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Bolsas de crueldad

En agosto de este año, estando en El Escorial para participar en uno de los Cursos de Verano de la Universidad Complutense, solía darme un repaso matinal de toda la prensa madrileña. En dos de siete u ocho diarios me topé con dos artículos que aunque sólo fuese por la naturaleza del curso en el que participaba me llamaron grandemente la atención. Uno se titulaba «Fiestas bárbaras», firmado por Manuel Leguineche, y el otro tenía por título «El español, el peor enemigo de los animales», y lo firmaba Carmen del Caño.

Tras una primera lectura precipitada, me quedé admirado de la candente imaginación de esos dos escritores. ¡Y yo, que en mi narrativa creía haber logrado inventar toda clase de situaciones y personajes ficticios con la intención de que al lector le pareciesen muy reales! Carmen del Caño y Manuel Leguineche me habían batido en toda la regla: habían discurrido cosas de naturaleza tan fantástica y de índole tan cruel que era de todo punto evidente que no podían referirse a nada existente en este mundo. Lo único que Carmen y Manuel -que me permitan citarles por sus nombres de pila- no habían podido conseguir era que yo creyera que sus relatos -los pueblos, los personajes, las fiestas sangrientas- eran otras cosas que puros embustes. Cierto que Carmen había titulado su artículo «El español, el peor enemigo de los animales», pero no había duda de que lo había hecho para despistar. Además, ¿cómo se podía llamar españoles -siempre, según las leyendas, gallardos, caballerosos, valientes- a esos tipos (y, por desgracia, también tipas) que perpetraban las bestialidades descritas? Éstas debían de quedar reservadas a los brutos que, según un filósofo español, Gómez Pereira, a quien se ha presentado a veces como «precursor de Descartes», carecen de sensibilidad: brutus sensa carere, para decirlo en latín que a veces produce mayor impresión.

Tengo ahora que rectificar: los artículos de los dos mencionados periodistas carecían de toda imaginación y eran dos pulcrísimas descripciones de realidades.

He podido comprobarlo recientemente con un vídeo que reproduce varias de las escenas descritas por ambos escritores, especialmente las proporcionadas por Carmen del Caño, más detallada en esto que Manuel Leguineche (de cuyo artículo tomo el título del presente), aunque éste no manifieste menos aborrecimiento que aquélla. Este vídeo, dicho sea de paso, no mentía, porque puedo asegurar que no había en él la más leve sombra de montaje. Mi experiencia en cine y en vídeo es modesta, pero es más que suficiente para saber de qué estoy hablando.

Referirse a las «fiestas con sangre», como las llamaba Carmen del Caño, constituye un embarras de choix: son tantas y tan sangrientas que uno no sabe por cuál comenzar. Al azar, menciono un par de ellas, de acuerdo con la descripción periodística corroborada por el vídeo.

En algún lugar de Castilla unos sujetos totalmente alucinados agarran a una cabra y la arrojan desde lo alto de un campanario. «Luego los festejantes la rodean en el suelo para ver si está reventada», escribe Carmen del Caño. Realmente, Carmen del Caño es de una sobriedad que ni un filósofo analítico de esos tan clásicos. ¡Y yo que dije antes que era tan imaginativa o, según sea el caso, tan realista! En el vídeo se ve cómo esos increíbles personajes prehistóricos (tres millones de años antes de Jesucristo) manosean, torturan y ordeñan el animal, lanzando los chorros de leche sobre los rostros (¿es adecuado decir rostros?) de sus cofestejantes, y cómo al final la echan sobre la piedra desde lo alto y la gente se agolpa no sólo para «ver si está reventada», como tan concisa y caritativamente escribe Carmen del Caño, sino también para solazarse en el martirio de la desdichada bestia, entre un regocijo digno de una fiesta realmente báquica. Hay que verlo para creerlo, y aun así se queda uno como viendo visiones.

Menciono, igualmente al azar otro lugar, este de Levante, porque no parece que esas malhadadas costumbres estén circunscritas digamos a Las Hurdes (donde a lo mejor son de un respeto conmovedor para todas las vidas, humanas y no humanas). En ese lugar les dan por toros y vaquillas. Para empezar, les colocan bolas de fuego en los cuernos con el fin de que los animales, asustadísimos, corran alocadamente de un sitio para otro, ansiosos de deshacerse de esos fuegos infernales, que les crepitan a ambos lados de la testuz. Por si necesitaran más animación, los participantes de las fiestas, en los que figuran una buena cantidad de muchachos jóvenes, y también algunas muchachas en ciernes, los azuzan, atizan, arrean, golpean, tironean, arrastran y fustigan en medio de una algazara indescriptible. Por lo visto, se divierten horrores y, según se puede percibir en el vídeo, tanto más cuanto que el animal está llegando al fin de su degradación. Esto debe de ser: una fiesta de la degradación a beneficio de no se sabe qué dioses vengativos... Pero, no, nada de dioses: la pura, nuda, simple saña humana.

Quiero hacer constar que no me mueve la más mínima animadversión hacia el par de pueblos a que aludo. Estoy segurísimo de que la gran mayoría de sus habitantes no participan en esas salvajadas. No diré, pues, que deberían estar avergonzados de ellas, porque no creo en la culpa colectiva -tampoco, dicho sea de paso, creo en la virtud colectiva-: si alguien de mi nación, de mi ciudad o de mi barrio se comporta -¿diré como un animal?, pero no, eso sería suponer que los animales se comportan como algunos seres humanos creen que los animales se comportan-; si alguien, repito, que es miembro de una colectividad a la cual pertenezco se comporta mal, es él y no yo quien tiene que arrostrar con las consecuencias. Pero esto hace que el comportamiento de quienes participan en esas supuestas torturas festivas sea aún más censurable. No pueden escudarse en su pueblo, en su tradición o en sus creencias: ellos, y sólo ellos, son los culpables.

Mientras pasaba la cinta de vídeo, me preguntaba «¿dónde están las autoridades»? (del pueblo, de la región autónoma, del país), porque, claro, no se puede creer que permitirían esos (empleo de nuevo términos inapropiados) vandalismos y salvajadas. De ninguna manera. De saberlo, se pondrían hechos una furia. Y, además, debe de haber, de hecho hay, especialmente en algunos lugares del país, legislación apropiada para mandar definitivamente al diablo esas fiestas satánicas.

Esperémoslo.

Algunos que conozcan varias de mis cosas, dirán acaso: este señor, este filósofo, este ensayista, este novelista, ¿cómo se le ocurre ahora meterse en sanfermines? Debe de haberle influido su mujer, que es una profesora y escritora y, por añadidura, una activista en favor de los derechos de los animales. Las mujeres son muy raras. Mejor no le haga caso.

Bueno, tengo que confesar que en algunas de mis narraciones he introducido personajes que, como la esposa del señor presidente de la República de Corona, se niegan a usar pieles, está contra la caza, mayor y menor, y hasta son vegetarianos, e inclusive ha introducido un país entero que, como la citada Corona, es tan corrupto como todos los países del mundo, unos más y otros menos, pero que en lo que toca a ciertas cosas, como la libertad del individuo y el respeto a los animales y al medio ambiente, es ejemplar. Y que le debo a mi mujer el haber prestado atención a este aspecto del mundo. Pero mi convicción de que un enemigo de los animales es otro modo de ser un enemigo de los seres humanos, esto no se lo debo a ella, sino a mi razón raciocinante. Y, por otro lado, las mujeres tienen también razón.