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“Visita a Ferrater Mora”

Encontrándome ahora en los Estados Unidos, exactamente en Princeton, N. J., el coche de unos amigos me ha conducido a Bryn Mawr, en Pensilvania, donde hay un colegio muy célebre en los Estados, en el cual ejerce el profesorado de Filosofía, mi distinguido y querido amigo José Ferrater Mora, catalán de Barcelona y que, a pesar de su lejanía, está constantemente presente en la vida, sobre todo intelectual, de nuestro país. La última vez que vi a Ferrater fue precisamente en Palafrugell, junto con nuestro inolvidable Vicens Vives, cuya figura no hace más que crecer y el vacío que ha dejado es vastísimo. Le prometí entonces que algún día iría a visitarle a los Estados Unidos y hoy he podido cumplir la palabra, cosa que para mí ha sido gratísimo.

Me he encontrado a Ferrater en la casa profesoral del colegio que habita con su señora -que es francesa-, una casa rodeada de grandes árboles, en un paisaje ligeramente ondulado, lleno de dulzura y de tranquilidad, típico de los alrededores de Filadelfia, que son bellísimos. Bryn Mawr está a quince kilómetros de la capital del Estado de Pensilvania y, en realidad, es un suburbio estudioso de la ciudad antedicha. El colegio de Bryn Mawr tradicional es el que fundaron los cuáqueros en el penúltimo decenio del siglo pasado para la enseñanza de las señoritas. Los cuáqueros, personas tenidas en todas partes por excelentes, y que no se quitan casi nunca el sombrero, tienen hoy su administración, pero no intervienen nunca en su dirección, sin duda para subrayar ostensiblemente su independencia. En sus residencias puede albergar a mil personas del género femenino y la consideración en que es tenido: es elevadísima. En el pueblo se encuentra también en estado de avanzada construcción una gran universidad católica, puesta bajo la advocación de San Tomás de Vílanová (santo italiano) y regida por agustinos. Como todo lo católico de estos Estados, San Tomás de Vilanová. tiene un empuje y una vitalidad de la que en Europa se tiene apenas idea.

Ferrater se me apareció muy joven y muy contento. Tiene hoy 50 años pero, ¿quién diría que tiene esta edad? Tiene los ojos brillantes. El cabello, negrísimo, el cuerpo esbelto, su capacidad de trabajo es literalmente abrumadora propia de los años más grana de la vida. Acaba ahora de llegar de la ciudad de Méjico donde ha asistido, invitado especialmente, al Congreso internacional de Filosofía. Los congresos internacionales, aún los de la pobre y desnuda filosofía —como dijo el Poeta— suelen tener una dignidad positivamente divertida porque su dimensión social es muy amena. Por otra parte, el profesor se encontraba ante las agradables posibilidades de un año sabático, es decir de un año de vacaciones completas después de seis años de la labor habitual en el colegio. Cuando termine el trabajo que está ahora llevando a cabo y que consiste principalmente en la ardua labor de la corrección de pruebas y de la puesta al día, en el momento, de la quinta edición de su célebre «Diccionario de Filosofía», se trasladará a París, donde tiene ya un piso alquilado y desde dónde, sin duda, visitará nuestro país, donde tiene su familia y tantos amigos y admiradores. Habiendo nacido en Barcelona, exactamente en la calle de la Princesa, habiendo pasado su infancia y juventud en nuestro país, habiendo relizado en nuestra universidad sus estudios vocacionales, es natural que me hable de estos viajes con la ilusión que es de suponer, y que yo considero humanísima.

El verano pasado tuve ocasión de acompañar a don Américo Castro por diversos caminos del Ampurdán, y en el curso de una de nuestras conversaciones me habló, con un tal fundamentado entusiasmo, de Ferrater Mora y de su mayor obra, el «Diccionario de Filosofía», que me confirmó todo lo que yo creía sin que yo supiera decirlo. Castro no es un hombre fácil. Sabe muchísimas cosas, su reflexión es permanente, su buen sentido es constante y no da nunca gato por fiebre. Tiene, naturalmente, los prejuicios de su tiempo, pero ¿quién no los tiene? Al hablar del «Diccionario» a que hacemos referencia y constatar que este formidable esfuerzo es obra de un solo hombre, que ha sido llevado a cabo sin la ayuda de nadie y en el curso de una navegación vital, que si ahora es tranquila (gracias en definitiva, al sistema de los Estados Unidos) tuvo momentos procelosos y difíciles, la sorpresa de Castro es inmensa y las causas del hecho, de explicación muy difícil.

«En nuestro, país —me dijo don Américo—este libro no lo podía hacer más que un catalán dotado de una voluntad casi morbosa,* granítica.» En estos últimos años, en efecto, dos catalanes han llevado a cabo dos obras importantísimas y a una escala literalmente prodigiosa. La primera de estas obras está constituida por los cuatro inmensos volúmenes del, «Diccionario etimológico de la lengua castellana» de Joan Corominas, actual profesor de la Universidad de Chicago. La otra está formada por el ingente volumen que constituye la cuarta edición del «Diccionario de Filosofía» que ahora tendrá dos volúmenes, por ser el anterior inmanejable por su peso, obra de Ferrater Mora, profesor en Bryn Mawr. A mi modesto entender estos dos gigantescos esfuerzos —y subrayo que ésta es una opinión personal— no hubieran sido posibles sin el exilio, porque mi creencia es que el exilio, cuando se está dominado por la pasión de trabajar y se tiene la suerte de haber podido acercarse a los elementos que los Estados Unidos pueden ofrecer —que no tienen comparación con cualquier otro ambiente—, puede ser absolutamente positivo. Muchos creerán que esta afirmación es exagerada y sin fundamento. El exilio, para muchísimas personas es deprimente y estéril, como lo es, casi siempre el sedentarismo. En algunos otros casos es todo lo contrario, como la existencia de estas obras demuestra; de estas y de otras obras producidas en circunstancias similares. Es un fenómeno conocido. Así y todo, estas obras son tan ingentes que aún a las circunstancias favorables, su explicación no es fácil precisamente.

Decía que Ferrater ha llegado a una situación plausible. Pero la cosa no ha sido fácil. Primero Francia, después Cuba, después Chile, para llegar a la tierra de promisión, no sin dificultades de los Estados Unidos. El verdadero prodigio de estos Estados es que en ellos, por pocas ganas de trabajar que se tengan, uno puede ganarse muy bien la vida en las cosas más absurdas, incluso ejerciendo o profesando la filosofía. ¡Qué país, Dios mío! Ferrater tiene un magnífico sueldo, una casa absolutamente confortable, un automóvil aparatoso —este filósofo, es un automovilista de punta —un colegio delicioso y amable y medios de trabajos consistentes, entre otras cosas, en una biblioteca de trescientos mil volúmenes muy escogidos y puestos perfectamente al día y otra bíblioteca inmediata de 2.200.000 volúmenes en la universidad de Pensilvania, situada a 15 kilómetros exactamente. Cuando yo digo que ni Platón, ni Aristóteles, ni Protágoras, ni Plotíno, ni Santo Tomás, ni Ramón Llull, ni Averroes, ni Kant, ni Fichte, ni Hegel, ni Leibnitz, ni Bergson, ni Heidegger llegaron a sospechar que su meditación pudiera llegar a tener una dignidad tan reconocida, Ferrater desarrolla su habitual e irónica sonrisa. (Ferrater, como buen catalán, es un hombre devorado por la ironía.) Sin embargo, el hecho es incuestionable y tanto si se toman estos filósofos formando un grupo como si se toman individualmente.

Ferrater me invita a subir a su automóvil pintado de rojo y me conduce a visitar, sin esfuerzo alguno, el célebre colegio. Es un conjunto de edificios de estilo gótico de la época victoriana —en los Estados Unidos no hay nada viejo— que va tan bien esta clase de establecimientos El campo es delicioso, sus hierbas son de una verdosidad tiernísima, los claustros tienen un admirable silencio, los árboles, una gravedad docta y pensativa. Visitamos así la biblioteca, el teatro —que parece construido para las obras de Shakespeare —el salón de música, el seminario de filosofía, los pabellones casi terminados para la pedagogía científica— física, química, geología —con sus laboratorios correspondientes. Por desgracia, los cursos no han empezado todavía —faltan exactamente dos días—, lo que me ha privado de dar una oleada al alumnado femenino —Bryn Mawr es un colegio puramente femenino—, cosa que me hubiera sido especialmente grato porque ver mil señoritas en un paisaje suave y en un tiempo otoñal no es una cosa que ocurra cada día. Pero, en fin, que le vamos a hacer: la propina hubiera sido, probablemente, excesiva. Después, el profesor me conduce, siempre en su automóvil, a dar una vuelta por el pueblo, a ver los supermercados y las tiendas, que por ser domingo están cerrados y sumidos en una paz deliciosa y magnífica. Para poner un poco de contrapeso a lo de la cultura le pido que me enseñe alguna taberna, pero resulta que, en este pueblo, estos establecimientos son recónditos y de acceso muy empírico. Y así habiendo llegado la hora de marchar, no tuve más remedio que despedirme de mi amigo. Lo hice deseándole muchos años de vida, mucha suerte y una larga permanencia en los Estados Unidos, único país del mundo en que se puede vivir confortablemente ejerciendo o profesando la filosofía.

(*Nota de la correctora: Américo Castro envió a Ferrater Mora una copia de este artículo aclarándole que él no había hecho uso de este adjetivo en su conversación con Pla. En la copia del artículo, Castro subraya el adjetivo "morbosa" y escribe a pie de página: "No he dicho eso, no: dije -ya sabe-, que hace falta ser catalán y olvidarse de ello mientras se trabaja.")

Josep Pla, Obra competa. Volum XVI Homenots segona sèrie, Barcelona, Edicions Destino, 1970, pp. 127-174.
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