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PLOTINO

PLOTINO (205-270), nac. en Licópolis (Egipto). Según cuenta su discípulo y biógrafo Porfirio, fue llevado a la filosofía por Ammonio Saccas, que profesaba en Alejandría y que tuvo como discípulos, no sólo a Plotino, sino a Herennio y Orígenes (el neoplatónico, no el cristiano). Tras once años de estudios en la escuela de Ammonio se dirigió hacia Siria y Persia con el ejército del emperador Gordiano, pero al retirarse éste se refugió en Antioquía, de donde pasó hacia 245 a Roma. En la capital del Imperio fundó su propia escuela, en la que profesó casi hasta el fin de su vida, escribiendo sólo en fecha muy tardía los cincuenta y cuatro tratados, recopilados por Porfirio en seis Eneadas o novenas, por contener nueve tratados cada una. Los discípulos inmediatos de Plotino, aparte Porfirio, fueron, entre otros, Amelio de Etruria, el médico alejandrino Eustoquio, que cuidó al maestro en el momento de su solitaria muerte, el poeta Zotico, el médico Zeto, de origen árabe, y algunos senadores, llegando su influencia hasta los propios miembros de la Casa imperial. Tal confluencia de discípulos de los lugares más diversos, aunque todos ellos de las clases más elevadas, era algo característico de la filosofía de este período, en el mismo sentido en que lo era el cosmopolitismo aristocrático del estoicismo imperial. Las enseñanzas de Plotino no se desenvolvieron, por otro lado, sin las más violentas controversias; a la entusiasta aceptación por parte de sus discípulos se yuxtaponían las críticas y las quejas procedentes sobre todo de los platónicos de Atenas, que acusaban a Plotino de arbitrario y de plagiario y que le echaban en cara el imitar sin más las doctrinas de Numenio de Apamea, que por algunos (por ejemplo, K. S. Guthrie) es considerado como el verdadero padre del neoplatonismo. Contra semejantes acusaciones se defendieron sus discípulos, en particular Porfirio y no menos Amelio, quien redactó un tratado Sobre la diferencia entre el sistema de Plotino y el de Numenio. De tales luchas no estuvo exenta la escuela en la misma Roma, y de ello da fe, entre otros hechos, la discusión entre el citado Amelio y Longino, que tuvo durante un tiempo a Amelio y Porfirio como discípulos en su propia escuela. La filosofía de Plotino no queda, empero, agotada con la indicación de que es el fundador del neoplatonismo (VÉASE). En rigor, más que a Plotino mismo conviene este nombre a cualquier otra de las tendencias que florecieron contemporáneamente, no sólo porque la notoria originalidad de Plotino hace insuficiente tal denominación, sino porque más que una síntesis y renovación del platonismo hay en Plotino una síntesis, una renovación y una recapitulación de la historia entera de la filosofía griega. Esta recapitulación fue llevada a cabo, por lo pronto, en forma triple: con la especulación sobre lo Uno, con la meditación sobre la participación y sobre las naturalezas inteligibles y su relación con las sensibles, y con el examen de la idea de emanación. La unidad es para Plotino expresión de la perfección y de la realidad: «todos los seres —dice—, tanto los primeros como aquellos que reciben tal nombre, son seres sólo en virtud de su unidad». La unidad del ser es su último fundamento, lo que constituye su realidad verdadera y a la vez lo que puede fundar las realidades que a ella se sobreponen. De ahí que todo ser diverso tenga como principio y fundamento, como modelo al cual aspira, una unidad superior, de modo análogo a como el cuerpo tiene su unidad superior en el alma. La unidad es, ante todo, un principio de perfección y de realidad superior, si no la perfección y la realidad misma, pues lo Uno no debe concebirse exclusivamente como una expresión numérica, sino como una esencia supremamente existente, como el divino principio del ser. Ahora bien, si lo Uno es el principio, no es la realidad única, aun cuando sea lo único que pueda llamarse con toda propiedad real y absoluto. Lo Uno no es lo único, porque funda justamente la diversidad, aquello que de él emana como pueden emanar de lo real la sombra y el reflejo, los seres cuya forma de existencia no es la eterna permanencia en lo alto, recogiendo en su ser toda existencia, sino la caída, la distensión de la primitiva, perfecta y originaria tensión de la realidad suma; pues lo Uno vive, por así decirlo, en absoluta y completa tensión, recogido sobre sí mismo y recogiendo con él a la realidad restante. El doble movimiento de procesión y conversión, de despliegue y recogimiento, es la consecuencia de esa posición de toda realidad desde el momento en que se presenta la Unidad suprema y, en el polo opuesto, la nada: la perfección engendra por su propia naturaleza lo semejante, la copia y el reflejo, que subsisten gracias a estar vueltos contemplativamente hacia su modelo originario. Sólo en este sentido puede decirse, pues, que la suprema Unidad contiene potencialmente lo diverso, pues lo Uno no es la unidad de todas las potencias, sino la realidad que las contiene a todas en cuanto potencias. Lo Uno es pues, fundamento de todo ser, realidad absoluta y, a la vez, absoluta perfección. Lo diverso no está relacionado con lo Uno al modo como la forma aristotélica insufla su realidad a la materia, porque lo Uno es substancia en cuanto entidad que nada necesita para existir, excepto ella misma. Lo diverso nace, por consiguiente, a causa de una superabundancia de lo Uno, como la luz se derrama sin propio sacrificio de sí misma. Esta relación de lo Uno con lo diverso es, propiamente hablando, una emanación (VÉASE) en la cual lo emanado tiende constantemente a mantenerse igual a su modelo, a identificarse con él, como el mundo sensible tiende a realizar en sí mismo los modelos originarios y perfectos de las ideas. De lo Uno, de esa unidad suma, desbordante e indefinible, nace por emanación la segunda hipóstasis, lo Inteligible. Éste no es ya la absoluta indiferenciación que caracteriza lo Uno, la unicidad absoluta anterior a todo ser, sino el Ser mismo o, como dice Plotino, la Inteligencia (nous). La identificación del Ser inteligible con la Inteligencia es la identificación del ser con el pensar, la racionalización completa del ente. Lo Uno contempla lo Inteligible, el cual es, a su vez, producto de esta misma contemplación. Por emanación de lo Inteligible surge la tercera hipóstasis, el Alma del Mundo (VÉASE), división de lo Inteligible y principio de formación del mundo sensible, el cual es, por lo tanto, visión del alma, producto de su contemplación y realización de su potencial variedad. El Alma anima y unifica todo ser; le hace partícipe, en la medida de su facultad, de la libertad que solamente lo Uno posee de un modo absoluto, pues únicamente lo Uno es libertad real y completa autarquía. En un grado inferior de esta serie de emanaciones se encuentra la materia sensible, que, a diferencia de la materia (VÉASE) inteligible, puede ser equiparada con lo indeterminado por principio, con el receptáculo vacío, con la sombra y el no ser. La pura materia sensible es, además, el mal (VÉASE), el reverso metafísico de la medalla en cuyo anverso brilla eternamente lo Uno perfecto y absolutamente bueno. Perturbación del sumo Orden, el mal o la materia enteramente sensible son a la vez los principios de la absoluta multiplicidad y dispersión. Ello no significa que todo lo sensible sea por sí mismo absolutamente malo, aunque inspirado por el deseo de unidad y de recogimiento en sí mismo, el universo descrito por Plotino no produce, como el propio filósofo se complace en decir, un sonido único. Es una armonía regida por la unidad y por la aspiración a convertirlo todo en ella, esto es, por el deseo que tiene toda realidad de verse y contemplarse en cada unidad superior y, en último término, en la Unidad suprema. Por eso Plotino llega a «justificar» los males efectivamente existentes en este mundo en tanto que componen la armónica totalidad del universo. Sólo el mal absoluto y pretendidamente autónomo queda fuera de su cuadro, precisamente porque semejante mal es un puro no ser.

La misión del filósofo no es, así, tanto aniquilar lo sensible como vivir en él como si estuviera de continuo orientado hacia lo inteligible. El norte de la vida del sabio es el «más allá» donde reina lo Uno e irradia su realidad sobre el resto del universo. La realidad corporal y de aquí abajo no queda propiamente suprimida, sino transfigurada. Para conseguirlo en toda su plenitud, el sabio tiene que huir de toda dispersión y evitar confundir lo que no es más que semirreal con la plena realidad. Lo mismo que el tiempo debe concebirse como recogido en la eternidad (VÉASE), el cuerpo y lo sensible deben contemplarse como residiendo en lo inteligible, atraídos por él y modificados por él. De este modo lo sensible y lo temporal, que por sí mismos son perturbaciones del bien y del orden, pueden manifestarse como bellos y ordenados. Más todavía: lo sensible podrá ser instrumento por medio del cual se alcance lo inteligible y, con ello, esa felicidad completa que sólo es dada al sabio que sabe cómo retirarse y «dónde» retirarse. La propia razón discursiva no debe ser desdeñada: tiene que ser hábilmente utilizada, pues a través de ella puede llegarse a la intuición intelectual de lo que es (y es uno), a la contemplación pura y al éxtasis.

Emanación de las hipóstasis, procesión (VÉASE) de las mismas y conversión en lo Uno son, por lo tanto, los conceptos capitales de la filosofía plotiniana. Sin ellos es imposible comprender por qué el sabio debe trascender siempre sus propias limitaciones y en vez de recogerse egoístamente en sí mismo orientarse hacia el orden eterno del universo. Ahora bien, la purificación (conseguida casi siempre por el constante ejercicio de la intuición intelectual) es para ello un elemento indispensable. Al purificarse, el alma asciende por la escalera que conduce hacia la unidad suprema: el punto de vista del ser (del ser eterno y uno) acaba por predominar sobre todos los demás, sobre el desorden, la génesis, la dispersión y el tiempo. Todo lo que no sea contemplación resulta, así, una debilitación de ella, una mera sombra. Imitadora de los dioses en la tierra, el alma del sabio (del sabio neoplatónico) consigue por la purificación y la contemplación ser lo que realmente es: el reflejo exacto y fiel de la razón universal.

Edición de obras: La primera edición de Plotino fue la traducción latina de Marsilio Ficino (Florencia, 1492, reimpresa en 1540 y 1599). En griego y latín aparecieron las Eneadas en Basilea (1580 y 1615). Edición griega con la traducción de Ficino por D. Wyttenbach, G. H. Moser y F. Creuzer (Oxford, 1835), y por Creuzer y Moser (París, 1855). Entre las ediciones más recientes figuran la de Bréhier (7 vols., 1924-1938), considerada hoy como filológicamente poco segura; las de V. Cilento (vol. I. Enn. i-ii; vol. II, Parte 1, Enn. i-iv, 1949; vol. III, Parte 2, Enn. v-vi y con una bibliografía por B. Marien, 1949, y vol. III, Parte I, Enn. v-vi, 1949) y G. Faggin (Enn. I, 1947; II-III, 1948; reed., 1986), con texto y aparato crítico muy mejorados. La edición definitiva es la de Paul Henry y Hans-Rudolf Schwyzer, Opera, I [Porphyrii Vita Plotini; Enn., I-III], 1951; II [Enn., IV-V], 1959; III [Enn., VI, Addenda ad I-II, Índices], 1973.

Además de la traducción de Bréhier, existen al francés traducciones de M. N. Bouillet (1857-1861, reimp., 1968) y Abbé Alta (1924-1926). Traducciones alemanas de H. F. Müller (1878-1880) y de R. Harder (1930-1937), esta última estimada como de consulta indispensable. Hay traducción inglesa de Mackenna. En español ha comenzado a publicarse una traducción de D. García Bacca (I, 1949), antecedida por un tomo aparte: Introducción general a las Eneadas, 1948. Los comentarios de García Bacca, añadidos a las notas de Bréhier a su edición, a las de Harder y a los comentarios de Cilento y de Giuseppe Faggin (quien, además, ha dedicado un tomo a Plotino, 1945), constituyen, con los trabajos de P. Henry, C. Carbonara y E. R. Dodds (cfr. infra), la mejor introducción al estado presente de las investigaciones plotinianas.

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