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Imágenes del hombre

No hay escasez de ideas sobre el ser humano y su puesto en el cosmos. Cada cultura, cada época, cada religión, casi cada sistema filosófico posee, o ha poseído, sus propias ideas acerca de la condición humana. Los hombres (en el sentido de «los seres humanos» y, por lo tanto, de «las mujeres y los hombres»; véase nota 6) se han consagrado con frecuencia a meditar sobre lo que son -y más a menudo aún sobre lo que no son.

De todos modos, ciertas civilizaciones, comunidades o períodos se han destacado por su interés antropológico. Los hebreos (cuando menos a partir de la primera redacción del primer libro del Pentateuco), los griegos (en particular, desde los sofistas), algunos árabes musulmanes, una legión de pensadores cristianos, los humanistas del Renacimiento, los filósofos más o menos «ilustrados», etc., han sido «antropólogos» fervientes. El interés por el hombre en los dos o tres pasados siglos, por lo menos entre los pensadores occidentales, ha sido constante.

Los ejemplos precedentes pueden llevar a pensar que el llamado «problema antropológico» ha sido hasta ahora un «problema occidental». Conclusión infundada. Para empezar, los hebreos de cepa y los árabes no han sido, en puridad, «occidentales». No todos los griegos se apasionaron, ni siquiera se interesaron, por el problema del hombre, y muchos se sintieron más atraídos por el problema de la Naturaleza, del Cosmos, del Mundo.

Una historia de las ideas sobre el «hombre» no coincide, pues, necesariamente con una de las concepciones antropológicas occidentales, o siquiera «casi occidentales». Es muy posible que numerosos «orientales» hayan sido, en el sentido apuntado, «antropólogos». Por ejemplo, el Tao Te-king -en la medida en que puede colegirse lo que dice a través de versiones tan distintas, que no parecen serlo del mismo texto- manifiesta una visión del hombre y no solamente del universo.

¿Se puede seguir hablando, por tanto, de «la idea» que los hombres tienen, o han tenido, del hombre? A decir verdad, es mejor hablar de «imágenes». Pero éstas son tantas y tan diversas que no hay más remedio que proceder a una selección razonable. De las docenas de ideas o imágenes del hombre (una vez más, y por todas, el ser humano), elegiré algunas particularmente reveladoras, mejor o peor conocidas y especialmente aptas para servir de trampolín a una concepción del hombre que me atrevería a llamar «propia» si no tuviese la sospecha de que en filosofía la propiedad privada es muy discutible.

He aquí el plan:

1. Esbozar las siguientes ideas (o, una vez más, imágenes) del hombre: a) El hombre (el ser humano) es una criatura de Dios. b) El hombre es un ser racional. c) El hombre es una realidad que posee en exclusiva ciertas facultades o «potencias». De hecho, la última idea es el resumen de una serie, aún inacabada, de concepciones antropológicas.

2. Examinar cada una de estas ideas en tanto que modos diversos de responder a la pregunta «¿Qué es el hombre?» o, más exactamente, «¿Es el hombre una realidad distinta (esencialmente distinta) de todas las demás?». Se ha dado a menudo a esta cuestión el nombre de «la diferencia» (differentia, en el sentido de differentia specifica) del hombre.

3. Demostrar que ninguna de estas ideas (o de las definiciones que involucran) da enteramente en el clavo.

4. Tratar de persuadir a algunos de los posibles lectores de que se puede todavía proponer «otra idea del hombre».

«Dijo Dios: "Hagamos el hombre a nuestra imagen, y a nuestra semejanza, y que reine sobre los peces del mar, los pájaros del cielo, los ganados, todos los animales salvajes y todas las bestias reptantes." Dios creó el hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó; creó el hombre y la mujer. Dios les dio su bendición y dijo: "Sed fecundos, multiplicaos, llenad la tierra y sometedla. Reinad sobre los peces del mar, los pájaros del cielo y todos los animales que reptan sobre la tierra."» (Génesis, 1, 26-29.)

De estos versículos se desprende una visión: Dios ha creado el hombre de la nada, como, por otra parte, de la nada ha creado todas las demás cosas. Pero, a diferencia de éstas, ha hecho el hombre a Su imagen (similar a Dios) y semejanza (parecido a Dios). Preeminencia que podría llenar al hombre de satisfacción, y hasta de orgullo, pero que resulta algo embarazosa. El hombre no ha sido hecho «como las demás criaturas», pero, a despecho de todas las semejanzas y hasta de todas las imágenes, no es ni mucho menos un dios. Es, sencillamente, «como un dios» -lo cual es a la vez demasiado y demasiado poco.

La historia o narrativa del hombre según el Génesis es interesante entre otras razones porque plantea con bastante claridad «el problema del hombre». Si éste fuere una criatura «como todas las demás», o si fuese un dios, no tendría problemas demasiado graves. En todo caso, no se le plantearía el problema que consiste en preguntarse «¿Qué soy?», y, en general, «¿Qué es el hombre?». Si, por ejemplo, el hombre fuese «sólo» un animal (que por descontado, también es), se le plantearían problemas -entre ellos, el «problema de subsistir sin apoyos culturales en un universo con frecuencia hostil. Por otro lado, si fuese un dios, podrían planteársele también «problemas» -como el «problema» de conservar el mundo en vez de dejarlo tranquilamente hundirse en la nada; o el «problema» de tener que poner el oído atento a lo que podría decirle una criatura hecha a Su imagen y semejanza, cuando esta desamparada entidad rogara, o blasfemara, o tratara de demostrar que su Creador existe, o que no existe, o que lo mismo da que exista o no... Animal o dios, el hombre no tendría el problema de su propia existencia -que, sea dicho de paso, consiste en gran parte en preguntarse si es o no realmente un problema.

La historia relatada en el Génesis no es, sin embargo, completamente satisfactoria para un filósofo, y ello por una razón simple: porque se limita a mostrar que el hombre es para sí mismo un problema -y, en consecuencia, que «es distinto»- por haber sido creado como un problema para sí mismo -y, por tanto, «es distinto». La historia en cuestión es, literalmente, genética. Verdadera o falsa, terrenal o mítica, lo que dice, filosóficamente hablando, es que el hombre es como es porque lo hicieron como lo hicieron.

Pasemos inmediatamente a la idea, imagen o definicíón del hombre en tanto que «animal racional». Puede considerarse desde dos puntos de vista.

En primer lugar, es una idea bastante «mítica», inclusive si se tiene en cuenta que, a diferencia de la narración bíblica, posee un carácter «esencial» más que genético, -o genealógico. No nos dice cómo el hombre ha sido hecho, sino lo que es. No se funda en orígenes, sino en principios. No obstante, sigue siendo «mítica», porque presupone que hay algo así como «la Razón». Afirma entonces que el hombre es hombre sólo por participar de tal «Razón». La definición del hombre como «animal racional» presupone (o postula) la existencia de un mundo racional o, en términos platónicos, «inteligible».

En segundo lugar, es una explicación que se funda en una definición nominal del concepto «hombre». En buena lógica (clásica), decir que el hombre es un animal racional es decir que hay una sola realidad que merece el predicado «animal racional»: el hombre (el ser humano).

Esta definición tiene un aire menos mítico. No por ello, sin embargo, es menos inaceptable. Para empezar, se presta a varias objeciones.

Echa mano del predicado «es racional», que es bastante equívoco. «X es racional» puede equivaler a «X puede leer», «X puede contar», «X puede entender qué quiere decir que el hombre sea un animal racional», etc. Es dudoso que «es racional» posea un solo significado. Además, sería menester ver si, aun poseyendo sólo uno, éste no podría aplicarse a un X que no fuese un hombre.

Podríamos, claro, atrincherarnos en la tesis de que «es racional» quiere decir «se comporta racionalmente», de modo que si X se comporta racionalmente, entonces será un hombre, inclusive cuando su forma no sea la del hombre, sino la de un insecto o la de una jirafa. Si un ciempiés empieza a caminar de suerte que el movimiento de las patas sea representable por una estructura (preferentemente lineal) pertenecientea a un lenguaje que, una vez descifrado mediante un código, da lugar a la proposición 19 de los Elementos de Euclides y a la prueba de esta proposición, será razonable preguntarse si tal ciempiés es realmente «sólo» un animal o, en todo caso, «un animal no racional». Si el gorjeo de un gorrión reproduce los 16 primeros compases de la Sinfonía núm. 86 de Haydn, habrá motivos para reflexionar sobre la condición del gorrión. Podría objetarse que, aun produciendo tales portentos, ni el ciempiés ni el gorrión saben lo que hacen, a diferencia de los matemáticos y de los compositores. Bien: supongamos que sabemos que no lo saben. Es obvio que aun en tal caso la definición del hombre como animal racional resultará impropia, o insuficiente, y será menester sustituirla por otras -«El hombre es un ser consciente», «El hombre es un animal racional consciente», etc. -más a tono con las circunstancias, pero no por ello menos problemáticas. En vez de simplificar las cosas, el predicado «es, consciente» las embrolla.

La definición «El hombre es un animal racional» sitúa el concepto «hombre» per genus proximum et differentiam specificam, esto es, de acuerdo con el género próximo «animal» y la diferencia específica «racional». En este sentido, es única e insustituible. La definición (o pseudodefinición) «El hombre es un bípedo implume» no pasa de ser una curiosidad semántica. En principio, parece como si «El hombre es un bípedo implume» fuese lógicamente comparable con «El hombre es un animal racional»; ciertas especies animales son bípedas, pero muy plumosas, mientras que el hombre no es nada plumoso y sigue siendo bípedo. Sin embargo, la cosa es demasiado burda. El predicado «implume» no es, lógicamente hablando, una «diferencia» más (o menos) específica que el predicado «bípedo». Hay bípedos que no son ni humanos ni plumosos, pero hay también bestias implumes y bípedas. Ser bípedo es una diferencia tan (o tan poco) específica como ser implume. El predicado «racional» no es, pues, sólo más halagador que los predicados «bípedo» e «implume»; es lógicamente el único aceptable. Por desgracia, o nos dice muy poco sobre lo que es el hombre, o si nos dice algo no nos indica si se trata verdaderamente del hombre.

La definición «El hombre es un animal racional» no es tan abstracta como parece cuando se tiene en cuenta que es una especificación de definiciones del tipo «El hombre posee F», «El hombre está dotado de F», etc., donde «F» es el nombre de un predicado correspondiente a «cierta facultad», «cierto, rasgo», «cierto, poder», etc., que el hombre, y sólo él, usufructúa. Desde este ángulo, cabe afirmar que la definición del hombre como animal racional puede ingresar en lo que hemos considerado «la tercera idea del hombre». Por supuesto que entonces es menester especificarla un poco más. Es lo que hicieron los filósofos griegos, los cuales no decían «El hombre es un animal racional», «L'homme est un animal rationnel», «Homo est animal rationalis», sino «Anthropós lógon ejon». El término «logos» era para los griegos menos abstracto que las voces «razón», «raison» «ratio», etc. «Logos» se ha traducido con frecuencia por «lenguaje». «El hombre es un animal racional» puede significar, pues, «El hombre es un animal dotado de lenguaje» o, más sencillamente, «Sólo el hombre habla». Ahora bien, si traducimos «logos» por lenguaje ya no tendremos por qué postular la existencia de un universo inteligible. Nos bastará considerar el hombre como «una realidad natural» que posee una facultad harto interesante -precisamente, la que nos permite hablar de ella. No hay inconveniente en admitir que esta facultad es consecuencia de la evolución biológica. Pero, sea o no producto de semejante evolución, el lenguaje no pierde un ápíce de sus méritos; al fin y a la postre, hablar no es rugir, ni bramar, ni silbar. El hecho de la evolución natural no conlleva, pues, necesariamente, ninguna «falacia genética» o «genealógica». Si sólo el hombre habla, decir que el hombre es un animal hablante no es disparatar, especialmente si se considera que hablar no es hablar como un loro, sino justamente como un hombre.

Todo eso nos lleva a coniíderar de un modo más general la idea del hombre como realidad que posee en exclusiva, o que hace funcionar de un modo exclusivo, ciertas facultades o «potencias». Es la ya aludida «tercera idea» del hombre.

Esta idea es, de hecho, un grupo de ideas (generalmente elaboradas por filósofos) que poseen dos rasgos comunes. Primero, aunque apoyadas en hechos, o considerados tales, y no en una previa concepción metafísica o pseudometafísica, aspiran a determinar la naturaleza del hombre en tanto que hombre y desembocan, por tanto, en «definiciones esenciales». Segundo, son ideas en principio ajenas a las concepciones llamadas « trascendentes ». Cierto que no pocos autores a quienes se deben semejantes ideas, o reformulaciones de las mismas, han abrazado a la vez determinadas creencias religiosas. Sin embargo, las creencias siguen siendo creencias, y nuestros autores no suelen servirse de ellas para elaborar sus opiniones filosóficas o antropológicas. En todo caso, las ideas en cuestión aspiran a tener un fundamento empírico, pero no dependen, o no dependen totalmente, de descripciones genéticas.

Cada una de estas ideas o maneras de concebir el hombre se ha expresado mediante alguna fórmula concisa, y a menudo latina. He aquí algunas: Homo sapiens -el hombre es fundamentalmente un conocedor, no un «perceptor» o un ave de presa-; Homo faber -el hombre se distingue de los demás seres orgánicos, y en particular de los vertebrados superiores, por la invención, construcción y manejo de instrumentos-; Homo symbolicus -el hombre es la única realidad capaz de inventar símbolos y sistemas de símbolos, sean «naturales», como los lenguajes corrientes, sean «artificiales», como el lenguaje matemático-; Homo universalis -el hombre es el único animal que ha llegado a ocupar la entera superficie del planeta y que va camino de conquistar el «universo»-; Homo pictor -el hombre es el único ser viviente capaz de «representar» (y no sólo de «representarse») las realidades.

Cada una de estas fórmulas ha tenido mayor o menor fortuna. La fórmula Homo sapiens es casi majestuosa, y hasta hace poco halagadora; próxima a la definición del hombre como animal racional, se distingue de ésta por su sabor etnológico y casi antropométrico. La fórmula Homo faber, moderna y baconiana, ha gozado de considerable prestigio y todavía se recurre a ella cuando se quiere -destacar el poder de la técnica. La fórmula Homo symbolicus, que Cassirer puso en circulación, ha tenido un éxito más discreto, pero aún se la menciona de vez en cuando; después de todo, si el hombre no fuese symbolicus no alcanzaría ni siquiera a decir que lo es. La fórmula Homo universalis es, a despecho de lo que enuncia menos universal que otras; defendida, entre otros, por Teilhard de Chardin, es simple y sugestiva. La fórmula Homo pictor es relativamente reciente. Propugnada por un filósofo, su modestia no está en relación con su interés, que es mayor de lo que se podría suponer. Parece muy propio afirmar que el hombre se caracteriza por su facultad de «representación» que, en cuanto «representación imaginativa», lo independiza de su contorno al tiempo que le hace posible objetivarlo.

Sería interesante analizar en detalle estas fórmulas y ver lo que cada una puede dar de sí. Algunas van inclusive más allá de lo que sugieren. La idea del Homo faber, por ejemplo, traducida a términos menos abstractos, puede dar lugar a la concepción del hombre como el ser fundamentalmente «trabajador» que, al transformar el mundo, se transforma a sí mismo, enajenando sus productos, apropiándoselos, humanizándolos, etc., en una serie dialéctica cuyos vaivenes nos son ya familiares. La idea del Homo pictor no es sólo la de un «representador» de realidades, sino también la de un «liberador». Y así sucesivamente. Cada una de estas fórmulas nos aclara, pues, algo de la naturaleza y condición del ser «humano». Cada una es, además, grosso modo, verdadera. Pero serlo grosso modo es justamente no serlo subtile modo. La verdad de la fórmula es siempre parcial y, por tanto, relativa, especialmente en tanto que aspire a dar una «definición esencial» del hombre.

Consideremos el sentido más general de cualquiera de estas fórmulas: « El hombre es el único ser capaz de ... » Hay buenas razones para concluir que es capaz de todas las cosas que de él se enuncian. Pero, ¿es cierto que es realmente «el único que ... »? No sería imposible descubrir en cada caso algún otro ser que cumpliera con. algunas de las condiciones requeridas por la fórmula. En principio, semejante ser podría llevar a cabo, aunque fuese con grandes penas, varias de las operaciones calificadas, por definición, de «específicamente humanas». Por ejemplo, es cierto que el hombre habla y hasta que, a menudo, habla demasiado: «Il cause, il cause, c'est tout ce qu'il sait faire», como repetía el loro de Queneau, reformulando sin saberlo (¿o tal vez lo sabía?) la tesis sobre el homo Symbolicus, de Cassirer, si no la del homo loquax, de que había hablado Bergson. El hombre se halla dotado, pues, de la «facultad» del lenguaje. No obstante, de inmediato se nos ocurre que muchos animales -las abejas, los delfines, etc.- se hallan también dotados de la «facultad» del lenguaje. Un ejemplo que ha dado mucho que hablar es el de las abejas. No sólo poseen un «lenguaje», sino (como uno de los discípulos de Von Fritz ha puesto de relieve) «lenguajes». El de las abejas austríacas no es exactamente el mismo que el de las italianas: cada grupo usa su propio «lenguaje» o, si se quiere, su propio «dialecto». Como sucede con los lenguajes humanos, cada uno de tales «dialectos» triunfa donde el otro fracasa. Las abejas «austríacas» son capaces de informar a sus compañeras de panal sobre la «dirección», pero no logran indicar con la precisión apetecible la «distancia». En cambio, las abejas italianas, muy precisas en materia de «distancia», son vagas, o caprichosas, en cuestión de «dirección» o de «orientación». Se podría objetar -y se ha hecho bastantes veces- que nada de eso tiene gran cosa que ver con los lenguajes, porque no se trata de sonidos, sino de «pasos de baile». Pero, aparte del hecho de que la definición del vocablo «lenguaje» no involucra necesariamente la idea de una producción de sonidos (si así ocurriera, ni la matemática ni ningún sistema de signos escritos serían lenguajes), es fácil encontrar, para los aficionados a los sonidos, «lenguajes» animales más o menos rumorosos: los delfines, los gatos, los tigres y especies de pájaros innumerables son capaces de llenar muchas cintas magnetofónicas. Se podría objetar asimismo -y también se ha hecho- que mientras los lenguajes humanos son «articulados», los «lenguajes» animales no lo son. Pero el asunto es un tanto dudoso. Es cierto que los leones no pueden decir (todavía) «Rujo: por tanto, existo». Pero el león podría «decirle» (comunicar) a la leona: «Atención: hay una hiena tras la mata.» Todos los «sonidos» que contienen cualesquiera «lenguajes» animales son «articulados» en tanto por lo menos que constituyen un sistema y, con ello, una «norma». Si no existiera ésta, por menguada que fuese, sería mejor que los leones, los delfines, los gatos y los perros enmudeciesen, porque no se «comprenderían».

No se me escapa que pueda haber, a pesar de todo, diferencias entre los lenguajes humanos y los «lenguajes» animales -razón por la cual he empleado las comillas al referirme a los últimos. Puede, por ejemplo, erigirse una lista de características comunes a todos los lenguajes humanos y ver si algunas de ellas pertenecen sólo a éstos, en tanto que otras pertenecen asimismo a los lenguajes animales. Tal lista ha sido compilada por Charles F. Hockett, el cual ha puesto de manifiesto que el «desplazamiento» (la posibilidad de hablar acerca de cosas remotas en el espacio o en el tiempo, o ambos), la «productividad» (o capacidad de decir cosas que no se habían dicho y seguir siendo entendidas por quienes las oyen por primera vez) y acaso la «dualidad estructural» (o pluralidad de significaciones de los mismos sonidos básicos en distintas permutaciones) son rasgos que no se hallan en «lenguajes» animales -los cuales, en cambio, poseen características que durante mucho tiempo se habían considerado como específicamente humanas, tales como la «especialización» y la «semanticidad». Además, ciertos grupos de características son propios de ciertos grupos animales y otros de otros grupos. Ahora bien, estimo que aun cuando se descubriera que los lenguajes humanos no exhiben algunos rasgos distintos de los «lenguajes» animales -o, si se quiere, que se pudiera encontrar en algún grupo animal algún rasgo que se había supuesto específico del lenguaje humano en general-, seguiría habiendo una diferencia. Sin embargo, ésta no consistiría en rasgos, sino en el modo como tales o cuales rasgos funcionan. Si el lenguaje humano es distinto de los «lenguajes» animales, lo es porque forma parte de una estructura compleja que, para abreviar llamaré «cultura». Pero ello muestra que hablar, expresarse, informar, comunicar, etc., no son por sí mismas operaciones suficientes para caracterizar al hombre. No se trata, en suma, de rasgos distintos, o siquiera de un mayor o menor refinamiento en ellos; se trata en cada caso del modo como se usa el lenguaje. Por ejemplo, el hombre puede echar mano del lenguaje para discutir si éste es o no una característica suya, en tanto que las demás especies animales no han llegado a tal extremo. Es harto improbable que haya, o pueda haber, un grupo -de delfines que silbe de forma tal que, traducidos los silbidos a uno de nuestros lenguajes, el resultado sea: «Nosotros, los delfines, somos animales excepcionales, porque la fórmula delphinus loquax nos pertenece en exclusiva.»

En consecuencia, la característica del hombre parece ser no tanto la posesión (o siquiera la constitución) del lenguaje como la posibilidad de plantearse el problema del mismo. Ahora bien, poder decir algo sobre el lenguaje se halla, en cierto modo, «fuera de él», o en todo caso en un marco previo: es una actividad «metacultural».

El mismo tipo de argumentos para demostrar que las fórmulas homo symbolicus y homo loquax son insuficientes, es aplicable a las demás: homo faber, homo pictor, etc. Se ha descubierto que ciertos vertebrados superiores prehumanos -los «homínidas»- «fabricaron» instrumentos de piedra, todo lo bastos y toscos que se quiera, pero instrumentos al fin y a la postre; en todo caso, aprendieron a usar las piedras como instrumentos. Por otro lado, y respecto a la fórmula homo universalis, conviene no olvidar que los reptiles invadieron la tierra hace 250 millones de años, y que los microbios y, por poco que nos descuidemos, los buitres, podrían hacer lo propio después de una hecatombe nuclear. El único modo de seguir conservando estas fórmulas, o por lo menos algunas de ellas, es refinarlas en varios de los sentidos antes sugeridos, pero entonces dejan de ser las fórmulas que pretendían ser y se convierten en cosa distinta: en puntos de partida para un análisis «antropológico-filosófico».

Claro que cuando consideramos estas fórmulas y definiciones en conjunto -y no digamos cuando las refinamos al máximo- aumentan las posibilidades de alcanzar una caracterización más aceptable del «ser humano». Puede muy bien ocurrir que los reptiles no hayan usado jamás ningún lenguaje, que los tigres no se apoderen jamás del planeta, y que las abejas, cosechadoras de grandes éxitos como «bailarinas hablantes», resulten un fracaso deplorable como «pintoras». Es, pues, tentador concluir que puede resolverse nuestro problema agregando una sola letra a la palabra differentia; en vez de hablar de la differentia (de la differentia specifica), podríamos hablar de las differentiae, o «diferencias» del hombre, y aquí acabaría la historia.

Resistiré a la tentación y ello por una razón muy simple: he discutido los modos como puede definirse el hombre, pero la cuestión es si verdaderamente puede «definirse».

Al llegar a este punto se apilan las dificultades. Para ser razonablemente claros habría que ser insoportablemente prolijos. Me limitaré a unos cuantos esbozos, sin prueba suficiente.

1. Comenzaré por recordar que el hombre es una persona sin por ello dejar de ser una realidad natural. Una persona no es «aquello que», sino más bien «aquel que». En este sentido, cabe sostener (sin dar a esta afirmación un excesivo alcance «metafísico») que el hombre no es «una cosa». En alguna medida, el hombre se parece más bien a «cosas» tales como las costumbres, las instituciones políticas o los sistemas filosóficos, por lo menos en cuanto que no hay, por ejemplo, «algo» que sea una costumbre, y sólo in modo obliquo decimos que las costumbres «son». Sin embargo, podemos seguir diciendo, sin que nos remuerda la conciencia -o se nos haga incómoda la gramática- que éstas son costumbres, y también que las costumbres son lo que son.

2. La tesis sugerida se halla incorporada en ciertos lenguajes. Si llaman a la puerta, no diremos «Debe de ser algo» -aunque también «algo», por ejemplo una ráfaga de viento, puede producir el sonido, o el ruido, que usualmente asociamos con «golpes a una puerta». Por otro lado, una costumbre, una institución política o un sistem a filosófico no suelen Ilamar a las puertas, si no es muy metafóricamente. Lo que diremos, pues, al oír la llamada es «Debe de ser alguien». Y «es alguien» quiere decir «es él» o «ella», no «esto» o «aquello». No sólo: él, sino, además, «él mismo». Por cierto que un tigre es también «él mismo». ¿Qué va a ser si no? Es un tigre, no una oveja o una mosca. En el caso del hombre, sin embargo, «ser él mismo» tiene un sentido más reflexivo que en el del tigre. De hecho, «ser él mismo» equivale a «ser sí mismo». En todo caso, no equivale al hecho de que una cosa, sea lo que fuere, sea simplemente «lo que es».

El párrafo antecedente tiene un aire laberíntico. Por si fuera poco, tiene también un aspecto paradójico. Reconozco que «ser él mismo» (y hasta «ser sí m ismo») quiere decir también «ser (una realidad) aquello que es». No obstante, mientras para una realidad cualquiera, con excepción del hombre, ser aquello que es significa ni más ni menos que es lo que es, para el hombre significa que tiene la posibilidad de no ser sí mismo, de estar «enajenado» o «alienado».

3. Los tres párrafos anteriores son muy especulativos y (para mi gusto actual) demasiado «existenciales». Los siguientes se hallan (espero) impregnados de sentido común.

Quiero dejar bien claro que al hablar del hombre como de un «alguien», de un «ser él mismo» (que a veces no es él mismo), etc., no hablo de ninguna realidad misteriosa e insondable. Hablo de realidades que estamos todos de acuerdo en considerar como humanas: el lector, sus amigos y amigas, sus parientes, etc. No hablo de libélulas, alcachofas, o siquiera chimpancés. La razón de esta propuesta de limitar los hombres a una especie de «club humano», con derecho de admisión automático, es muy simple: contrariamente a lo que han pensado (o acaso esperado) algunos filósofos, no creo que la realidad humana sea independiente de la realidad física, biológica, fisiológica, y psicofisiológica llamada «hombre». Desde este punto de vista, el hombre no es, o no es sólo, «razón», «lenguaje», «repertorio de técnicas», etc., sino también, y para empezar, una realidad biológica. Un ser humano es un cuerpo orgánico. En este sentido, el hombre es una realidad natural independientemente de su origen -criatura de Dios, organismo producido en el curso de la evolución biológica, por diferenciación y especialización, etc., todo lo cual es cuestión de orden genético, importantísima, pero que por el momento no nos incumbre gran cosa.

Se ha rumiado con frecuencia que si el hombre es «una realidad natural» ha menester, para ser realmente hombre, de una especie de «suplemento», de una «realidad suplementaria» calificada de diversos modos: «alma», «facultad de pensar», o de hablar, contar, votar, etc. No lo creo así. Si se me insistiera en que sigue siendo necesario un «suplemento», respondería que se halla en su modo de existir en tanto que realidad orgánica. Dicho de otra forma, y como he tratado de aclarar en la obra citada en nota, el hombre es un modo de ser y de vivir el propio cuerpo. El hombre es «un modo de ser su cuerpo».

Cierto que un tigre es también un modo de ser un cuerpo. Y una golondrina, y una salamandra, y así sucesivamente. Con todo, hay maneras muy distintas de «ser un cuerpo». La diferencia -la auténtica y trivial differentia que se busca para caracterizar al hombre- es que el modo en que el hombre es su propio. cuerpo es distinto de otros. Mientras todas las demás realidades son aquello que son, o si se quiere aquello que llegan a ser, el hombre no es el que es: es «sí mismo» en el sentido de que puede dejar de serlo... sin dejar de serlo. El lenguaje expresa esta situación por medio de la diferencia entre «ser alguien» y «ser algo».

«Una manera de ser el cuerpo» es sólo una fórmula. Es menester darle sentido -tarea larga, que me limitaré a encentar.

Un modo muy concreto de dar un sentido a la fórmula «el hombre es una manera de ser el cuerpo» consiste en describir la relación entre el hombre y su medio. Esta relación no se da de una sola vez y por completo; es resultado de una larga ringlera de cambios orgánicos en el hombre (o en el que ha llegado a ser tal). La manera de ser «una realidad natural» tiene, pues, una influencia decisiva sobre el modo de concebir, y hasta de «representar» (o, «representarse») al hombre.

Con frecuencia se dice que nada se opone a que ciertas máquinas, y especialmente ciertos ordenadores, puedan llevar a cabo operaciones normalmente reservadas a los hombres, y con mayor celeridad y seguridad que éstos. Tal sucede con máquinas que «aprenden», «memorizan», «seleccionan», «juzgan» y hasta «inventan». Tal sucedería sobre todo con máquinas dotadas de dispositivos que les permitieran «reproducirse» y «engendrar» otras especies de máquinas en el curso de una «evolución» tan maravillosa como alucinante.

En algunos casos se trata de hechos contantes y sonantes. En otros no se sabe (aún) si se trata de esquemas realizables o de meras fantasías. Supongamos que nada sea imposible, y que se puedan construir maquinalmente hombres. He aquí, se dirá, nuestra máquina-hombre. ¿En qué se distinguirá de un hombre? En nada. Pues entonces no habremos «obtenido» una máquina, o una supuesta máquina-hombre, sino un hombre. El plan de la máquina y el del hombre coincidirán en todos sus puntos.

Un hombre no es una entidad a la cual se vayan sobreponiendo características, facultades, operaciones, etc., con el fin de convertirla en una «sustancia pensante», en una «cosa» capaz de «pensar», «dudar», «imaginar», «creer», «cantar», «pintar», «volverse loco», etc. Un chimpancé que alcanzara a cobrar conciencia de su propia realidad, y que dijera, por ejemplo, «Pienso, luego existo» -o, acaso más sutil y «humanamente»: «Pienso, luego existo, ¡vaya despropósito filosófico!»-, sería un contrasentido. No sería ya un chimpancé, sino un hombre. Y a tal efecto poseería, o habría logrado poseer, el organismo y la «forma» de un hombre. A la inversa: un hombre a quien se desposeyera de características «naturalmente» consideradas «humanas» no «descendería» a la categoría de chimpancé: seguiría siendo un hombre hecho y derecho. No se pasa de ser no hombre a hombre por añadiduras, ni de hombre a no hombre por eliminaciones o defectos. Las añadiduras no serán humanas y los defectos no serán no humanos. Todo lo que hace que un hombre sea hombre será indefectiblemente humano y no infrahumano o prehumano. Se me puede objetar que todo eso es trivial, porque no hay duda de que si se dan las «condiciones» A, B, C, etc., para «constituir» a un hombre, lo que se obtendrá será efectivamente un hombre. Pero ahí está la cosa. Será un hombre, y no un chimpancé, un delfín, una abeja o un ordenador, capaz de «sustituir», como se dice a veces, al hombre.

Por tanto, no es cierto que cualquier «sustancia» o «estructura» podrían ser, en principio, un hombre; sólo pueden serlo la «sustancia» o la «estructura» humanas. Las cuales no son ninguna realidad recóndita, sino el propio hombre, con su cuerpo, su sistema nervioso, sus sentidos, etc., que no son propiedades o características, sino la realidad humana en su integridad. Por eso las fallas, los defectos y las «amputaciones» que pueda sufrir, las sufre en cuanto hombre. Un hombre con un corazón artificial es tan hombre como uno con un corazón «natural»; lo «artificial» en el hombre es, en efecto, artificialmente humano.

La relación entre el hombre y su medio es, por consiguiente, función del modo de ser el cuerpo que constituye al hombre. Gracias a ello, el hombre es capaz de ejecutar dos operaciones que parecen antagónicas, pero que son más bien complementarias.

Por un lado, puede vivir, como ha escrito un antropólogo, el profesor Eiseley, «en parte al menos, en el interior del secreto de sus creaciones» al tiempo que es capaz de «participar con otros hombres en este secreto universo». El hombre se sustrae, o puede sustraerse, a su medio para crearse un medio propio. Tal «medio propio» ha recibido diversos nombres, uno de los cuales es tan debatible como inevitable: «la cultura». Se trata de un medio que sigue una ley propia: la historia. De ahí la definición a menudo propuesta del hombre como «animal (o ser) histórico» -definición aceptable, pero incompleta.

Por otro lado, el hombre puede también, por así decirlo, «objetivar» el mundo. Por tanto, es capaz de considerar el mundo no (o no sólo) como un «medio», como una estructura a la cual tenga que adaptarse en tanto que miembro de una especie orgánica, sino también como una realidad objetiva que se esfuerza por comprender tal cual es, séale o no provechosa, y hágale o no feliz. Este medio «objetivo», que ya no es, en sentido estricto, un medio -que no es ya «un mundo», sino sencillamente «el mundo»-, posee el mismo nombre anterior: «la cultura», que sigue idéntico esquema, esto es, la historia.

Se dirá que el mundo tal como es dado en una trama cultural no, es el mundo tout court, sino una interpretación del mundo. De acuerdo si con ello se quiere poner de manifiesto que el concepto de «mundo» es una interpretación, esto es, que resulta de un modo de ver y comprender la realidad. Menos si con ello se pretende insinuar que así se echa por la borda toda objetividad. La realidad llamada «mundo» es una objetivación del medio, gracias a la cual éste aparece (o se procura que aparezca) como lo que es y no como puede convenir que sea.

A la postre, hay mucho de cierto en la idea de que el hombre es «una realidad cultural» doblada de «realidad histórica», siempre que se tengan presentes los dos siguientes factores. Uno, que la realidad cultural e histórica del hombre no disminuye su realidad natural, porque el hombre es «naturalmente» un cuerpo o, como propuse, «una manera de ser el cuerpo». Ello nos abre interesantes perspectivas. Nos permite, por ejemplo, responder abiertamente a quienes reclaman no sólo una antropología del hombre, sino también una de los sexos humanos, diciendo que la razón les sobra: «ser hombre» quiere decir «ser hombre o ser mujer» (lo que incluye, dicho sea de paso, la llamada «transexualidad» o aspiración, a veces cumplida, a cambiar de sexo). El sexo no es un accidente en una especie de «sustancia humana»: las propias ambigüedades y alteraciones sexuales pertenecen a tal «sustancia». En todo caso, la relación entre seres humanos es en gran medida relación entre sexos. Por desgracia, no puedo embarcarme ahora en este mar borrascoso. Me limitaré a asegurar al lector que «la idea del hombre» aquí propuesta -o que puede desprenderse de lo dicho- tiene en cuenta tal hecho básico. El ser humano en tanto que «ser sexuado» (y no solamente «sexual»), así como las relaciones entre «ser un hombre» y «ser una mujer», no son realidades ajenas a la idea del hombre como «manera de ser un cuerpo». Tales relaciones entre sexos -que incluyen, bien que no agotan, las relaciones «estrictamente sexuales»- podrán ser consideradas, desde este punto de vista, como relaciones entre maneras de ser los cuerpos.

El otro factor es que la realidad cultural e histórica del hombre se manifiesta en el contexto de un «ser alguien» o de un «ser sí mismo», que no impiden, por supuesto, las fallas en la autoidentificación y los problemas de la doble personalidad; tanto la identificación de sí mismo como el desdoblamiento remiten a «alguien», no a «algo». Este «alguien» no es una especie de «núcleo» del hombre distinto de su «carne y hueso», porque es justamente tal «carne y hueso» en tanto que «alguien». Si se insiste en un «alma» y en un cuerpo, habrá que hacerlo un poco al modo de la frase de Aristóteles: «El alma es al cuerpo como la vista es al ojo.»



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