grupo entero, la gacela, que las tenía particularmente enhiestas. Como disparada por un resorte, Eva se apresuró a completar el relato, siempre entretejido con sus reveladores comentarios. -Pues, sí, figuraos que un buen día se nos aparece de nuevo el Portavoz, el mismo u otro, como os dije, todavía no está claro, y nos empieza a contar una historia algo diferente, no diré completamente diferente, pero sí lo bastante para plantearnos problemas. He de deciros que a mí me gustó mucho más la primera historia con todos aquellos (para mí, repito, no siempre para Adán) estupendos cambios de escenario, pero teníamos gran curiosidad por saber más detalles, especialmente en lo que nos atañía personalmente. Por las primeras palabras del Portavoz tuvimos la impresión de que ahora se nos quería contar cómo exactamente llegamos, yo y Adán, al mundo y para qué. »Bueno, lo primero que supe (siempre según el Portavoz, y hay que suponer que no mentía siempre) fue que para producir a Adán el Señor echó mano de un montón de barro, lo que no es tan mala idea, al fin y al cabo, porque todos sabemos que el barro es muy maleable y se le pueden dar fácilmente muchas formas y vueltas; de haberse servido del mármol o del granito, quizá hubiera tenido más dificultades aun contando con que sólo necesitaba decir “Pues que se haga” y sanseacabó. También le habría salido Adán, barro o no barro, pero una vez hecho, el granito o el mármol se habrían resistido más a cambiar de forma y habríamos tenido un Adán un poco envarado, me parece. De modo que a eso no tengo nada que objetar, y lo mismo digo acerca del jardín del Edén o Paraíso Terrenal que al parecer lo reservó para él, una gran diferencia, por la que Adán debería haber estado eternamente agradecido, por lo menos mientras lo ocupaba, en vez de pasarse el tiempo poniéndole peros a todo. Lo más de agradecer es que le puso un jardín precioso, con muchos árboles y plantas, una lindura. Eso sí, le encargó que lo guardara y cuidara, puro perder el tiempo porque Adán, que resultó ser un gandul de marca, se pasaba el tiempo tumbándose en un sitio y otro, quejándose del calor y, sobre todo, del esfuerzo que representaba tener que coger personalmente los frutos de los árboles, aun los que estaban bastante bajos, como las peras y los higos, que casi se le abren a uno en la mano cuando están maduros y despiden un olor tan bueno. Pero con todos los inconvenientes (y Adán es único para encontrarlos), no estaba nada mal y era de lo mejor que hay por ahí. »Luego os voy a hablar de la trampa que al parecer el Propietario nos colocó en el jardín y que fue el principio de toda esta historia de malentendidos, pero antes os diré unas palabras que os interesarán particularmente porque se refieren a vosotros, los que me escucháis y los miles que están esparcidos por la tierra, las aguas y el aire. »Mira que con lo bien que estaba el Adán de mis pecados, se aburría como una ostra, y el Propietario, un buenazo, por lo menos hasta aquel momento, se ofreció incluso para producirle más cosas, y una de las que se le ocurrió fue una idea genial: consistió en fabricar Vivientes y más Vivientes y en irlos situando en el jardín para que le hicieran compañía a ese consentido. Aún deben de quedaros familiares y amigos en el Edén que os podrán contar lo bien que se vive allá, a menos que vosotros mismos lo hayáis visitado, porque que yo sepa no estaba prohibida la entrada. Esto parece que le entretuvo un poco más a ese Adán con el que (estoy segura) el Propietario ya empezaba a estar un poco mosca, ¿de qué se iba a quejar ahora ese haragán? Para hacerle matar el tiempo le sugirió que os fuera dando nombres, con razón, porque eso de llamar a todo el mundo “animal” o “ser viviente” era muy vago. Adán cumplió con este encargo con mucho gusto; después de todo, no debe de ser tan difícil, porque no hay que seguir ninguna regla complicada, sólo apuntar con el dedo y decir: “Tú eres águila, tú eres serpiente, tú eres mosca, tú eres abeja, tú eres hipotrago y tú rinoceronte y tú pez espada, y así“. Hasta debe de resultar divertido, además de dar la impresión de que uno hace realmente algo sin hacer gran cosa. Una bicoca... »Pero ni por ésas. »Cuando hubo dado nombre a un montón de los vuestros, volvió a las andadas y hasta he sabido (¡él mismo me lo dijo, dándose la mar de importancia y como si hubiera hecho un gran descubrimiento!) que empezó a buscar hierbas y raíces que le produjeran toda clase de sueños agradables. Una de esas hierbas (esto ni el Portavoz lo sabe) era un afrodisíaco, que por poco lo vuelve tarumba. “¿Qué te pasa, Adán?” “Pues nada, que no puedo dormir por las noches; parece que me ha picado un mosquito de ésos.” ¡Qué mosquito ni qué ocho cuartos! El Señor se dio perfectamente cuenta de qué clase de insecto lo picaba y entonces decidió... pues, casi me da vergüenza decirlo, no por lo que ello representa en sí, que no es nada del otro mundo, sino porque parece como si yo hubiese venido al mundo sólo para calmar a ese gamberro... Yo creo que en esto el Señor se equivocó y hubiera tenido que ponerlo todo en uno, como he visto que pasa con algunas plantas y hasta con algunos de vosotros, no los que estáis aquí para hacerme preguntas, sino otros que a lo mejor ni siquiera habéis conocido personalmente. Si yo tuviera la habilidad de ese Propietario, ya me las habría arreglado yo misma y me hubiese evitado un montón de problemas. Pero vayamos a lo que sucedió. »Que fue (de nuevo según el Portavoz) que mientras Adán estaba durmiendo a pierna suelta (alguna de esas hierbecitas y raíces que mascaba) le sacó una costilla; no me preguntéis cómo, ni siquiera puedo imaginarlo y, además, me huele que realmente no fue así y que eso era una manera de hablar para que Adán no se sintiera disminuido y asegurarle que nada, no se preocupara, que “eso” que vio a su lado al despertarse («eso», si queréis saberlo, era yo) procedía de su propio corpacho, ¡como si el venir de otro sitio fuera un insulto para ese pedazo de bruto! Nada más que de pensar en la costilla de marras se me revuelven las tripas. Porque estoy segurísima de que yo nací, exactamente lo mismo que él, de una masa de barro, bien calentita, y hasta de mejor calidad que el suyo. Desde luego, el tonto de Adán se tragó todo lo que el Portavoz dijo y se puso ufanísimo de saber que era “el número Uno”. Si en eso (¡y muchas otras cosas!) no se corrige, va a ser imposible seguir tratándolo. »Aun con sus ínfulas de “número Uno”, yo no lo pasaba del todo mal con Adán. Ya os conté lo que disfrutábamos bañándonos en el río, pero había montones de otras cosas entrenidas que ver en el Jardín. Yo me pasaba horas enteras mirando las hormigas, que había infinitas y que son un ejemplo para todos nosotros, tan trabajadoras y seriecitas. ¡Si Adán pudiera aprender un poco de ellas ... ! En fin, no os quiero aburrir contando lo que me divertía. »Hasta que sucedió lo del árbol. »No sé por qué cada vez que Adán pasaba cerca de un árbol que estaba plantado más o menos hacia el centro del jardín, se ponía muy nervioso. No sería porque el árbol fuera imponente, como esos que crecen un poco hacia el norte, que ni Adán ni yo juntos con los brazos bien extendidos, podíamos circundarlos y que son tan altos que la vista se pierde en la copa. No, el árbol de que os hablo (y que, por lo que tengo entendido, empieza a llamarse “el árbol”) era más bien esmirriado: un manzano ridículo del que colgaban unas cuantas manzanas que daban lástima y que yo no hubiera querido probar por nada del mundo. Pero Adán no debía de ser de la misma opinión, o el árbol debía de tener algún secretito que no se percibía a simple vista, porque siempre que pasábamos cerca lo miraba de reojo como si estuviera deslumbrado y al mismo tiempo aterrorizado. Como si lo temiera más que a uno de esos pedriscos que de vez en cuando se abaten sobre el jardín y lo dejan hecho un asco. »Yo no entendía por qué ese arbolito insignificante le causaba a Adán tantos sobresaltos, y durante un tiempo pensé que era porque cada vez que habíamos pasado cerca coincidió con un trastorno serio que le habían producido algunas de esas malditas hierbecitas a las que se había ido aficionando tanto. Pero hubiera sido demasiada casualidad. No, debía de haber otro motivo. »Me lo contó él mismo, una noche en que se sentía especialmente inclinado a las confidencias. “El Señor, acabó por decirme, al que le debemos la existencia, primero yo y luego tú (no pudo evitar la frasecita machista, ya tenía esas ideas demasiado metidas en la mollera), me prohibió gustar del fruto de este árbol.-” “Y muy bien que hizo -contesté yo-, porque ese fruto parece bastante podrido y a lo mejor nos viene una disentería. Yo no lo comería ni que estuviera muriéndome de hambre.” En seguida me di cuenta de que mi respuesta se le antojaba un poco frívola. Debía de haber en el asunto del árbol algo misterioso; en todo caso, la prohibición no debía de tener mucho que ver con la apariencia de las manzanas. “Es que -me aclaró- ese árbol que parece tan rancio es el -de la Ciencia del Bien y del Mal, de modo que si probamos de su fruto vamos a morirnos alguna vez.” “¡Vaya gracia, Adán! -le respondí-, eso ya lo sabíamos y qué le vamos a hacer, árbol o no árbol. Además, si es el árbol del conocimiento del bien y del mal, terminaremos por saber montones de cosas, y a lo mejor descubrimos un procedimiento para seguir viviendo hasta que nos cansemos... Mira: yo creo que el Señor, ese día de la prohibición, estaba un poco, ¿cómo te diré? un poco alegre... A lo mejor de vez en cuando le da por una de tus hierbecitas... No va a pasar nada: ¿por qué no nos acercamos de nuevo y nos partimos una manzanita?” Al oír esto, Adán me miró como si fuera a de vorarme y por poco levanta la manaza... Por suerte, se repuso en un momento y agarrándome fuertemente del brazo me llevó, casi a rastras, a buena distancia del arbolito. Cuando nos detuvimos, me miró con aire de reproche y como si yo hubiera dicho alguna blasfemia (¡él, justamente él, que blasfema por el menor motivo y sólo para dárselas de muy machote!), espaciando bien cada sílaba, me dijo: » ¡Que-ni-se-te-o-cu-rra! »Muy bien, por unas semanitas dejé las cosas así, sin volver a preguntarle nada sobre la prohibición. De todos modos, él tampoco había sabido explicarlo. Se fue calmando poco a poco e incluso un día celebramos nuestro aniversario de bodas, el quinto si mal no recuerdo, es decir, los cinco años después de nuestro primer encuentro, que a estas horas ya no sé cómo tuvo lugar, Adán insiste en lo de la costilla y yo le digo que no yo lo mismo que él: barro y nada más que barro. No sé si era para no darme ideas, pero nunca sacó a relucir otra vez lo del árbol y las manzanas. »Ni siquiera volvió a aparecer el Portavoz para terminar su relato. Como si se hubiera esfumado... »Una tarde especialmente agradable estaba paseándome sola no muy lejos del aquel árbol de mal agüero. Divisé a Adán a cierta distancia y le hice un saludo más bien afectuoso con la mano. Ya iba a juntarse conmigo cuando al ver que dirigía mis pasos en aquella dirección se despidió bruscamente con la excusa de que tenía, ¿lo vais a creer?, que “cuidar del jardín”. Por supuesto que se equivocaba; aunque por la posición de mis pies podía dar la impresión de que me encaminaba hacia el manzano de la historia, no tenía la menor gana de verlo de nuevo y menos aún de probar aquellas manzanas que, además, con el tiempo, debían de estar más pútridas que nunca y es casi seguro que empezarían a oler mal. Estaba más convencida que nunca de que todo aquello del bien y del mal habían sido cuentos imaginados por el Portavoz para excitar nuestra curiosidad que debía de juzgar malsana. »De repente se me pone al lado una serpiente, muy parecida a ti -Eva apuntó con un dedo a la que estaba enroscada en un tronco con aire de fascinada por el relato y sacando de vez en cuando la lengua como para relamerse-, pero con unas estrías negras; las tuyas son azules y son más bonitas. Yo a las serpientes las acaricio siempre que puedo porque tienen una piel tan suave que es un gozo. No me cansaría nunca de pasar la mano. Ésta, la de las estrías negras, se dejó acariciar como todas las otras, y hasta se hinchó como de satisfacción; a todos nos pasa un poco eso de abombarnos un poco cuando alguien nos da gusto. Eso de que las serpientes muerden y hasta inyectan veneno, es un cuento chino. Mi serpiente, además, parecía de un pacífico que incluso era demasiado. Quizá estaba un poco adormilada. »Yo también me iba adormilando cuando la serpiente empezó a zigzaguear, lo que a veces os ocurre, ¿verdad?, cuando estáis preocupadas. Miré y vi que acercaba su cabeza a mi oído como si quisiera decirme algo. Yo siempre estoy dispuesta a escuchar a los que quieren comunicarse conmigo (no hago distinción de especies) y algunas veces, os lo aseguro, les he resuelto algunos problemas serios. La cuestión es mostrarse sinceramente interesada. De repente oigo unos silbidos un poco extraños, distintos de los que había oído hasta entonces de boca de esos simpáticos Vivientes. Era obvio que me quería decir algo desusado y que se le trababa un poco la lengua. Por fin, lo entendí. »“Mira, linda -me dijo (las serpientes son muy cariñosas)-. Os he observado a ti y Adán durante un tiempo y me he dado cuenta de que no tenéis la misma opinión sobre el manzano que se ve desde aquí -y, en efecto, se lo veía, un poco en la sombra, con sus ramas medio caídas y unas cuantas manzanas casi descompuestas en el suelo-. Si quieres que te diga la verdad, en eso Adán tiene toda la razón. Con su aire de pobre-de-mí-que-estoy-en-mis-últimas, este manzano tiene un poder tremendo: figúrate que si se come una de las manzanas (y no hagas caso de las apariencias: son de un jugoso que se le cae a uno la baba), pueden pasar cosas extraordinarias.” “Pero bueno -le contesté-, parece,que, según me informó Adán, el Propietario le prohibió en absoluto tocarlas, y hasta le dijo que si lo hacía moriría tarde o temprano, y hasta creo que insinuó que más bien temprano. Yo sigo creyendo que todo eso son bulos y que esas manzanas no sólo no tienen ningún poder, sino que no valen nada. Como para escupirlas... -agregué haciendo con la boca el gesto pertinente-. Si parecen podridas, es que son podridas.” »“No me dejaste terminar, cabeza de chorlito -me dijo la serpiente-. Todo lo contrario y creo que tú tuviste ya, siquiera vagamente, una idea del asunto. Te lo voy a recordar para que veas que de tanto en tanto eres más lista que todos los Adanes habidos y por haber: si este arbolín es el del conocimiento del bien y del mal (y, en realidad, de todo, porque sabiendo lo que es el bien y el mal se sabe todo lo demás), si probáis una de sus manzanas tendréis asegurada la existencia, porque si os ocurre algún percance sabréis cómo hacerle frente y si caéis enfermos sabréis qué hay que tomar para curaros en un periquete. No sigo, porque esto me parece tan obvio que hay que ser un Adán para no entenderlo. Anda, no le hagas ascos: acércate y toma una manzana.” »A mí me pareció, francamente, que esa serpiente no podía ser más razonable. Los entrevistadores se agolparon un poco más en torno a Eva, porque tenían la impresión de que ahora iba a venir lo bueno: el verdadero nudo de la historia, que explicaría el desenlace. La verdad, además, es que todos sin excepción estaban ansiosos de que Eva terminara de una vez el relato para poder -¡finalmente!- hacerle las preguntas pertinentes, y también varias impertinentes. No se equivocaban. -Lo que pasó desde este momento -prosiguió Eva- lo ha difundido el Portavoz a los cuatro vientos, de modo que estoy segura de que lo habéis oído. Pero os voy a refrescar un poco la memoria, no sin advertiros que ya es sospechoso que ese Vocero lo haya repetido con tanta frecuencia. Cuando se insiste en una cosa es porque se quiere ocultar algo. Pero, además, quiero volver sobre el asunto porque hay diferencias apreciables (¡y sospechosas!) entre lo que él ha dicho y lo que realmente sucedió; por lo menos, lo que me sucedió a mí, y cómo yo reaccioné a los acontecimientos. Eso lo conozco mejor que nadie porque era yo misma y el Portavoz, por muy portavoz que sea, sólo puede saber la cara que yo ponía (y aun así sólo a medias) y no penetrar mis pensamientos y sentimientos. De modo que aquí tengo que rectificar varias cosas que se han dicho; de momento lo haré de un modo general, y esperaremos a la sesión de preguntas, que será ya para bien prontito. »Atención: lo que el Portavoz ha dicho y repetido hasta la saciedad es que yo sucumbí a la seducción de la serpiente y me zampé una de las manzanas (que, además, las había descrito como una verdadera maravilla), y que todo eso sucedió porque yo era una curiosilla que quería saberlo todo y meterse en todo, sin fuerza de voluntad para resistir nada que pareciese atractivo. Para mayor desdoro mío, ha hecho circular la falsa noticia de que yo le fui, con mis zalamerías, a Adán y casi le obligué a comer una manzana (o una mitad de la que yo había ya comido). Como venía del dichoso árbol de la ciencia del bien y del mal, pues, ¡ya está!, me enteré del mal y, por lo visto, debió de haberme gustado, y, por si fuera poco, le habría gustado también a Adán (yo le corrompí, claro, ¿quién sino su servidora?). Para engañar a los bobos, el Portavoz se detuvo mucho más tiempo de lo necesario en la cuestión, totalmente irrelevante, de si Adán y yo estábamos o no desnudos, y de si nos avergonzábamos o no de estarlo, y de si el Señor se puso o no hecho un basilisco, y de si con todo eso se armó la de San Quintín, terminando con la Expulsión. »Además de todas esas fantasías, el Portavoz aprovechó la oportunidad para deshacerse de los deseos y repugnancias que deben de anidar en su inconsciente para criticar injustamente a la pobre serpiente y con ello, seguro, seguro (¡alerta, mis amigos!), a todos vosotros, atribuyéndoos designios oscuros y malévolos. Pero voy de nuevo a lo mío. »Acompañada de la solícita serpiente me acerqué al arbolito y con alguna repugnancia alargué el brazo para coger un fruto. Una manzana. »Yo misma quedé sorprendida; como por milagro, aunque lo más probable era que por industria, ese pingajo se me fue metamorfoseando entre los dedos en una esfera muy brillante y pulida, como de cera, con franjas verdes, amarillas y rojizas que daba gusto mirarlas. Menos mal, porque si hubiera seguido siendo esa podredumbre que había visto antes, no me habría atrevido siquiera a hincarle el diente. Casi todos los hinqué y me llevé a la boca un buen pedazo. »¡Pues no estaba mal! ¿Qué digo? Estaba pero requetebién. Al mascarla salía un jugo semidulce, y semiácido, que no podía ser mejor. »¡Vaya trucos que se gastan esos manzanos del paraíso, pensé para mis adentros, aunque me rondaba por la cabeza que desde el comienzo se había armado una trampita. Cosa muy fácil. Nada de brujería. Para espolear nuestra curiosidad, el Señor, o quien fuera, que todavía no he llegado a ninguna conclusión definitiva sobre este asunto, se las habría arreglado para plantar allí dos árboles: uno, joven y esplendoroso, que producía unas manzanas divinas; otro, que se había, ¿cómo lo diré?, sobreimpuesto a él y que era decrépito y repugnante, con unos frutos que parecían sacados de las cloacas. Durante todo el tiempo nos habíamos fijado sólo en el segundo árbol y no habíamos prestado atención al primero. ¡Vaya broma! Hay que confesar que su autor, sea quien fuere, era muy imaginativo. »Como estaba segura (todavía lo estoy) de que toda esa historia del árbol, de la manzana, de la serpiente y no digamos de mi curiosidad supuestamente malsana es pura fantasía, o casi, me despedí de la serpiente agradeciéndole la entretenida tarde que habíamos pasado juntas y me fui en busca de Adán que, como tenía por costumbre casi desde que lo conocí, dormía una larguísima siesta debajo de un árbol, con preferencia una higuera. Allí lo encontré, todavía desperezándose, y sin dejarle que me contara, como generalmente insistia, sus estúpidos sueños, le mostré la espléndida manzana (sí, vi que era la misma) donde aún aparecía la huella de mis dientes. »«“Anda, toma la manzanita”, le dije. »Desde luego, yo no tenía la menor intención de tentar a Adán; el muy tunante ya estaba más allá de todas las tentaciones; quiero decir que no es fácil tentar, lo que se dice tentar, a nadie a quien si le ofreces una cosa y le gusta te dice inmediatamente que sí, y ni por si pienso se le ocurre pensar si es o no pecaminoso. A Adán sólo le venían temblores como de epiléptico cuando se daba cuenta de que no estaba demasiado lejos del fatídico árbol o cuando veía simplemente algún fruto que se le antojaba podrido. Entonces todo el subconsciente se le ponía hecho un barrizal de deseos impuros y de temores inexplicables. El síndrome de la prohibición, que habría dicho la serpiente, que para esas cosas tenía un ojo de lince. Pero la manzana que yo le ofrecía no tenía nada de asqueroso o de putrefacto: era una preciosidad de manzana, todavía más bonita porque se notaban las huellas de mis dientes, que son mucho más regulares y blancos que los de Adán. ¿Tiene que sorprender a nadie que sin pensarlo dos veces (ya era casi el fin de la tarde y debía de empezar a tener hambre) le hincara a la manzana sus propios y menos perfectos dientes? De hecho, después de arrancarle un buen pedazo y sin apenas tiempo para deglutirlo, siguió dándole dentelladas a aquella lindura hasta que se la zampó por entero. »“¡Buen provecho!” »Eso es lo que dije yo, exactamente, ni una palabra más ni una menos, y es una verdadera lástima que el Portavoz, que se las da de tan objetivo y exacto, no haya mencionado nunca estas palabras mías, tan llenas de jovialidad y de buenas intenciones. »Nada más que con esto podréis comprobar que el relato del Portavoz, por lo menos ese segundo relato (del primero no puedo decir nada, porque no podía comprobar si eran verdad todas esas maravillas, aunque me inclino a pensar que sí), deja mucho que desear. Cada vez más interesante, pensaron al unísono los entrevistadores. -Y si así es con lo de la famosa tentación, o seducción, que también se ha hablado de eso, ya podéis imaginar las falsedades que el Portavoz introdujo en el resto. Como para hacer desconfiar de todos los Portavoces. »Es cierto que después del “asunto de la manzana”, como empieza a llamárselo, el Señor no estuvo nada contento, aunque todavía no me puedo figurar por qué, y también es verdad que, al final, nos expulsó del Paraíso y nos amenazó con una carretada de males, y que para atarlo todo bien atado mandó a ese tropel de querubines que se ven a un tiro de pichón, y a otros muchos que andan por dentro removiendo piedras y zarzales, que vigilaran el cumplimiento de sus órdenes. Por eso no me explico que Adán no haya salido todavía, y menos aún que no lo hayan pescado dentro, seguramente dormido al pie de una acacia, o al de cualquier otro árbol que haga un poco de sombra. »Ahora, en honor a la verdad, quiero declarar que, contra lo que supone, o dice, el Portavoz, Adán nunca me acusó ante el Propietario de que yo le sedujera o tentara con una manzana o con lo que sea. Adán será todo lo que queráis (y me parece que no me he mordido la lengua al expresar algunas de mis opiniones sobre él), pero no es un tipo que rehúya las responsabilidades. Claro que no las rehúye porque, en el fondo, nunca se siente responsable de nada, pero esto es otra historia. »En todo caso, aunque ha habido muchas disputas entre Adán y yo, no ha habido ninguna a propósito de ninguna manzana. Yo la comí, o me comí la mitad, y él la terminó y todos amigos. »Me parece que he hablado ya bastante. ¿Qué más queréis saber? ¿Queréis saber más detalles? Ya os lo dije antes: estoy dispuesta a desnudarme ante vosotros, no hablo de quitarme estas hojas porque eso es otra cosa, ¿vale? Los entrevistadores se reunieron aparte de nuevo con el fin de examinar lo que se podría hacer para aprovechar todo el tiempo disponible, que con la inminente caída de la tarde ya no era mucho. Hubo acuerdo general en que convendría hacerle a Eva algunas preguntas y también en que debía ser un número razonable, no esas preguntas sin ton ni son que caracterizan la mayor parte de entrevistas. Desde luego, todo tenía que ser «de interés humano» y evitar discusiones sobre Grandes Problemas, como el Ser y la Nada, o el Ser y el Sentido. Una lista, eso es lo que había que hacer: confeccionar una lista de preguntas. No es posible saber si era por lo avanzado de la tarde o porque todos empezaban a estar un poco fatigados de tanto escuchar y de tanto tomar notas mentalmente, pero el caso es que pronto llegaron a un acuerdo tanto sobre el número de preguntas como sobre su contenido. Se estimó que lo más prudente sería reunir las preguntas en cierto orden e informar de antemano a Eva con el fin de que pudiera irlas contestando una tras otra y en el mismo orden. De este modo se evitaría que las preguntas se multiplicaran indebidamente, como sucede cuando un entrevistador pretende apoyarse en la respuesta que le da un entrevistado para hacerle una pregunta, a la que el entrevistado responde, dando así ocasión a otra pregunta... bueno: el cuento de nunca acabar. Se evitaría, además, que a algún entrevistador le entraran ganas de lucirse formulando alguna pregunta tan larga y complicada que cuando llega al final ya nadie se acuerda del principio. Tantas preguntas, ni una más, que esto quede bien claro. De todos modos, algo se tardó para llegar a un completo acuerdo y confeccionar la lista. Al principio, Eva aprovechó el conciliábulo para arreglarse las hojas que se habían ido descolocando sobre su cuerpo, especialmente la cabeza y el busto. Mientras ligaba unas hojas con otras -que es lo que tardaba más-, echaba furtivas miradas hacia la puerta del jardín, por si por fin llegaba Adán. Comprendía muy bien que si fuera así, tendría que presentarlo a los entrevistados y aun permitirle hacer alguna que otra manifestación. De momento, nada de Adán a la vista. Transcurrida casi media hora, Eva empezó a preguntarse qué les ocurría a los entrevistadores, reunidos bajo un árbol de copa tan ancha que parecía un toldo. Ya se iba a tumbar para dormir un ratito cuando llegaron los entrevistadores, en fila india, presididos por la gacela, a quien se había hecho este honor por haber sido la primera que había formulado una pregunta a la Mujer. Fue también la gacela la que con mucho movimiento de orejas y de patas le informó a Eva cuáles iban a ser las preguntas. Estas eran doce: diez de carácter «serio» y dos -las últimas- de índole más liviana con el único objeto de que no quedara un regusto de pesadez. Para quitarle monotonía a la cosa, se acordó que estas dos últimas preguntas las formularían el caracol, el pájaro pinto y una rata. Eva escuchó atentamente la comunicación de la gacela y mentalmente fue tomando notas de las preguntas. En cuestión de buena memoria, los dos miembros de la Primera Pareja la tenían muy buena, en particular para las cosas que les interesaban. Pero la de Eva era inclusive superior a la de Adán. Una vez terminado el informe, todos, incluyendo la gacela, fueron colocándose de nuevo en forma de ruedo y aproximadamente en los mismos puestos que habían ocupado. Estos Vivientes -como todos- estaban muy habituados al Hábito. Eva se propuso contestar a las diez preguntas en el mismo orden en que se le habían comunicado, y con el fin de estar bien segura de que no iba a haber errores de número o de orden ejercitó un poco los dedos de las dos manos para irlos doblando uno tras otro. Pregunta uno: pulgar de la mano derecha doblado; pregunta dos: índice; tres: mayor; etc. Primera pregunta: -¿Crees que el Señor obró prudentemente al colocar el manzano del que tanto se habla en el mismo centro del Paraíso Terrenal, a la vista de todos? Eva, muy decidida, hasta podría preguntarse cómo era posible que lo estuviera tanto, porque, al fin y a la postre, su experiencia de la vida se había limitado a lo que ocurría en el jardín donde había nacido, pero, en fin, decidida estaba, contestó sin vacilar: -La verdad, pobrecita de mí, ¿cómo voy a opinar sobre lo que ha hecho, o lo que piensa hacer, el Señor, si es el mismo que, según nos decía el Portavoz, produjo esos espectáculos tan llenos de fantasía? Él debe de saber mucho más que yo, y no digamos que Adán, de modo que si puso el árbol donde lo puso debió de ser por algo; a lo mejor, estaba seguro de que quedaba muy bien allí, aunque yo en eso tengo mis preferencias y me parece que lo que se coloca en el centro tiene que quedar muy especialmente bien y ser realmente bonito, sirva o no sirva para algo... En fin, no sé si fue prudente o imprudente; sus razones tendría... -Pero... -el búho intervino de súbito-, pero... Había que haberlo imaginado. Lo de poner todas las preguntas en ristre para que Eva las fuera contestando como si la examinaran en una escuela de las antiguas resultó inviable desde el mismo comienzo. Esto explica que nadie, absolutamente nadie, protestara de esta intervención del búho, que hubiera tenido que juzgarse intempestiva. De hecho, todos los circunstantes se frotaron algo, las manos o los dedos de las patas de los pies, o las alas3 lo que fuese, porque les daba una oportunidad de intervenir. De hecho, sólo intervinieron, además del búho, el caracol y el pájaro pinto, pero el saber que uno puede siempre meter cuchara en una reunión produce un sentimiento de prepárense-para-lo-que-van-a-verlo -que-voy- a- decir-luego -cuando - haya- terminado - esta- cotorra. Desde aquel momento la entrevista se hizo mucho más suelta, y a veces un tanto imprevisible, pero ¡al diablo con las reglas! -Pero, pero... -insistió el búho-, pero... pero fíjate, y eso está ya implícito -término exclusivamente usado por la doctora Kotchina en su traducción- en otra pregunta que, como recordarás, se te iba a hacer... Pero... -el búho ya era conocido como el campeón de los «peros»-, pero entonces, ¿por qué prohibió que comierais el fruto de ese árbol? En estos casos, lo mejor es simplemente abstenerse de plantarlo o bien colocarlo en lugar discreto, que casi pase desapercibido. No en un sitio prominente, donde le entra a uno por los ojos, o casi, día tras día, y noche tras noche, lo que, unido a la prohibición de tocarlo, hace que le den a uno todavía más ganas... ¿ no? Eva se sentía siempre un poco nerviosa ante el búho; la intranquilizaban un poco aquellos ojos como exasperados. Intentó salirse por la tangente, lo que la hizo balbucear un poco. Pero lo que terminó por decir causó la admiración de todos los presentes. Por el relato que Eva les había hecho de los Orígenes ya habían inferido que la Mujer era muy astuta, pero nunca pensaron que pudiese ser, además, tan escurridiza. Parecía ser lo que algunos decían que era: la propia serpiente encarnada. -Sí, sí, comprendo, aunque si a mí me prohíben algo que no me gusta, están perdiendo el tiempo. Si no me gusta, no lo tomo, punto, y la verdad es que no se me ocurrió ni una sola vez probar ninguna manzana de aquel árbol tan feo, y no entiendo por qué Adán se sentía tan angustiado, pero a lo mejor, justamente porque se le había prohibido, se le había metido en la cabeza de que justamente por estar prohibido debía de ser estupendísimo. Por lo visto, Adán no tiene gran confianza en lo que ve y toca; yo, en cambio... Adán y yo somos distintos. A él lo de prohibirle la manzana de ese árbol era lo que le gustaba más de la manzana. Un poco loco, ese Adán... Yo la probé sólo porque la serpiente me aseguró que era buenísima y que las apariencias engañan, y aunque no estoy muy segura de lo último, pues sí la probé y no me arrepiento porque era la mejor manzana que he comido jamás. -Así pues... -empezó el búho. Eva no lo dejo terminar. Se le ocurrió una idea que le pareció genial. No es menester agregar que a partir de aquí, ¡adiós preguntas -cuidadosamente-formuladas-y-rigurosamente-ordenadas-en-serie! La idea de Eva, que expresó de un modo un tanto confuso, pero que de todas maneras se podía comprender bastante bien, era la siguiente: -El Señor sabe seguramente lo que se hace y por qué; en esto no caben muchas discusiones. Pero a lo mejor -no dijo exactamente esto, pero así es como propuso traducirlo la doctora- le pasa lo que a Homero, que de vez en cuando dormía, esto es, escribía un poco a lo que salga: aliquando dormitat Homerus. ¿Por qué no el Señor y Propietario de Todo lo Existente? Dominus aliquando dormitat. Anda, ¿no se durmió un poco al ensayar lo del árbol? »Lo que hizo el Señor, probablemente sin darse cuenta cabal de su gravedad -nueva licencia de la doctora Kotchina-, fue sencillamente colocar una trampa para enganchar a unos pobrecillos en principio inocentes y honestos prohibiéndoles tocar o gustar algo que al mismo tiempo se les metía por los ojos y las narices. Pero eso es como inducir a un desgraciado a traficar con cocaína enviándole a un par de agentes encargados de hacer cumplir la ley, que le ofrecen ese polvillo de ángel por un precio irrisorio (“De la mejor calidad -le aseguran-: mire, huela, toque”, y el bobo toca, huele y mira, y hasta hace comentarios diciendo “Debe de valer una fortuna. ¡Son ustedes unos ángeles!”). Si esos agentes le brindan semejante ganga, debe de ser legal, ¿no? Pues no: le han puesto una cámara de televisión muy pequeñita y pintada del mismo color que la habitación en una esquina y el aparato graba todas sus palabras y recoge todos sus gestos. También, claro, los de los agentes, pero éstos no, ¡ah!, éstos estaban cumpliendo con su deber y hasta se les impone una medalla y se les aumenta el sueldo... Si queréis que os diga la verdad, no me parece nada bien. -Pero bueno, Evita -interrumpió el pájaro pinto-, seguro que el Señor no lo hizo para perjudicaros, sino con la buena intención de enseñaros a obedecer las leyes, porque si no se ría el caos, cada cual iría por su lado y al final saldríamos perjudicados todos. ¿No te parece? A Eva no se lo parecía, o no le parecía tan claro. -Mira -continuó el pájaro-, yo puedo volar por los aires y tener la impresión de que puedo hacer lo que se me antoja, pero mis progenitores me han dicho siempre: ojo, no te fíes, si puedes dar todas esas volteretas es porque el aire te opone resistencia, que si no ¡adiós, pajarito! te estrellarías contra el suelo. ¿Me entiendes? ¡Qué sofista el pájaro! ¡Un sofista avant la lettre!, como habría dicho la doctora. Claro que no volaría sin aire, pero ¿y si de repente en vez del aire todo se llenara de rocas? Tampoco podía volar, que digamos, las rocas se lo impedirían. Además, cuando le ofrecí la manzanita a Adán, yo no creía que la cosa era para tanto. Vi que una manzana que al principio parecía podrida lucía la mar de bien y sabía divino. No debía de venir del mismo árbol. Si ya no nos podemos fiar de lo que vemos y gustamos, ¿de qué vamos a fiarnos? El búho volvió a la carga con una pregunta en la que todos estaban sumamente interesados, porque les afectaba en su propia naturaleza y no acababan de entender por que Señor, siempre según el Portavoz había armado tal rollo sobre el asunto. Se refería a lo de estar desnudo o estar vestido, conceptos muy difíciles de captar, porque sólo se puede estar desnudo cuando se está desvestido y vestido cuando no se está desnudo, pero ¿y si no se está ni de un modo ni de otro, sencillamente porque se es lo que se es? Un problema para engendrar una jaqueca permanente. ¿Sería verdad que hay una diferencia muy fundamental entre los Vivientes: unos, que andan por el mundo como el Señor los puso en él, y otros -realmente, sólo la Pareja Humana que no parecen poder hacer nada sin cubrirse con algo? ¿Será cierto que desde la famosa manzana los humanos se avergüenzan de estar desnudos? Eso, claro, si por desnudos se entiende no ponerse encima nada que no les pertenezca de suyo, porque en lo que toca a eso de cubrirse, la mayor parte de los Vivientes no humanos, si no prácticamente todos, disponen de una cantidad interminable de clases y variedades de coberturas. -Lo de la vergüenza, ¿qué? -preguntó el búho con los ojos más redondos y brillantes que nunca-. El Portavoz ha difundido que tanto tú como Adán os cubristeis con unas hojas de parra, lo que, dicho sea de paso, me parece un poco ridículo y ya me estoy imaginando vuestra facha con esas tapitas estrafalarias. Pero si os daba vergüenza no llevar nada encima, sobre todo nada que cubriera esas partes tan útiles del cuerpo (¡debéis de ser muy complicados, o muy vanidosos, para llegar a este extremo!) ¿por qué no fuisteis un poco más allá y no os cubristeis de verdad, de pies a cabeza, y así habríais ocultado vuestras fealdades, que no son pocas, tenemos que decíroslo con toda sinceridad? La verdad, queridos (perdona la franqueza), no hay quién os entienda. Eso iba en camino de convertirse en una de esas preguntas que no terminan nunca. Comprendiéndolo así, el búho, siempre atento, se disculpó. -Pero, en nombre de todos -acabó diciendo-, te diré que nos gustaría mucho que nos aclararas este punto, uno de los más cogidos por los pelos. Eva se lo aclaró al punto. Primero, le contestó, ella no había sentido ninguna vergüenza por estar desnuda, porque no estaba desnuda. No, señor, eso fue un embuste del Portavoz, esperaba que alguna vez rectificaría. Desde que nació del barro (no de la costilla), Eva había sentido un irreprimible deseo de lucir mejor de lo que ella misma se veía cuando se contemplaba en los remansos del río. La cara, bueno, no estaba del todo mal, pero, a diferencia de muchos de los Vivientes que andaban y retozaban a su alrededor, el resto parecía algo cargado de grasa por aquí y demasiado enjuto por allá; en fin, que nunca estaba todo completamente regular. Los brazos un poco largos o las piernas un poco cortas, o viceversa. Empezó, pues, a disimular estos defectitos con hojitas de árboles y con algunas florecillas en el pelo, y se dio cuenta de que mejoraba a ojos vistas. ¿Por qué no seguir así, buscando nuevos y más atractivos atavíos? Eva se daba cuenta, por supuesto, de que al decir todo eso confesaba ciertas imperfecciones que no se encontraban en otros Vivientes -la gacela, por ejemplo, la serpiente o inclusive el caracol, todos tan ajustados a su ambiente, y en este sentido tan llenos de gracejo-, pero pensaba que no era ningún desdoro; no hay nada censurable en el deseo de aparecer lo más atractivo que se pueda. Esto podía además complacer a Adán, pero no era la razón principal de su interés en cubrirse y acicalarse; de hecho, muy a menudo Adán no se daba si siquiera cuenta de los esfuerzos de Eva para realzar sus naturales encantos. Pero, en fin, sabía que éste no era exactamente el problema que había suscitado el búho; lo que éste quería saber, ¿no es cierto?, es si Eva, después de probar la manzana, había sentido vergüenza de su desnudez. La respuesta era un rotundísimo no, porque de algún modo ya estaba vestida. ¿Sería, inquirió el búho, vergüenza de otro tipo, una que afectaba... nadie sabía muy bien en qué consistía eso, o cómo podría llamarse, pero debía de ser eso que luego se iba a llamar «aliento» o «alma»? «Tal vez algo de eso», respondió Eva, pero no por el hecho de haber probado el fruto supuestamente prohibido, sino más bien por la alharaca que se armó tan pronto como le pasó la manzana a Adán y éste se la comió sin grandes ceremonias. Y especialmente por los ruidos que producía el Señor al pasearse por el jardín cuando apuntaba el alba. Eran unos ruidos espantosos, a los que se unía su voz ensordecedora al preguntar dónde diablos estaban y por qué se habían escondido. Muy fácil: se habían escondido por el ruido. -Quiero hacer constar -dijo Eva- que estoy hablando por mí y no por Adán. Es muy posible que él tuviera otras ideas sobre el incidente, lo que puede comprenderse hasta cierto punto, porque no somos exactamente iguales ya que -se le notaba a la legua la ironía- él vino primero y yo segunda y además él parecía estar más al tanto que yo de los antojos del Señor. Al llegar aquí, Eva se embarcó en una larguísima digresión que se puede leer completa en la edición crítica de las inscripciones. En sustancia, dijo lo siguiente: Que Adán debía de estar obsesionado con aquello de la prohibición y de las penas que se le impondrían en caso de desobedecer las órdenes del Señor. A veces, en medio de una siesta interrumpía los ronquidos, abría los ojos y movía los brazos como si fuera un espantapájaros. Le decía luego a su compañera que había estado soñando en que mientras dormía se habían plantado manzanos en todas partes y que todos estaban prohibidos. La cosa había llegado a tal extremo -siguió diciendo Eva a los entrevistadores- que empezó a entrarle la sospecha de si Adán no habría perdido el juicio. Que algún tornillo debía de faltarle se lo confirmó la extrañísima idea que poco a poco se fue apoderando de su cerebro y que tenía todos los visos de ser un modo de barrer todas las preocupaciones hacia el subconsciente. Esta idea consistió en la conjetura de que lo de la manzana había sido, en efecto, una trampita del Señor para que pudiera legalmente expulsarnos del Paraíso, pero no para hacernos realmente ningún daño. Más bien un gran favor. En que consistía exactamente éste Eva no lo pudo comprender jamás. Desde luego, no a base de las palabras «libertad» y «libre albedrío» que Adán mascullaba en sueños y que a ella le parecían rarísimas porque no parecía referirse a nada conocido o que pudiera conocerse. Cuando le preguntó qué cosas eran ésas, Adán le contestó malhumorado que no eran «cosas», sino que -y se veía claro que tampoco él lo entendía del todo- «eran otra cosa», lo que la hizo reír a carcajadas. Esto él no lo tomó nada bien, y menos aún cuando haciéndose la ingenua Eva le dijo que si de todos modos eran «otra cosa» seguían siendo alguna «cosa», y tenía mucha curiosidad por saber si era grande o pequeña, azul o amarilla, dulce o amarga. No pudo seguir, porque Adán se puso hecho una furia y la motejó de ignorante, incapaz de tener una idea en la cabeza o que si era una idea sería muy corta en comparación con el cabello que lo tenía muy largo. Lo único que ella pudo pescar, y aun sólo a medias, fue que con ese «albedrío» o como quisiera llamarlo, el Señor les había concedido el honor de ser capaces de elegir entre el Bien y el Mal. En principio, a ella eso no le parecía nada mal, sobre todo porque ya que podían elegir, iban a elegir siempre el Bien, ¿a quién se le ocurriría otra cosa? Adán le respondió que ya no había nada que hacer con ella, que era bien claro que no entendía ni podría jamás entender jota de nada que tuviese realmente importancia, como eso tan clarísimo de que sólo se puede elegir el Mal y que si se quiere elegir el Bien hay que esperar que el Propietario, él personalmente o alguno de sus íntimos, acuda en ayuda nuestra y nos saque de apuros. -Nunca había oído semejantes locuras -concluyó Eva-. Se lo dije a Adán, aunque no de ese modo tan crudo, y él respondió, ya me lo figuraba: »“Es porque eres una mujer. Eso es.” Con esto Eva consideró que había contestado más que suficiente la pregunta del búho, y ya iba a dar su perorata por terminada cuando se le ocurrió algo: -No entiendo por qué Adán no ha salido todavía del Paraíso, pero pensando en lo que os he dicho de lo muy obseso que estaba con todo eso de la manzana y de la expulsión, me estoy preguntando si no se habrá demorado con el fin de convencer al Señor de que está arrepentidísimo y de asegurarle que no, que no lo volverá a hacer nunca más, y hasta de que tratará de olvidar todo lo que aprendió del Árbol de la Ciencia (que, para ser sinceros, no era mucho, o no era nada del otro mundo), y todo eso con el fin de que le permita seguir en el Paraíso. Me huele que hasta estaría dispuesto a que yo quedara fuera para siempre, no porque yo le disguste tanto, nuestros buenos ratos hemos pasado, sino porque abriga la esperanza, el muy canallita, de que el Señor le sacará oportunamente otra costilla para fabricar otra Eva, que además sería más joven que yo. O, si tengo razón en lo del barro, debe de pensar que hay suficiente en el jardín para fabricar Evas a montones. Ahora sí que aquella entrevista, que todo el mundo, incluyendo la entrevistadora, reconocía que había sido sumamente grata, ya no podía continuar por más tiempo. Se estaba haciendo realmente tarde, y todos tenían ganas de retirarse. Pero el búho, que era el más terco del grupo y que, además, prefería con mucho la noche al día, los retuvo aún unos momentos, recordando que todavía quedaban por contestar las «dos preguntas frívolas. No te vamos a retener por mucho tiempo -agregó-. Sólo unos minutitos». De las dos preguntas se encargó una rata que hasta entonces no había dicho ni pío. Empezó, muy gentilmente, por afirmar que, personalmente, ella hubiera preferido poder hacer una pregunta algo más seria, como la de si había oído la noticia que había circulado insistentemente sobre una supuesta orden del Señor acerca de las futuras relaciones con Adán, y que consistía sustancialmente en que desde este momento ella tendría que obedecerle en todo. Por toda respuesta, Eva se limitó a decir dos palabras que sentaron precedente para todas las entrevistas que se han llevado a cabo a lo largo de la historia: -Sin comentarios. Todo quedaba libre para las dos preguntas frívolas, que fueron asimismo muy imitadas en entrevistas posteriores. -Si fueras un árbol, ¿cuál te gustaría ser? Eva había oído en el curso de su relativamente corta vida cosas muy extravagantes, pero ésta las batía a todas. Como frívola, no podía serlo más. -No lo sé; nunca se me ha ocurrido. Okumes, fresnos, acacias, sicómoros, baobabs, olivos, perales, mangos, cocoteros, manzanos... cada uno tiene lo suyo. Quizá una palmera, pero no estoy segura. Dejémoslo para otro día. ¡Prudentísima Eva, que había aprendido a responder sin decir nada! -Bueno, ahora va la última: Si tuvieras que volver a empezar, ¿harías lo mismo que has hecho? ¿Qué te gustaría hacer distinto? Eva recordó que mientras el Señor se paseaba por el jardín con su voz de trueno, había hablado de eso con Adán: de si habrían hecho algo distinto de lo que hicieron o de si se habrían abstenido de hacer algo que hicieron. Adán era partidario de volver a empezar, o poco menos: «Si pudiera empezar de nuevo -le había dicho a Eva-, otro gallo nos cantaría». Lo malo es que cuando Eva le preguntó qué habría hecho o dejado de hacer distinto, no supo qué contestar. Eva, en cambio, juzgaba que estrujarse los sesos con estos problemas era perder el tiempo: «Lo que pasó, pasó, y lo que será, será», había concluido. -Adán no estuvo de acuerdo -le dijo Eva a la rata-, y me acusó (no era la primera vez) de falta de iniciativa. A mí me parece que el que no tenía iniciativa era él, que se pasaba las horas pensando en esas bobadas. Ahora sí que había que terminar. Ni era costumbre entre los Vivientes despedirse unos de otros; ¿no era bien claro lo que hacían cuando después de reunirse para alguna ocasión como ésta se iban cada uno por su lado? Eva, con mucho donaire, les dio las gracias. Lo había pasado muy bien. Otra vez sola casi frente a la puerta del Jardín, Eva estaba vacilando. ¿Qué iba a hacer ahora? ¿Esperar a Adán? ¿Penetrar por su cuenta en ese nuevo mundo que en tantos aspectos -en las plantas, en los Vivientes- se parecía al antiguo? Mientras reflexionaba, vio a Adán. En el mismo umbral de la puerta del Paraíso. Casi no lo reconoció. El rostro, desencajado; el cuerpo, cruzado de líneas rojas y moradas, como si le hubieran dado latigazos; de una de las cejas manaba sangre. ¿ Qué le había ocurrido? Solícita, se acercó a él, mientras los querubines de guardia, de nuevo armados con sus espadas flamígeras, batían el aire como si quisieran azuzar al Hombre a que saliera cuanto antes del Paraíso. Adán parecía que apenas podía andar. Ya casi en la puerta, evitando hábilmente el zumbar de las espadas, Eva le tendió la mano y con mucho cuidado lo condujo fuera del Jardín hasta que estuvo fuera de peligro. Iba a preguntarle lo que había pasado, pero se dio cuenta de que en momentos como éstos lo más agradecido es el silencio. Cogidos fuertemente de las manos, lentamente y paso a paso, Eva y Adán se adentraron en el Laberinto de la Historia. |