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Voltaire en Nueva York

Los clásicos escribían sus cuentos y fábulas con la intención de sacar alguna moraleja. Hasta la colocaban, bien destacada, al final de su composición y escribían, para que no hubiera dudas, «Moraleja», dos puntos, tras lo cual venía la enseñanza, a menudo en forma de proverbio, La avaricia rompe el saco, Quien espera desespera, No por mucho madrugar amanece más temprano, y otras virtuosas (o prudentes) recomendaciones. Hoy día las moralejas no están ya de moda. Bien es verdad que hoy día no está de moda casi nada de lo que estuvo; en cuanto se pone uno a seguir una corriente que le dicen a uno, pues ya pasó. En estas condiciones, lo mejor es no preocuparse ni mucho ni poco de si algo sigue estando o no de moda ni de si escribir cuentos o fábulas con una moraleja final es vieux jeu.

Liberado ya de estos cuidados que tanto atosigan a algunos de mis colegas, escribiré sin más mi cuento y le pondré, ¿cómo no?, una moraleja, aunque para variar un poco, uno no puede así como así desprenderse del afán de originalidad, no la colocaré al final, sino al principio. Aquí va, pues, atención: «Moraleja dos puntos. No hay que fiarse de las apariencias».

No se dirá que la cosa no es clara y, sobre todo, útil. De haber puesto la teoría en práctica, no me habría ocurrido lo que me ocurrió en Nueva York un gélido día de febrero, y todo por haber creído inocentemente que si una persona pide información sobre un asunto es porque no sabe -mi profesor de filosofía moral, que en paz descanse, decía «usufructúa una ignorancia»- y, además, supone que el demandado podrá ayudarle. O ayudar a la que demanda, pues se trataba de una señora algo entrada en años y de apariencia respetable. Pero, como digo, no hay que fiarse. Bienvenidas sean las moralejas, aunque no estén de moda.

Noto que, siguiendo una costumbre de esas que antes se calificaban de inveteradas y hoy se llaman, con el progreso de los tiempos, «microprácticas», estoy perdiendo el hilo y con él el tiempo, metiéndome en digresiones. Los clásicos también lo hacían, pero nadie se lo reprochaba, porque en aquellos tiempos la gente no tenía tanta prisa y aceptaba de buen grado toda clase de comentarios, discretas razones y sabrosos razonamientos, quizás porque sospechaba que los críticos del futuro lo explicarían todo, demostrando cumplidamente que todos esos rodeos y circunloquios, que parecían tan gratuitos, ocultaban cuidadosamente una arquitectura o, como la llaman, una estructura, complejísima, cuyo sentido sólo el crítico de turno ha logrado dilucidar por entero. Puede ser. Por desgracia, los lectores de hoy que no aspiran a ser citados en revistas profesionales no tienen paciencia; tan pronto como una frase contiene más de tres palabras se ponen nerviosos y cierran el libro. Trataré de moderarme.

La cosa empezó con una carta. Mejor dicho, con una invitación.

La cual, no tengo más remedio que decirlo, aunque el lector se impaciente, era notable aun antes (o especialmente antes) de ser leída. Estaba primorosamente escrita a máquina, posiblemente con una Olympia ES 105, y en tipo Elite 10 (ya de por sí una alusión sutil; élite: de, con, para, sobre, tras los pocos), con mi nombre al principio en letras itálicas (que por nada del mundo quisiera llamar bastardas), con los márgenes derechos perfectamente justificados, todo en espacio proporcional, formando un hermoso cuadro que por sí solo, y sin tener en cuenta el contenido, ya olía a esmero y diligencia y ganas de hacer bien las cosas. A todo eso se agregaba un membrete con finas letras en relieve donde se leía «New York Institute for Human Studies» y todo lo que sigue, dirección, número de teléfono, etc.

En contraste con el marco, el cuadro era perfectamente común y hasta algo pedestre. La susodicha invitación decía (y traduzco): «Querido profesor Restrepo: Por el Doctor Tordera hemos sabido que ha estado usted trabajando en el tema de los orígenes de la conciencia histórica, y en relación con ello nos complacería mucho que aceptara usted dar una conferencia (en francés) en nuestro Instituto. Dejamos el tema a su elección, pero puesto que estamos celebrando “El mes de la cultura francesa”, nos interesaría que tratara usted algún autor o tema relacionado con esta cultura. Las conferencias se dan usualmente a las ocho en punto de la noche, con una duración de una hora más cuarenta y cinco minutos de preguntas y discusión. Dentro de la serie “La cultura francesa y las Humanidades”, que se desarrolla en la primera semana de febrero, le proponemos el día 7. Espero que tenga usted la bondad de aceptar y darnos así la oportunidad de, etc., etc. Por desgracia, sólo nos es permitido pagar los gastos de viaje, etc., etc. Firmado: Joseph D. Livingstone, Jr.». Una de tantas cartas que diariamente se escriben para mantener el fuego sagrado de las conferencias.

A segunda vista, sin embargo, el cuadro no era menos notable que el marco.

Para empezar, las pretendidas informaciones del Dr. Tordera sobre mis trabajos en torno a los orígenes de la conciencia histórica no podían ser más falsas. Una de las muchas cosas en las que yo jamás había pensado era la conciencia histórica, de modo que mal podía haberme ocupado de sus orígenes. La verdad es que yo era (sigo siendo) un modesto profesor de español en un pequeño College norteamericano y que las pocas veces en que el tiránico jefe de mi departamento me ha permitido salirme del mortal libro de texto falazmente titulado Latinoamérica: tierra del porvenir -una simple gramática adornada con ejercicios del tipo «Llegada al aeropuerto» o «Cómo hacer amigos al Sur del Río Grande»- ha sido para dar un crash course sobre «la cultura» latinoamericana, o alguna bobería por el estilo. No sólo, pues, nada de conciencia histórica, mas ni siquiera un pie en la verdadera literatura que, dicho sea de paso, conozco mil veces mejor que mi estúpido superior jerárquico, un ferviente admirador de, of all people, Vargas Vila.

Pienso que lo único que podía haber inducido al Dr. Tordera -que éste sí había sabido situarse y había conseguido un puesto considerablemente envidiado (y no menos considerablemente remunerado) en la escuela graduada de la Universidad de la Ciudad de Nueva York- era el hecho de que fuésemos paisanos. Ambos éramos de Tunja que, digan lo que digan, es la más linda ciudad de Colombia, y ambos habíamos seguido carreras similares, primero en la escuela técnica en verdad, la única escuela universitaria- de Tunja, y luego en una de las treinta y cinco Universidades de Bogotá, cuyo nombre no hace al caso aunque no estaría del todo mal que lo hiciera constar aquí y que hablara un poco de las discrepancias entre el Dr. Tordera y un servidor sobre los méritos y las fallas de nuestra Alma Mater y sobre la calidad de las enseñanzas que en ella se imparten sobre nuestra literatura patria. Diré sólo que mientras el Dr. Tordera hacía gala de un nacionalismo desenfrenado, yo era partidario de estudiar las influencias extranjeras, especialmente la francesa. Conjeturo que mi excondiscípulo, acaso mordido por la mala conciencia (no había hecho nada en absoluto para hacerme salir del hoyo), había decidido faire amende honorable y ayudar un poco a su paisano haciéndole invitar por una institución prestigiosa para disertar sobre un asunto que estaba mil leguas por encima de las capacidades del jefe de mi Departamento. Todavía quedaba el misterio de la conciencia histórica, pero debía de haber recordado que, entre mis profusos conocimientos de literatura francesa, figuraba Voltaire, con lo que lo de la conciencia histórica iba pareciendo menos extravagante. Hice mentalmente una nota para agradecer a mi antiguo condiscípulo su recomendación y me dispuse a responder afirmativamente a la invitación del Dr. Livingstone, informándole que aceptaba con gusto su sugerencia y que el título de mi conferencia sería justamente «Voltaire y los orígenes de la concíencia histórica». Dos pájaros de un tiro.

No quedaba, pues, más que escribir la conferencia, cosa que no se me antojaba tan difícil porque había guardado las notas de un artículo que hacía años -¡y tantos!- me había propuesto escribir sobre la Ilustración en Colombia, sin que hubiera tenido nunca la ocasió en verdad, las ganas- de llevar a cabo esta tarea, originariamente destinada a apoyar mi candidatura para un puesto permanente en mi Departamento. De hecho, cuando llegó el temido momento de examinar mis méritos para obtener la famosa tenure (o permanencia) -lo que, dicho sea de paso, estaba a cargo de un Comité compuesto de dos profesores de química, uno de sociología y otro de astrofísica, todos ellos con una enciclopédica ignorancia de las literaturas hispánicas y de cualesquiera otras-, cuando llegó, repito, tal momento, mi jefecillo me apoyó y escribió una calurosa carta de recomendación, lo que estuvo a punto de hacerme cambiar de opinión sobre su persona y carácter hasta que me enteré de las razones verdaderas de su aparente generosidad: era que no quería de ningún modo que el puesto fuera ocupado por otro candidato, autor de un sinfín de artículos eruditos, que le habría hecho sombra, lo que, por pereza y por temperamento, no había el menor peligro que yo proyectara. Pero me estoy desviando (otra vez) y ha. llegado el momento de ir al grano. En resumidas cuentas, mi articulillo se quedó en el tintero, pero en las notas felizmente conservadas figuraba un montón de citas de Voltaire que ahora iban a serme utilísimas para mi charla. Hasta podría traer a colación la bendita conciencia histórica, a la que tan imprudentemente había hecho alusión el Dr. Tordera.

Fue así como en menos de una semana quedó pergeñada mi charla y con ella en mi cartera de cuero marrón me dispuse a hacer el viaje desde Málaga (esos norteamericanos dan nombres sorprendentes a sus villorríos), en el Estado de New Jersey, hasta Nueva York, donde esperaba llegar en poco menos de dos horas, débiter mi conferencia, contestar como pudiese a las preguntas de los oyentes y dirigirme luego al «Little Theatre», en el Village, donde daban lo que se había anunciado como la última película de Ingmar Bergman, que resulta ser siempre la penúltima, para regresar vía el Holland Tunnel a mi minúsculo apartamento en la susodicha Málaga, entre Elmer y Buena (otro nombre que se las trae), y lo digo por si algún curioso quiere comprobarlo en el mapa.

El lunes, 6 de febrero, se anunció una tormenta de nieve, que se desencadenó por la madrugada del martes 7 y arreció durante varias horas, con una acumulación total de seis pulgadas, pero como esto no es nada excepcional en estas frígidas latitudes (durante el invierno, porque lo que es el verano, ni que fuera la jungla amazónica), la única precaución que tomé, además de asegurarme de que los neumáticos de invierno estaban firmemente instalados en mi Volvo climatizado (un lujo que me había permitido el año anterior después de un agotador curso de verano: cinco horas de clase al día y trescientos cincuenta analfabetos incapaces de ir mas allá de «muchacha» y «sombrero»), y de colocar en el baúl un par de pesadas cadenas, fue salir de Málaga con anticipación suficiente, de modo que pudiera recorrer en tres horas y media lo que normalmente no llevaba más de una hora y cuarenta y cinco minutos.

Estas precauciones fueron absolutamente necesarias. Aunque el firme del New Jersey Turnpike estaba lo bastante seco como para poder circular por él a velocidad sólo ligeramente superior a la ridícula permitida por las autoridades, las pistas que conducían a Nueva York estaban más atestadas que nunca de monstruosos camiones cargados al tope de Pepsi Cola, patatas fritas Wise y todas las porquerías destinadas a apagar la sed y saciar el hambre de los más o menos diez millones de almas que pululan bajo la usual densa capa de smog que caracteriza las aglomeraciones urbanas en los países que se las dan de industrializados. Me llevó casi. cuatro horas alcanzar el peaje de la salida 16, y una hora el suplementario de avances, que parecían más bien retrocesos, el negociar, como dicen en este país, no sé si por influencia de Dale Carnegie, el Lincoln Tunnel y varias calles repletas de bote en bote de vehículos estacionados en doble fila hasta llegar a un lugar entre las calles 46 y 47, dos manzanas al oeste de la Quinta Avenida. Había pensado que tendría tiempo para detenerme en alguna de las ingratas cafeterías donde el nombre «café» designa cualquier líquido más o menos turbio y sin la menor semejanza con nuestro espeso y negrísimo brebaje colombiano, pero tuve que renunciar incluso a este dudoso refrigerio, que me habría impedido llegar con anticipación suficiente a las oficinas, o lo que fuera, del Instituto de Estudios Humanísticos. De hecho, alcancé el portal con el número que figuraba en la carta-invitación a las siete y media en punto, lo que, después de pensar que no iba a llegar nunca, constituía una grata sorpresa.

Me esperaba otra, aún más grata.

Todos los que circulan por alguna de las grandes ciudades modernas -entre las que, por cierto, figura Bogotá, con sus seis millones y pico de habitantes, y sus embotellamientos dignos de las más encopetadas metrópolis- sabe que llegar en coche a un punto de la ciudad es una cosa, relativamente fácil, y encontrar un sitio en los alrededores para estacionar el coche, otra muy distinta, que oscila entre lo desesperado y lo imposible. Pues bien, por un azar que escapa a toda comprensión humana y que podría muy bien calificarse de milagro, encontré, casi frente a la puerta del Instituto, un sitio libre que iba desde la parte trasera de un Oldsmobile tan reluciente como imponente hasta el final de la zona donde, pulgada más pulgada menos, se iniciaba el área, marcada por una (despintada) franja amarilla, reservada para una de esas omnipresentes bocas de riego que los chicos abren fácilmente para inundar la calle, pero que no hay modo de hacer funcionar tan pronto como llegan los bomberos para sofocar algún incendio. Es lo que se dice tener suerte. La coyuntura era tan favorable que hasta se me olvidó una vieja teoría -la única que jamás me he permitido elaborar (para mis adentros) y a la que he dado el nombre de «teoría de las compensaciones»-, teoría que puede expresarse, como casi todo, por medio de una moraleja que consiste en invertir otra muy conocida: no hay bien que por mal no venga, y que de haberla recordado en aquel momento habría empanado considerablemente mi feliz optimismo.

Para acortar el relato: estacioné mi coche, maniobrando hábilmente con el fin de no pisar la dudosa franja amarilla y a la vez no causar ningún rasguño al impresionante Oldsmobile, y tras asegurarme de que puertas y cristales quedaban cerrados (herméticamente), negocié varias latas de basura y penetré en el vestíbulo de lo que parecía ser uno de tantos edificios destinados a oficinas.

Entre dos ascensores se desplegaba, como es sólito en estos edificios, un largo directorio de los ocupantes, el cual recorrí primero á tuote allure ,luego un poco más despacio y, finalmente, con inmensa calma, leyendo cada línea por separado con el fin de que no se me escapara ninguno de los nombres. Pude comprobar, así, que desde «Atlantic Gear Company» hasta «Zwinglian Society of America» no había nada que remotamente se pareciera al nombre de mi Instituto. Ni bajo la I («Institute for, etc.»), ni bajo la H («Human Studies, Institute for»), ni bajo la S («Studies, Institute for Human»), ni siquiera bajo la L («Livingstone, Joseph D., Director of, etc.»). Nada.

¿Me habría equivocado de número? No; era exactamente el que figuraba en la invitación firmada por el Dr. Joseph D. Livingstone. Todavía bajo la impresión de feliz optimismo que había causado la facilidad con que pude estacionar mi vehículo, pensé que el hecho de que el Instituto de Estudios Humanísticos no se anunciara ni siquiera en su propio edificio era sólo una prueba de su carácter exquisitamente cultural. No hay que esperar que una organización dedicada a tan encopetados estudios se anuncie como si fuera una de las crasas empresas comerciales tan jaleadas por las agencias de la cercana Madison Avenue. Tengo que agregar que mi optimismo tenía un sólido fundamento. Un conserje que alcanzaba a pasar en aquel momento (otro golpe de suerte) y que fue más servicial de lo que suelen ser los miembros de su gremio, me informó de que «lo que buscaba» ocupaba los pisos 23, 24 y 25, aunque no estaba seguro respecto a este último.

Me decidí por el piso 24, que resultó ser el indicado. Decididamente aquel día estaba de buenas.

El ascensor abría directamente, como en los apartamentos de gran lujo (aunque éste se veía, he de confesarlo, un tanto deteriorado), al piso. Me personé en él, dispuesto a entrar inmediatamente en funciones (eran las ocho menos cuarto) y recitando mentalmente el comienzo de mi charla. Los comienzos, porque tenía preparados dos y aún no estaba muy seguro de cuál sería el más adecuado: si éste:

«Mesdames et Messieurs. Quand Monsieur Livingstone m'a fait le grand honneur de..»

o éste:

«Mesdames et Messieurs. Je tiens d'abord á remercier Monsieur Livingstone .. »

aunque me inclinaba por el último, que me parecía menos pomposo y más en la línea de una institución consagrada a la alta cultura.

Mientras estaba en éstas, atisbé en la semioscuridad en que se hallaba sumido el vestíbulo una mesa obviamente destinada a una secretaria, porque sobre ella (la mesa, no la secretaria), había un teléfono con muchos mandos y un letrero que rezaba «Mrs. Defazio». Detrás de la mesa, no había nadie. Esto, bien pensado, no era sorprendente a esa tardía hora. Por lo demás, no era cuestión de preocuparse, porque abrigaba (todavía) la convicción de que iba a ver pronto a Mr. Livingstone en persona («Esperando poder saludarle pronto personalmente, etc.») o por lo menos algún delegado suyo. Aguardé unos minutos, tratando de descifrar el contenido de varios recados fijados con chinches sobre una especie de diario mural y cuando empezaba ya a impacientarme levemente descubrí en uno de ellos una lista de las conferencias que se ofrecían en el Instituto en el curso de la semana vigente. Sí señor, allí estaba (la primera en la lista) la mía: Tuesday, February 7. 8:00 p.m. Dr. Restrepo (y aquí mi puesto y la mención de mi único título honorífico: «Member of the Colombian Sociey for the Study of Comparative Literature»): « Voltaire et les origines de la conscience historique».

No quedaba, pues, más que sentarse en una de las dos sillas arrimadas a la mesa secretarial y esperar al Dr. Livingstone o a quien hubiera enviado para conducirme a la sala de conferencias y, como es costumbre en estos casos, presentarme al público.

Aguardé otros diez minutos (eran las ocho en punto) y en el curso de los mismos no ocurrió absolutamente nada. La flecha del ascensor descendía (hacia la planta principal) y ascendía (hasta el piso 52), pero no se paraba ni por casualidad en el 24, o siquiera -lo que hubiera podido proporcionarme algunos indicios- en el 23 o en el 25. Otra mesita (en la que no había reparado antes) de un rincón del vestíbulo estaba monda de las revistas o publicaciones que suelen abundar en las organizaciones culturales, salvo un número bastante atrasado del TV Guide, que, por aburrimiento y necesidad de matar el tiempo, hojeé varias veces mientras daba, ahora ya un poco nervioso, varios pasos por el solitario recinto. A las ocho y diez comenzó a entrarme el temor de que me había equivocado y de que mi conferencia había sido programada para otro día, o para otra hora, pero la primera de las conferencias en la lista sobre el diario mural no ofrecía lugar a dudas. De nuevo lo comprobé: «Tuesday. February 7 at 8:00 p.m. Mr. Restrepo, etc.» Empecé a pensar que mi provisión de buena suerte se iba agotando. Ya me veía saliendo del edificio, poniendo en marcha el Volvo (¡por Dios, que con el frío no se me hubiese puesto malucha la batería!) y emprendiendo el camino de regreso a Málaga, sin ni siquiera pararme para ver la película de Bergman. Para frustraciones, bastaba la mía.

De repente llegó una voz que parecía emanar de algún lugar escondido -«de algún recóndito foco verbal», que habría dicho mi retórico profesor de «Composición Castellana». Al poner el oído atento noté que procedía del último confín de un corredor en el que (tampoco) había reparado antes, acaso por estar situado inmediatamente a la izquierda de la puerta del ascensor. Al avanzar unos pasos hacia el lugar de donde la voz procedía, comenzó a tomar cuerpo y a organizarse en jirones de frases. Por el tono y aplomo con que eran emitidas se podía concluir que alguien estaba hablando a un público. ¿Una conferencia? ¿Otra? ¿En el mismo piso y a la misma hora que la mía? ¿Habría decidido el Dr. Livingstone, o su misterioso delegado, cambiar de conferenciante? Mientras me iba acercando sigilosamente hacia el fondo del corredor, donde una puerta apenas entreabierta dejaba escapar un rayo de luz, por lo demás bastante mortecino, oí con suficiente claridad el primer jirón de la frase. Lo que entendí me demostró palpablemente que si habían cambiado de conferenciante, lo propio habían hecho -¡y no poco!- con el tema. « ... y hacia el año 3425 antes de Jesucristo ... » clamaba, más bien que decía, la voz, a lo que siguieron varias palabras raras, el típico click M control remoto de un Carrousel Kodak, y las palabras siguientes, en un inglés bostoniano inconfundible: « ... como pueden ver fácilmente, su arte carecía del refinamiento profusamente desplegado en el curso de las posteriores dinastías». Con esto estaba ya junto a la puerta y por el hueco divisé la faz congestionada y rubicunda del conferenciante destacándose sobre una pantalla en la que se adivinaban dos o tres hieráticas figuras al pie de las cuales se desplegaba una ristra de jeroglíficos. ¡Así pues, una conferencia sobre el antiguo Egipto! Esto encajaba muy bien dentro de los «estudios humanísticos» promovidos por el Instituto, pero no tenía mucho aire de responder al tema general «La cultura francesa y las humanidades». A menos, claro, que toda aquella paleografía estuviera relacionada con los célebres descubrimientos de Champollion y la brillante tradición de la egiptología gala. Pero sí así era, cualquier cosa podía caber dentro de tan dilatado programa. ¿Por qué no hablar de Cleopatra y de su nariz? Al fin y al cabo, Cleopatra fue reina de Egipto, y lo de la nariz fue un acertado rasgo de ingenio de Pascal, que francés lo era como el que más. En fin, que todo aquello ya empezaba a parecer un lío, de modo que lo más prudente era retirarse por el foro y borrar el martes, 7 de febrero, del calendario.

Antes de cumplir con este propósito, y por mera curiosidad, incliné cuidadosamente la cabeza para evitar que el conferenciante me viera y di una ojeada a la sala de conferencias. Conté diez personas, estratégicamente colocadas en varios asientos como si quisieran dar la impresión de un relativo lleno. El conferenciante no parecía arredrarse por la falta de auditores. A lo mejor, nunca había concurrido tanta gente a ninguna de sus egiptológicas charlas. Las últimas palabras que le oí fueron: «Por descontado, ni siquiera los expertos están seguros ... » (know for sure), con lo cual dio prueba del robusto escepticismo que caracteriza a todo egiptólogo bien informado, a menos que (esos bostonianos son capaces de todo para mostrar que están dotados del sentido de humour británico) tratara de remedar para sus diez oyentes el famoso anuncio con los dos teñidos de pelo indistinguibles sobre dos cabezas femeninas igualmente indistinguibles.

Mi descripción de la escena ha llevado más tiempo que el que necesitó para desplegarse (lo que me temo constituye una característica de mi estilo narrativo). Eran las ocho y quince. Regresé al vestíbulo, o a lo que suponía ser tal, que seguía tan vacío y silencioso como al principio, y miré, por última vez, el anuncio de las conferencias. ¡Santo Dios! Para empezar, no había advertido que, inmediatamente después del anuncio de la mía, venía el de la conferencia que se estaba dando al final del corredor: «La contribución francesa a la arqueología del Medio Oriente», también el martes, 7 de febrero, a las 8. Con las prisas o, para ser sincero, con la emoción que sentí al ver mi nombre y mi título honorífico en la lista, no había reparado tampoco en una nota al pie en la que se leía: «La conferencia del profesor Gremlin se dará en la Sala del piso 24. La conferencia del Dr. Restrepo tendrá lugar en la sala A del piso 25». ¡De modo que en estos momentos, ocho y quince (realmente, ya las ocho y dieciocho minutos) había gente esperándome en el piso de arriba! Me precipité hasta la puerta del ascensor y después de apretar varias veces el botoncito con la flechita para arriba, se oyó el ronquido característico de estos artefactos -que el poeta español don Pedro Salinas llamó una vez «momentáneos ataúdes», y ¡qué bien les sentaba la metáfora!-, se abrió la puerta, y me elevé precipitadamente hacia el piso 25. Por fin estaba todo más claro.

Sin más averiguaciones me adentré por un corredor idéntico al ya descrito y al final del mismo encontré una puerta ajustada que abrí de par en par. Era, indudablemente, una sala de conferencias, réplica exacta de la que acababa de ver pocos minutos antes. Sin encomendarme ni a Dios ni al diablo, me dirigí a la mesa en la que vi inmediatamente las señales confirmadoras: un vaso para agua, una botella de agua, y un letrerito en el que figuraba mi nombre, ahora completo e inequívoco: «Dr. Luis Restrepo Tirado». Ni el Dr. Livingstone ni su hipotético delegado estaban presentes, pero alguien, acaso Mrs. Defazlo, había dispuesto las cosas de modo que nadie pudiera llamarse a engaño.

Tras murmurar un «Pardon, Mesdames et Messieurs», recorrí la sala de una ojeada y he aquí el resultado.

Más estratégicamente dispuestas aún que las asistentes a la conferencia del profesor Gremlin -una en la primera fila; otra, en la quinta, aproximadamente por la mitad de la sala, y otra, en un rincón de la fila penúltima- ocupaban el recinto exactamente tres personas. Todas ellas, damas. Todas ellas, de edad indefinida. No todas ellas, sin embargo, en la misma disposición y ánimo.

La que ocupaba la primera fila estaba erguida, atenta, la faz sonriente, siguiendo mis ademanes como si temiera perder un solo gesto. Su atavío, lo recuerdo muy bien (aunque no venga a cuento), consistía en un vestido de calle de color crema sobre el cual había colocado, algo desgarbadamente, un abrigo con un cuello que parecía de piel de conejo. (En Tunja abundan los conejos, de modo que puedo identificar fácilmente sus pieles.) La ocupante de la fila intermedia, cuyo atuendo no recuerdo, estaba también atenta, pero su anguloso rostro era más bien severo y continuamente estaba consultando el reloj de pulsera como para reprocharme el haber llegado con veinte minutos de retraso. La dama de la fila penúltima tenía la cabeza apoyada sobre uno de esos pequeños pupitres que se doblan frente al oyente para permitirle tomar notas. Por su inmovilidad y por un soupçon de ronquido que me parecía oír, daba la impresión de estar profundamente dormida. En todo caso, mi carraspeo inicial después del «Pardon, Mesdames et Messleurs» no alteró en lo más mínimo su compostura.

Mi conferencia estaba dentro de la cartera de cuero marrón que, junto con el abrigo y los guantes, había depositado a un extremo de la mesa, y aunque ardía en deseos de leerla (la había leído varias veces, en Málaga, frente al espejo de mi cuarto de dormir y había sentido cada vez un placer singularísimo, totalmente distinto del aburrimiento que me producía enfrentarme con los gaznápiros que se matriculaban en mis cursos de Español 101), aunque, insisto, tenía unas enormes ganas de colocar mi comunicación, desde el principio al fin, sin olvidar una coma, me pareció que la, ¿cómo lo diré? informalidad del ambiente requería un débit menos aparatoso. Tras otro carraspeo, destinado principalmente a tratar de sacar a la dama de la penúltima fila de su sueño, empecé, sin papeles, ni notas, a soltar mi rollo.

Olvidé, por supuesto, agradecer al Dr. Livingstone su gentileza (que había probado no ser tal) y procedí de inmediato a dar cuenta a los, o las, oyentes, del tema de mi conferencia, advirtiendo que iba a tratar de ser «informal», que hablaría durante una media hora, no más, para que de esta manera tuviésemos todos -la palabra «todos» sonaba, desde luego, un poco excesiva en este ambiente humanamente tan enrarecido- más tiempo para una discusión, asimismo «informal», del tema, pues estaba seguro que mis oyentes sabían de él más que yo (10 que, desde luego, no creía en absoluto), de modo que, etc., etc.

Al oír la palabra «Voltaire» y, más aún, la presuntuosa expresión «conciencia histórica» -más presuntuosa y petulante aún en francés, con la fuerte nasalización del cons y el abrupto final del ique- la dama sentada en la fila intermedia levantó la mano e hizo como quien desea hablar. He dado alguna que otra vez alguna charla (a escondidas de mi jefe) sobre literatura latinoamericana en Colegios comunitarios de los alrededores de Camden, donde «la discusión» prima de tal modo sobre lo que en mi país se llama «la clase magistral» que generalmente empieza antes de haberse anunciado siquiera el tema de la charla, de modo que al ver a la dama en cuestión disponerse a hablar, pensé (lamentándolo de paso) que en el Instituto de Estudios Humanísticos de Nueva York habían decidido adoptar esa pedagogía deplorable. Ofrecí graciosamente la palabra a mi dama, la cual se limitó a preguntar (en inglés de la más pura cepa neoyorquina) si en el curso de la charla iba a decir algo acerca de Babilonia.

Bueno, realmente, no, pero sí, sería perfectamente razonable decir algo acerca de Babilonia. Voltaire se había referido varías veces a Babilonia, en calidad de historiador, por supuesto, y de ningún modo como arqueólogo, pero de todos modos sus ideas al respecto tenían cierto interés, como interés, y grande, tenían las ideas de los ilustrados, por fantasiosos que fueran los datos o los hechos que aducían, sobre países exóticos, que les permitían criticar la sociedad de su tiempo. Al fin y al cabo, ya antes Montesquieu en sus Lettres Persannes... No, desde luego que no: Babilonia no podía ser tomada a la ligera...

Mientras estaba dando estas explicaciones con uno de los hemisferios de mi cerebro, el otro hemisferio (si hemos de creer al Dr. Roger Sperry) trabajaba por su cuenta y llegaba a la conclusión de que si había la probabilidad de que alguien hablase de Babilonia en este edificio el martes, 7 de febrero, era más bien el profesor Gremlin; al fin y a la postre, Babilonia y Egipto forman parte de un gran conglomerado que los Gremlins de todo el mundo se dedican a explorar sistemáticamente. Atendiendo a las sanas razones del hemisferio cerebral que abogaba en favor de una pulcra distinción entre la Babilonia de Voltaire y la del Profesor Gremlin, le indiqué a la preguntante que, ahora que se me ocurría, Babilonia o, por lo menos el Medio Oriente, en el que parecía estar tan interesada, era el tema de una conferencia que se estaba dando en estos momentos en «la sala» (no se me ocurría otro modo de referirme a ella) del piso 24. Apenas hube pronunciado estas útiles palabras, la dama se levantó precipitadamente y, apartando sillas y pupitres, como si estuviera en las últimas brazas de un campeonato de natación, se arrojó como de bruces sobre la puerta. Su rostro exhibía la natural ansiedad de quien se ha perdido ya una introducción completa a los estudios babilónicos.

Carraspeé por tercera vez, con la misma intención precedente mientras enfocaba la mirada hacia la dama de la penúltima fila. Seguía, ¿cómo no?, durmiendo apaciblemente, y sólo entonces noté, lo que hago constar para no omitir ningún dato que pueda contribuir al buen conocimiento de la atmósfera, que con su mano, extendida sobre el pupitre al lado de su cabeza, agarraba un objeto indefinible, que podría ser descrito como un perro diminuto o un bolso, según el punto de vista adoptado. El bolso era lo más probable.

«Al fin, solos», estuve a punto de decir, acudiendo al salado, y gastado, chiste, pero me abstuve, primero porque no suelo hacer esta clase de chistes, y luego porque la dama de la primera fila seguía tan atenta e interesada en mi charla como siempre. Iba a decir también, lo que hubiera sido más apropiado en un ciclo sobre la cultura francesa, «Una oyente atenta bien vale una conferencia», pero me abstuve asimismo porque no quería que la única persona realmente oyente, o escuchante, de la sala pensara que había venido para hacer chacota en vez de departir, como había prometido, sobre mi tema.

Empecé, pues, según ya dije, sin papeles, sin notas, sin otro objeto a mano que el vaso que tomaba y dejaba, como si fuera a beberme el inexistente líquido, mi conferencia, y la verdad sea dicha que fue la mejor que nunca había pronunciado y posiblemente pronunciaré jamás. No sé lo que me inspiraba, si los ojos fijos de la oyente, o el levísimo ronquido de la durmiente, pero hablé de Voltalre, situándolo en su siglo -«el Siglo de las Luces», como reza el título del libro del justamente afamado escritor de nuestra América, Alejo Carpentier; no pude evitar romper esta lancita en pro de la literatura latinoamericana, todavía demasiado ignorada en esas latitudes-, describiendo su figura ambigua de cortesano y de defensor de los derechos del pueblo, refiriéndome a sus obras filosóficas (todavía muy actuales para quien sepa entender lo que yace tras su punta), a sus cuentos (tan divertidos y tan pródigos en enseñanzas), a sus tragedias (que el autor tanto apreciaba y que han caído en el olvido). Hice una muy breve alusión a Candide, sin mencionar, sin embargo, al Dr. Panglosa y su tesis de que tout est bien dans lemeilleur des mondes (una observación indispensable para entender el final de la presente historia), ya que me urgía tratar especialmente de los méritos de Voltaire como historiador, de su insistencia en la importancia de las costumbres y de los logros culturales de las comunidades humanas. Con este motivo comparé la historiografía política pre-volteriana con la historiografía cultural volteriana y post-volteriana y me declaré entusiasta partidario de la segunda. ¡Qué mal interpretado ha sido Voltaire! («como todos los genios», añadí, arrepintiéndome acto seguido de observación tan pedestre). «Y, sobre todo», dije, y remaché, «sobre todo, hay que tener en cuenta su maravillosa idea del esprit des nations, en el que podemos ver ahora un claro antecedente del Volksgeist romántico». Mi oyente asentía a cada una de mis frases, casi a cada una de mis palabras; daba la impresión como se dice, de beberlas literalmente; los movimientos de su cabeza parecían encarnar la Afirmación y la Conformidad en persona. No cabía duda de que mi conferencia estaba dando en el clavo. ¡Cuánto mejor, pensé de nuevo, un solo oyente atento que un ejército de orejas que le escuchan a uno como si oyeran llover! Al consultar de reojo el reloj de pulsera advertí que había hablado, pero ¡qué maravilla!, más de cincuenta minutos, de modo que decidí soltar la traca final.

«Voltaire», dije más o menos, y lamento no haber podido disponer de un magnetófono para grabar todas mis palabras aquella noche tan inspirada, «fue el hombre providencial en una época en la que los ilustrados, y el propio Voltaire, no creían ya en la Providencia. Hay momentos en la historia en que es necesario sacar a la Razón de su pozo y devolverla a su legítimo propietario: el ser humano. En una época en la que soplan por doquiera los vientos de la irracionalidad («l'orage de I'Irrationnel») la figura de Voltaire se nos aparece como un modelo. Voltaire adolecía, por supuesto, de muchos defectos, pero todos ellos pueden serle perdonados en nombre de -y aquí, por fin, vino, como anillo al dedo, la frase que figuraba en el título de la conferencia-, en nombre de «la consáence historique».

«Merci, Madame», agregué apresuradamente para poner de relieve cuánto apreciaba su presencia y su atención exquisita.

Sobrevino el clásico silencio embarazoso que parece de rigueur después de las conferencias y que fue caritativamente interrumpido por una de esas estridentes sirenas neoyorquinas que a mi girlfriend Gloria (otro día hablaré de ella) le hacen The Towering Inferno y en lo bien que luce Paul Newman, pero que a mí sólo me hacen pensar en hospitales y salas de operaciones. Terminado el cacofónico ruido, miré, sonriendo, a la dama (que hacía lo propio) y no se me ocurrió otra cosa que la frase de ritual: Des questions, Madame?

Vi levantarse el brazo terminado con una mano literalmente enfudada en sortijas, y en un francés como de Wisconsin, quiero decir con un dejo germánico, preguntó, separando espaciosamente las sílabas, en qué época había vivido «aquel Monsieur Voltaire».

Creí no haber entendido. Después de tanto «Siglo de las Luces», me parecía que la cosa estaba clara como el agua (me serví un poco de la botella), porque aunque es verdad que no había dicho nunca algo así como «el siglo XVIII», con las Lumiéres bastaba y sobraba. Hasta pasó por mi cabeza una fracción de segundo la idea -que rechacé inmediatamente de si no me estaría tomando el pelo. Imposible: había asentido demasiadas veces a mis palabras; había mostrado, con su mirada y compostura general, que entendía a las mil maravillas todo lo que había dicho. Interpreté, pues, su pregunta como lo haría un perfecto caballero. «Aquel monsieur Voltaire» era una manera de distanciarse objetivamente del tema, preludio indispensable para toda auténtica comprensión histórica. En cuanto a la época, quería decir, seguramente, no en qué siglo, o en qué décadas, sino en qué clase de momento histórico, digamos dentro de qué paradigma cultural, se había desarrollado la actividad de Voltaire.

Le pregunté, para confirmarlo, si era esto lo que quería decir con su pregunta, y ya me disponía a entrar en un asunto del que sé muy poco, pero en el que encuentra uno siempre, no se sabe cómo, cosas interesantes a discutir cuando, en su francés presumiblemente wisconsiano, me puso bien en claro que no, que realmente lo que quería saber era cuándo había nacido Monsieur Voltaire y cuándo había fallecido, y en qué ciudades o pueblos había residido, pues le había prometido a su marido traerle toda la información, pero no quería abusar porque...

Bueno: una de las cosas con que me ha favorecido la suerte o, a lo mejor, dijera Voltaire lo que dijese, la Providencia, es una buena memoria. Y, pensándolo bien, la pregunta no era tan estúpida como parecía, porque con gran frecuencia se tratan asuntos muy elevados sin tenerse en cuenta datos elementalísimos que son indispensables para no andarse por las ramas. El urólogo de Málaga que cuida de mi vejiga me dice a menudo que siempre se acuesta (valga la imagen) con la Anatomy, Descriptive and Surgical, del venerable Henry Gray, F.R.S., donde aprende o, mejor dicho, vuelve a aprender, o a recordar, cosas muy simples, tales como la posición de las glándulas péptico-gástricas o la situación exacta de la tunica vaginalis. A lo mejor me había embarcado en la alta mar de las interpretaciones de la historia sin tener presentes, para colocarlos dentro del debido marco conceptual, los hechos básicos. En este buen entendido, le informé a mi oyente, con gran acopio de «como usted ya sabe», de una cantidad considerable de datos: Voltaire (Francois Marie Arouet le Jeune) nació en París el año 1694 y falleció el año 1778; por tanto, siglo XVIII, sí, pero sin alcanzar las primeras estribaciones del Romanticismo; no olvidar que estudió en el Colegio de jesuitas Louis Le Grand, y sobre todo que residió en Inglaterra desde 1726 hasta 1729, un dato fundamental para entender su enorme simpatía por, entre otros, Newton, Locke y los cuáqueros. Seguí así durante unos diez minutos, y no hablé más porque, francamente, a despecho de mi buena memoria, se me había terminado el combustible.

Mi oyente fue tomando nota cuidadosamente de cada fecha y de cada nombre, y de modo tan intenso y solícito manejaba su bolígrafo que mi refinada interpretación de su pregunta se iba rápidamente por los suelos. Parecía indudable que esta dama había oído hablar de Voltaire por primera vez en su vida en Nueva York, el martes, 7 de febrero del año en curso.

Pero, ¿qué más daba? Sus remerciements no dejaron nada que desear. Nunca había oído una conferencia tan interesante, tan informativa. ¿Dará otras conferencias en Nueva York? Y, al enterarse de ¡ni condición de humilde profesor de español en un pequeño Colegio de New Jersey, lamentó que fuera tan difícil para «los verdaderos savants» ocupar los puestos que merecen: Yale, Princeton, Harvard, o por lo menos Columbia. No paraba. La verdad es que hubiera querido que no parara. Al fin y al cabo, uno tiene su orgullo y sabe perfectamente bien que se halla por encima de muchos otros que... El Dr. Tordera, y no digamos el jefe de mi Departamento me pasaron rápidamente por el magín.

Todo tiene su final y había llegado el momento de despedirse. El durmiente bulto de la penúltima fila de la sala no había movido, al parecer, un solo músculo. Recogiendo mi abrigo, mis guantes y mi cartera me dispuse a salir del local con un último «Buenas noches. Hasta muy pronto» (¿Cuándo?) cuando la despierta dama se puso a mi lado y con su más cautivadora sonrisa sugirió que saliéramos juntos, porque, dijo «No me gusta estar sola en el ascensor», agregando «¿Puedo ofrecerle el coche?».

Por supuesto que no; el mío estaba perfecto y, como el lector acaso recuerde, punto menos que milagrosamente estacionado casi frente a la puerta del edificio. Estuve a punto de ofrecérselo para alcanzar el suyo, pero recordé que en esta endiablada ciudad cuantas menos maniobras se practiquen con el automóvil tanto más seguro se puede estar de que no sufra desperfectos. Me quedé, pues (poco caballerosamente hay que decirlo), mudo al respecto, aunque en el curso del descenso en el ascensor -que en estos casos debería llamarse más bien descensor- nos intercambiamos todavía algunas florecillas. «Muchas gracias por su atención», «La verdad es que su conferencia ha sido espléndida», y otras del mismo jaez. Al llegar a la puerta nos despedimos, con un apretón de manos, de un modo que juzgué, algo melancólicamente, como definitivo, aunque, como se verá acto seguido, no tenía nada de tal.

Me encaminé hacia mi Volvo y al abrir la puerta vi que la dama estaba abriendo la puerta del inmenso Oldsmobile. «¡Qué casualidad!». «¡Qué buena suerte en Nueva York!», «Bueno, le diré que aun en Málaga ... », etc., etc. Entramos los dos al mismo tiempo y también simultáneamente pusimos en marcha los respectivos vehículos. Yo iba a dar marcha atrás para salir de la cuneta, pero se me antojó poco digno de todo un profesor (como ella había dicho más de una vez) partir el primero. Le hice una discreta señal para sugerirle que arrancara ella primero, cosa que no le sería difícil porque en aquel lapso de la noche la calle estaba ya muy despejada y delante de su Oldsmobile había un buen trecho libre. Sonriendo (como, por lo visto, era su costumbre) hizo una señal con la mano, como diciendo «Adiós» y...

Y ¿qué? Lo primero que sentí fue una sacudida brutal que casi me botó del asiento. Lo segundo que sentí fue otra sacudida, casi tan brutal como la primera, en dirección opuesta. Al mirar por la ventanilla vi lo que había sucedido. Mi ex-oyente, al mando de su monstruo, había dado marcha atrás con tal ímpetu que quedaron chafados los faros (los míos, claro), y tanto las llantas como la cubierta del motor ofrecían el aspecto de un bandoneón maltrecho por sus muchas milongas. El radiador empezó a humear, demostración palpable, o en todo caso visible, de que le había alcanzado de pleno el elaborado sistema de cromos de la parte trasera del Oldsmobile. Tras haber dado marcha atrás en la forma indicada, y notando seguramente que alguno de los innumerables garfios de su descomunal carro se había enganchado con mi parachoques (que me pregunto ahora qué diablos paran), había dado marcha adelante, arrancando tal parachoques de cuajo. Esto explica las dos fieras sacudidas.

Me quedé, no se me ocurre otra palabra, al fin y al cabo resido en estos Estados Unidos desde hace quince años, speechless. Esto es, sin habla o, como decimos en mi tierra, donde todo es más largo, sin poder articular palabra. De un modo confuso bailaron en mi mente docenas de cifras, que luego me di cuenta correspondían a las partidas de gastos de la reparación del coche (sin hablar de que tendría que esperar dos o tres meses hasta recibir piezas de recambio de Estocolmo). Me pareció ver nítidamente el rostro del tasador de la Compañía de seguros inclinándose sobre las ruinas y marcando cifras notoriamente inferiores a las que iban a constar en la factura del garaje. Maquinalmente, puse la mano en el compartimento donde suelen ponerse a buen recaudo los guantes, los mapas y esa linterna de bolsillo que siempre que se necesita tiene la pila descargada, con el fin de extraer los varios documentos indispensables en estos casos -permiso, título de propiedad del coche, confirmación de pago del seguro, etc.- y de este modo comenzar a intercambiar datos con la dama, a la que suponía en estado de gran aflicción y empeñada en idénticos menesteres.

Pronto supe, como dicen los tangos, la cruel verdad.

En vez de agenciarse los documentos propios, la dama permaneció en el asiento, con la cabeza vuelta y su sempiterna sonrisa, -que ahora descubría había sido, desde los comienzos, maquiavélica. Traté de esbozar una por mi cuenta, con la esperanza de que por esa vía iba a empezar nuestro intercambio de datos, cuando oí el estrépito de su motor, vi que sacaba el brazo por la ventanilla y mientras echaba a rodar el vehículo me decía, en un francés que parecía adquirido en Belleville y que no tenía absolutamente nada de wisconsiano:

«Ouand méme, monsieur le professeur, le docteur Plangloss avait bien raison: tout est bien »

Si dijo, además, dans le meilieur des mondes, no lo sabré nunca, porque maniobrando como un corredor en Indianápolis hizo arrancar el coche despidiendo, para mayor oprobio, una nube de gas maloliente. Pude ver que la parte trasera de su coche estaba intacta.

Indiqué a su tiempo que iba a colocar mi moraleja, o proverbio, al comienzo de mi cuento, y así lo hice, pero pienso que debería colocarla también al final: «No hay que fiarse de las apariencias.»

0 por lo menos, no hay que fiarse de las apariencias de las señoras de edad indefinida que asisten en Nueva York a conferencias sobre Voltaire y los orígenes de la conciencia histórica. Con esto cumplo mi deber para con los colegas que pudieran caer en la trampa.

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