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La hora de la verganza

Antes de acostarnos pasamos cada una a un cuarto de baño, porque tienen dos para cada habitación de dormir. El apartamento no es tan lujoso ni mucho menos tan grande como Los Geranios, pero tienen muchas comodidades y lo de los dos cuartos de baño es muy conveniente. No recuerdo cuánto estuvimos dentro, pero debía de ser bastante porque tuve tiempo de bañarme y perfumarme, eso lo hago siempre y no sólo porque estaba en otra casa, el caso es que salimos de nuestros cuartos de baño casi al mismo tiempo. La vi muy peinada y compuesta. Llevaba me fijé bien, una camisilla de dormir un poco corta, de un rosado muy pálido, que le ceñía el talle (lo tenía todavía bastante ajustado, aunque, claro, no tanto como el mío, es la diferencia de edad) y los dos lados se abrían dejando ver las piernas al andar. Sobre el busto se veía una preciosidad de bordado, debía de estar hecho a mano, con muchas florecillas. A mí me pareció un poco chi-chi, pero tenía que empezar a aprender a disimular y dije muy bonito, pero muy bonito, no sé cómo me salió tan espontáneo porque todavía no estoy acostumbrada a disimular, pero no debía de estar mal, porque ella se ruborizó como una chicuela y se le iluminó la cara. El pelo, muy largo y lustroso, le caía a los dos lados, sobre los hombros y la favorecía mucho; a veces pienso si no sería mejor para mí ser un poco menos rubia, pero no, veo que a la gente le gusto más así. Yo había elegido de la ropa de dormir que me dijo encontraría en la cómoda del cuarto de baño un pijama de seda morado, con rayitas negras. Se me ocurrió si no sería un pijama de hombre, pero no, estaba todavía dentro de la caja, enfundado, como nuevo, y venía de Saks for Girls, no había duda. Me pareció bastante original, con unos pantalones como tubitos. Ella se sorprendió un poco, me dio la impresión de que no le gustaba esa prenda y que hubiera preferido otra, no sé cuál, bueno, supongo que algo más femenino, pero me dijo qué mono, te cae muy bien, etc., claro que no podía decir que era un adefesio pero se podía haber callado. En eso tengo que reconocer que Paolina, lo mismo que Teresa y todo su círculo de conocidas, son muy bien educadas, casi demasiado, se elogian unas a las otras aunque no lo piensen

Se acercó, me dio un beso de esos que apenas rozan la mejilla y dijo buenas noches. Me quedé un poco paradita porque después de hablar tantas horas, y hasta de algunas cosas un poco íntimas, yo esperaba otra cosa, algo un poquitín más afectuoso.

Se acostó y se cubrió con un edredón que parecía de una dinastía china, con dragones bordados y todo. Yo también me acosté, al otro lado de la cama, dije buenas noches y apagué la luz.

Así estuvimos un rato, yo estaba segura que ella no dormía y tenía la impresión de que estaba pensando que yo tampoco. Aunque empecé a respirar muy acompasadamente como se hace cuando se está dormido, no debía de hacerlo muy bien, el caso es que me dio otra vez las buenas noches, esta vez sin el besito en la mejilla. Yo le contesté buenas noches como medio en sueños, aunque tenía los ojos muy abiertos, hasta podía ver el reloj con el péndulo dorado en la pared de enfrente; pero en vez de volverme hacia el otro lado, di la vuelta y me acerqué al suyo. Cuando estuve muy, muy cerca, empecé a oler a Guy Laroche, y le rodeé la cintura hasta cruzar las manos delante. Como si fuera una casualidad, mis dedos rozaron sus pechos, que me parece los tiene un poco blandos, en todo caso nada comparable con los míos, que están tan firmes y elásticos que casi no se notan cuando estoy bien tendida.

Paolina no decía ni pío, aunque era evidente que estaba muy alerta. Por un momento contuvo su respiración, pero casi en seguida empezó a respirar bastante hondo, y más acelerado de lo normal, como si estuviera haciendo los cuatrocientos metros. Yo no sé si mi gesto le había cogido de sorpresa, pero no hizo el menor movimiento para apartarse o para separarme las manos. Era como si temiera que yo cambiara de posición, una sensación rara, allí tan cerca y todo en silencio, sólo se oía un poquitín el péndulo del reloj.

Así estuvimos las dos un rato, ella respirando profundo y yo escuchando con mucha atención como si con sólo escuchar se me fueran a revelar sus pensamientos más secretos. No sé cuánto tiempo pasó, a lo mejor sólo un minuto, aunque a mí me pareció una hora. Al final sentí que levantaba su mano derecha hasta el hombro y que hacía deslizar hacia abajo uno de los tirantes de su camisolín y que luego con ambas manos apretaba las mías de modo que hicieron presión sobre sus pechos desnudos. Por un lado, empecé a sentir esa aprensión que me invadía siempre que pensaba en ciertas fases, desde luego inevitables, de mi plan, pero por otro lado me alegré de que hubiese tomado la iniciativa y fuera un poquitín más allá de lo que había ido yo, porque esto iba a favorecer mis designios. De momento, sin embargo, no se me alcanzaba si su gesto era simplemente una expresión de cariño o una invitación a empezar a andar el largo trecho que todavía quedaba para un «encuentro íntimo en la cuarta fase», como decíamos las chicas en el Liceo, aunque refiriéndonos a muchachos, que es cosa muy distinta y no tiene por qué disgustar a nadie.

Al escribir esto siento un poquitín de vergüenza y al mismo tiempo me siento orgullosa por no desviarme nada de mi plan. Ya sé que aún falta mucho, para mí demasiado, si fuera como Alicia, la que suele sentarse a mi lado izquierdo en las clases de matemáticas y es tan católica y tan devota que cada dos por tres anuncia que va a ingresar en un convento de monjas, el de las Teresianas, no lejos de casa de Paolina por cierto, entonces haría como ella y me iría a rezar a una Virgen para que me diera fuerzas. Se ve que para hacer el bien hay que pasar unos ratos muy desagradables.

Yo no quería ir demasiado lejos esa noche , bueno, ¿qué digo esa noche?, eso fue ayer y creo que me decidí a escribirlo tan pronto para no olvidar nada importante, por lo menos de lo del principio. Pero tampoco me parecía bueno que todo quedara así, abrazaditas en cama y bajo el edredón chino, como si fuéramos dos colegialas. Si no, no se iba a terminar nunca. Había que empezar a preparar un poco el terreno para que en una próxima ocasión no fueran necesarios tantos preliminares y Paolina no pudiera contenerse. De momento no quiero ni pensar en eso, pero sí pienso en el resultado y es que caerá en mi trampa sin poderse escapar, la poverella.

No había pasado mucho, lo reconozco, pero esta diplomacia me sirvió un poco como señal de que Paolina —y no digamos Teresa— debían de ser de un savoir faire que vamos... Quizás yo me las había prometido demasiado fáciles al armar mi plan. Pero era bueno saberlo, porque esto me ponía en guardia contra la tentación de dar algún paso en falso.

Naturalmente, Paolina insistió en que me quedara «un ratín más». «Por lo menos a almorzar», dijo. Pero le respondí lo que, por lo demás, era verdad, que tenía que preparar uno de los exámenes finales, que el próximo iba a ser muy difícil, porque —y creo que me extendí sobre esto para que viera que soy también una chica seria— era nada menos que física, que necesita horas y horas de estudiar y aun así no se sabe nunca si una podrá contestar bien a todas las preguntas; en cambio, añadí, tengo más preparada biología, especialmente genética, «que me gusta mucho».

Una duchita rápida, un besito de despedida, una hamburguesa en el McDonald de la esquina y a las tres de la tarde ya estaba en Los Geranios. Le dije a Teresa que estaba agotada y que me iba a descansar porque ya no podía más con la dichosa física.

Viernes, 26 de abril

Paolina pasó varias veces por Los Geranios y me consta que se quedó por lo menos una de las noches. En el cuarto de dormir de Teresa, por supuesto.

Si a la mañana siguiente de la-noche-como-si-no-hubiera-pasado-nada no hubiera tenido una prueba de la discreción exquisita —tengo que usar esa palabrita que me parece tan tonta— de Paolina, me habría preocupado mucho por lo que pudiesen haber conversado las dos amigas, que pronto esperaba lo fueran mucho menos. Ahora esto no me atosigaba nada.

Pero había que dar un paso más.

Esto no debía de ser muy difícil porque era evidente que Paolina quería verme de nuevo. Me había llamado varias veces por teléfono, pero yo siempre tenía puesto el contestador automático justamente para evitar por el momento hablar con ella. Me dejó una infinidad de recados, todos ellos muy formalitos: «Goldie: me prometiste darme el nombre del autor de esa novela italiana que me dijiste estaba tan bien. ¿Podrías llamarme un momento?» o «Goldie: perdona que te moleste para lo de la novela, pero Michel se va de viaje por una semana entera y quisiera leerla por las noches», etc. Perfecta esa Paolina. Parecía, ella misma, un personaje de novela.

Por fin, la llamé el miércoles, unos días después de su visita (nocturna) a Teresa. Lo hice desde el Liceo y le dije que, si quería, le prestaría el ejemplar que tenía de la novela italiana. «¡Goldie! ¡Qué buena noticia!», etc. Quedamos en vernos esa misma noche (que fue la pasada). Ahora —le dije a Teresa— tenía que repasar con Lucinda y otras compañeras de clase la sociología. Mucho trabajo.

Llegué al apartamento de los Lafont hacia las nueve de la noche para un souper temprano, como me había dicho Paolina: consomé de pollo, espárragos blancos, gambitas con salsa verde, pastelillos, todo depositado sobre una bandeja enorme. Lo de la bandeja me recordó aquella tarde en el apartamento de don Medardo y contribuyó a reafirmarme en mis propósitos.

Larga conversación sobre minucias. En medio, unas referencias sibilinas a Teresa; «la veo menos que antes, pero es que está muy ocupada. Y tú, ¿la ves cada día? Supongo que sí, claro, viviendo en su casa. ¿Te sigue gustando Los Geranios? ¿No te gustaría pasar ... ?» —al llegar aquí se calló como si no supiera continuar la frase; podían ser miles de cosas: pasar por casa del oculista, pasar unas vacaciones en las Bahamas, pasar un tiempo en casa de una amiga suya, en mi casa—. \No era difícil adivinar, pero tampoco sé por que no continuó diciendo lo que estoy segura que pensaba decir. Esos adultos se complican mucho la vida.

No voy ahora a describir con detalle todo lo que pasó; si me dejo llevar por las ganas, voy a llenar un millón de páginas. Sólo lo esencial para recordarlo cuando sea vieja como don Medardo.

Por supuesto que pasamos al cuarto de dormir, a los cuartos de baño y etcétera. Yo esta vez me puse un camisolín. Ella, otro, pero de color distinto, y un poco más largo. Luego vino el besito en la mejilla, las buenas noches y lo de parecer que una está dormida cuando en realidad las dos, estábamos despiertadísimas. Yo no sé lo que ella estaba pensando, pero yo sí sé lo que estaba pensando yo. Que, por Dios, en qué me he metido. Si ni ella ni yo tomamos ninguna iniciativa, todo va a terminar, al día siguiente, con los consabidos buenos días y cómo dormiste, y que ya se hace tarde y adiós, nos veremos otro día.

Goldie: no te inquietes. Tú tienes un plan y te has comprometido a llevarlo a cabo para vengar como es debido la muerte de tu papá. A lo mejor, él te está vigilando desde algún rincón en la oscuridad para ver si cumples con lo prometido. Lo prometido es que has de tener alguna base para demostrarle a Teresa que esa Paolina, su amiga del alma, te sedujo —la palabra que usan los mayores— y que tu estás turbadísima, ¿te imaginas?, una mujer con otra y, además, con una chiquilla inocente como tú, etc. Inclusive te estás preguntando, eso le dices a Teresa (más honestidad no cabe) que quién sabe si tuviste tú la culpa, pero no, no, y mil veces no: la culpa fue de Paolina que no te dejó un solo momento y tú, pobrecita, no te atrevías a contrariarla.

Claro que podrías decirle exactamente lo mismo sin tantas vueltas; te bastaría mentir, pero temes que al final se descubriera todo —aún no has aprendido a mentir como los mayores— y entonces te desbaratarían el juego. Has de hacer, como si, en efecto, Paolina te hubiera, etc., y el mejor modo de mostrar que así fue, tal como lo has dicho, es fundarle en algún hecho real.

Goldie: mientras estás pensando en eso, Paolina se da la vuelta, levanta el edredón con las figuras chinas y sin ni siquiera preguntarte si duermes o si no te molesta demasiado que esté interrumpiendo tu descanso, empieza, ¡qué horror!, a levantarte el camisín y a acariciarte con los labios, ahora debajo de la cintura, primero muy delicadamente y luego con creciente vehemencia. Goldie, responde: ¿Cómo lo dirías si tuvieras que describir todo eso para una novelita? Confiésalo: no sabrías, o bien renunciarías porque estas cosas se han descrito millones de veces, y ¿para qué repetir? Tú permaneces quieta, sin mover un solo músculo, estrujada entre la curiosidad y el asco, y decides esperar a que tu anfitriona de esta noche termine su tarea, que realmente no es nada del otro mundo, está en todas las novelas pornográficas y en todos los pornovídeos, y tú sabías de antemano qué era y a qué te exponías, aunque no pudiste evitar sentirte un poco ingrávida, como si de repente te levantaran del suelo hasta una altura inverosímil, muy cerca del cielo azul que se iba haciendo trasparente y dejaba ver algunas estrellas.

Luego, no vayas a olvidarlo, te tocó a ti, son las reglas del juego, y tuviste la buena idea de estar pensando todo este rato que estabas con Eduardo, tan atlético, todas las chicas del Liceo se vuelven locas por él, y que os habíais tumbado en la playa, en una caletita como esas de Mallorca que has visto en los prospectos de viaje, entre rocas con musgos y un regusto de sal en la boca.

Como la vez anterior, nos despertamos y levantamos muy tarde, hacia mediodía. Hablamos un poco del tiempo, la ventana estaba empañada y no se veía casi nada de fuera, pero cuando le eché un poco de aliento y lo froté con la mano, era una orgía de verde. Nunca había llovido tanto como esta semana. Después fue todo aquello de por qué no te quedas un ratín más, etcétera; en fin, lo de siempre.

Claro, también lo de preguntarme cuándo nos volvemos a ver y lo de contestarle vago, vago.

Creo que no salieron mal mis paginitas, hasta con una gotita de poesía. Pero de momento eso no importa. Me parece que ya tengo bastante que contarle a Teresa dentro de unos días. Mejor esperar un poco: un par de semanas quizás. Y dejaré el teléfono, tengo mi número propio, claro, como todo el mundo en Los Geranios, sin poner el contestador automático para que si yo no estoy y Teresa toma el auricular, oiga la voz de Paolina. La va a intrigar, seguro.

Sábado, 4 de mayo

Con Teresa toda la tarde. En el cuarto de estar pequeñín, de estilo oriental, con muchos sofás bajos, colchas, cojines, taburetitos turcos. Muy agradable si una se tumba y cierra los ojos.

Le había dicho que quería hablar con ella de un asunto serio, muy serio, no tenía ella idea de lo serio que era, y la vi algo angustiada, la pobre, esperándose algo realmente gordo, como, por ejemplo, que yo fumaba opio en los sótanos del Liceo o que me habían suspendido de todas las asignaturas. Cualquier horror.

Cualquier cosa menos lo que, después de muchas vacilaciones y lloriqueos, le conté. Mes nuits chez Paolina.

Yo había temido que me iba a costar muchísimo, porque tendría que decirle algunas mentiras y todavía no me he acostumbrado del todo a esto, aunque lo voy haciendo cada vez mejor. Pero no, no me costó casi nada, porque muchas cosas eran verdad, aunque yo las hinché un poco y, además, naturalmente, le eché a Paolina toda la culpa. Por supuesto, no le dije nada de aquello de abrazarla yo la primera noche y rozar sus pechos con los dedos. Lo habría interpretado mal.

Me hizo muchas preguntas, como si habían sucedido otras cosas además de las que le conté, y ahí sí que no supe qué responderle porque no sabía exactamente qué cosas eran aparte las que he visto en algunos pornovídeos y ésas, francamente, estoy segura de que ni Teresa ni Paolina las hubieran hecho nunca, de todos modos son mujeres muy bien educadas y muy distinguidas. Me dijo que comprendía muy bien que no quisiera decírselo. «No, mamá, no; es que no sé a qué te refieres», «Muy bien, mi hijita, mejor así», y luego más sollozos y más abrazos pidiéndome que me calmara. Insistió mucho en si Paolina se había referido a ella en algún momento, y le respondí que no, y era la pura verdad, y hasta me había extrañado un poco que no lo hiciera. Esto creía que la iba a tranquilizar algo, pero no, todo lo contrario, vi que se ponía muy tensa, no lo entendí bien, ¿por qué no le gustaba que no hubiese hablado de ella?, pero así fue, era bien claro, a las mujeres mayores todavía no las entiendo bien, a lo mejor para eso tendré que esperar a ser yo mayor también y de momento no tengo ninguna prisa.

Me preguntó si yo había dado algún motivo a Paolina para que... bueno, no hacía falta repetirlo, y ahí sí que me puse firme: «No, no, no, mamá, nada, ya me conoces, los muchachos sí me gustan aunque no todos, naturalmente, bueno, no me hagas hablar de esas cosas que me da muchísima vergüenza, etc.»

Estuvimos un buen rato abrazadas y no resultaba bien claro si era ella la que me consolaba a mí o si yo la consolaba a ella.

Después de esto volvió a ser la Teresa de siempre, hermosa, serena y un poquitín fría. Salió unos momentos del

cuarto diciendo que tenía una llamada urgente y debía de ser cierto, por lo menos que era una llamada, porque oí su voz distante en uno de los teléfonos. No sé por qué, su pongo que por el tono que le había oído yo antes, estaba hablando con Salustiano.

Al regresar me dijo, más o menos, esto: «Mi Goldie, lo que más quiero es que no te preocupes. Cosas de esas pasan en la vida y hay que estar preparada para todas las eventualidades [creo que dijo "eventualidades» y me sorprendió

porque nunca usa esas jergas]. Lo que me dijiste de los muchachos, me parece muy bien, siempre que trates de evitar un percance [otra palabrita nada teresiana]. Ahora, trata de olvidar y hacer tus cosas; mira, este verano vamos a ver si pasamos un mes en alguna playa de Mallorca [¡y yo, vaya casualidad, que había estado imaginando caletas y musgos mientras estaba con Paolina!]. No sé si Salustiano podría estar con nosotras todo el tiempo, pero una semanita sí, casi seguro. Y para que veas que no me estoy cruzando de brazos, acabo de llamarle recordándole lo que me ha prometido tantas veces y nunca lo ha cumplido: que va a solicitar un examen a fondo de la gestión de Michel, que parece ha hecho cosas por su cuenta aprovechándose de su puesto. Me dirás: ¿y qué tiene que ver eso con Paolina? Bueno, tengo la impresión que lo de Paolina puede tener algo que ver con sus relaciones con Michel, que son muy extrañas, y no te digo más porque esto es un asunto entre ella y yo, y ya lo hemos hablado otras veces, etc.»

«¿Oí bien?» ¿Quería decir con todo eso que ya había tomado una decisión con respecto a Paolina? ¿Que ya empezaba a vengarse de ella? Hubiera querido que en este momento Teresa fuese un poco menos inescrutable. Pero si era algo de lo que me estaba imaginando, ¡qué buena suerte! Nunca, nunca, nunca se me había ocurrido que las cosas iban a salirme tan bien y tan pronto.

Estoy tan, tan, so excited, debería emplear otra palabra, pero en este momento no me viene; supongo que lo de so excited es por el compacto de las Pointer Sisters.

Ahora me queda todavía algo muy, pero muy difícil. Casi ni quiero pensarlo. Esperaré unos días más, dos semanas Por lo menos para dejar que las cosas vayan sedimentando, me parece que ésta es una buena palabra para lo que quiero decir.

Realmente, debo ser un genio.

Sábado, 1 de junio

Hace un par de días se celebró mi cumpleaños: dieciséis. Teresa y Salustiano «ofrecieron», ésta es la palabra, en Los Geranios una cena íntima a la que invitaron a varios de mis amigos, muchachas y muchachos, de la escuela, así corno al director y a los profesores que tuve el año pasado y éste, que ha sido el último y ahora voy a ingresar en la universidad; tanto Teresa como Salustiano insisten en eso, me dicen que realmente no necesito seguir ninguna carrera, pero que siempre es mejor tener una, las gentes le tienen a una más respeto, y si se es una mujer aún más. Creo que tienen toda la razón; estoy pensando en qué me voy a especializar después de los primeros dos años comunes: física o matemáticas no, es demasiado abstracto, lo de las Humanidades no me gusta mucho excepto la historia y algo de literatura; me parece que será biología y lo que me gusta más de todo: la genética.

No estaban presentes en la cena ni Paolina ni Michel.

Al final, con el champán, me entregaron un sobrecito dentro del cual había una tarjeta que decía: «Regalo de cumpleaños para Goldie: Búsquese en la puerta principal que da al jardín.» Leí la tarjeta en voz alta; aplausos, todo el mundo tenía mucha curiosidad, y yo más que nadie. Nos trasladamos todos a la puerta, que estaba cerrada por dentro y me entregaron la llave. Abrí la puerta y ¡ooooohhhh!, casi me desmayo.

Un descapotable de dos asientos BMW, rojo brillante, un poquitín alargado, parecía un bólido. Eduardo, que lo sabe todo de coches, exclamó «¡Un tiburoncito!» y me informó luego que llaman así a este BMW por la carrocería, que se parece un poco, «aunque no tanto como dicen las revistas», a otro coche, ese francés, de hace muchos años, que lo llamaban «el tiburón». No sabía cómo dar las gracias, me eché

al cuello de «mamá Teresa» y de «papá Salustiano», y por poco se me saltan las lágrimas. Realmente, no podía quejarme, eran los papás más generosos del mundo, y si el querer y los regalos van juntos, debían de quererme horrores. Por un segundo olvidé por completo a mi pobre papá muerto y mis planes, pero todo volvió luego y me dije que sería una egoistona sí sólo pensara en regalos y en pasarlo bien.

El resto de la fiesta estuvo muy alegre, con baile, y el profesor de filosofía general un poco borrachín de tanto champán. Salustiano me preguntó varias veces si me gustaba el BMW, aunque era bien claro que sí, muchísimo. Yo tenía ya permiso de conducir, que en Joroba se puede obtener a los dieciséis, aunque hay que esperar los diecisiete para tomar el volante y en seguida hice varios planes con algunos amigos y amigas del Liceo para ir con ellos por la carretera que va, siguiendo el mar, de Joroba a Regina, y hasta de llegarnos un día hasta Regina y bailar en el «Rock's Cavern», que dicen que es algo fabuloso. Con todo eso se me fue totalmente de la memoria lo que tenía que hacer para seguir mi plan, que era primero ver a Salustiano «a solas», todavía no podía imaginar dónde, pero, mira, el mismo Salustiano se me acercó mientras todo mundo estaba bailando, incluso Teresa, que estaba con el director del Liceo, y me dijo que ahora que tenía coche propio y lo iba a conducir, sería quizás el momento de aprender también a pilotar un helicóptero, que seguramente yo sería la primera muchacha jorobense que lo haría, y que ¿por qué no iba a verle a la oficina «uno de esos días»?, porque como estaba casi debajo mismo del helipuerto podríamos hablar con algunos pilotos que son formidables para entrenar y haríamos planes para cuando podrían empezar las lecciones y etcétera, etcétera.

Yo casi no me creía lo que me estaba diciendo, porque era como con Paolina: cuando estaba dándole vueltas al modo como podríamos vernos a solas, pues bien ella me lo facilitó. Lo de Salustiano sería menos fácil, estaba segura, pero estaba empezando bien.

Buena suerte, Goldie.

Quedamos en «mañana», que fue hace una semana y luego otro día, que fue hace unos cuatro o cinco días, y luego el viernes, y luego el lunes, que fue ayer.

En todas estas veces hicimos lo que él prometió, presentarme a los pilotos, hablar con ellos; aprender unas cuantas cosas, que me parecieron fascinantes, sobre esos aparatos tan fabulosos que siempre me recuerdan a los pájaros grandes; volar un día con el propio Salustiano, que lo hace muy bien aunque nunca se aventura, como algunos de sus pilotos jóvenes, metiéndose entre rascacielos, y hablar luego un buen rato en su despacho, que es inmenso y está rodeado de ventanas, como que ocupa casi un piso entero. Siempre que estábamos en el despacho daba órdenes de que no se le molestara por ningún motivo hasta que él avisara, como he visto en las películas que hacen los hombres de negocios muy importantes. Hundida en uno de esos butacones de cuero marrón, yo también me sentía muy importante.

Yo no sabía de qué hablar, excepto de los helicópteros y de la escuela y cosas parecidas, aunque él me daba ánimos para que le contara «otras cosas», me figuré que quería saber de mis amistades en la escuela, o de si ya tenía «novio» (los mayores están completamente despistados) y qué hacíamos cuando nos juntábamos varios, además de escuchar rock y hablar de blue jeans. Esto no me sorprendía, porque me había ocurrido varias veces con gente de la edad de Salustiano, que debe de andar entre los cuarenta y los cincuenta, aunque es tan atlético que a veces parece que es sólo un poco mayor que Eduardo. Sabía que esos mayores tienen mucha curiosidad por lo que hacemos y pensamos nosotros, pero no sé, tuve la impresión de que a Salustiano todo eso le interesaba más que a nadie y hasta hacía bromitas sobre lo «formi», así como suena, formi, que es ser joven, cuando «no se tienen preocupaciones» o cuando menos «no se tienen aún muchas responsabilidades» y que él, si volviera a ser joven, habría dedicado mucho más tiempo a divertirse y pasarlo bien. De eso saltó a cosas un poco más atrevidillas como el que yo tenía suerte no sólo porque era tan «jovencita» —esa palabra la usaba constantemente-, sino también porque era seguramente «la chica más linda de Joroba». Esto me halagó, ¿a quién no?, y, además, me alegró porque demostraba que no era tan cara de palo como muchas veces parecía; desde luego, lo de que era muy bonita lo había dicho otras veces, pero siempre cuando había otra gente y en ocasión de alguna fiesta en que yo me había

esmerado especialmente en la toilette; las demás veces, aunque muy afable y siempre generoso, me trataba como una niña, a lo mejor le hubiera gustado que no creciera más. Pero esta vez, ayer, en el despacho, fue diferente, lo noté en seguida, debía ser lo de hacerme la pregunta estúpida de si ya tenía novio.

Ya me iba a despedir —¡también como en el apartamento de Paolina!-, pero él me dijo no te vayas aún, no hay prisa, ya pasaste los exámenes finales, etc., y a este propósito agregó que estaba orgullosísimo de que lo hubiera hecho tan bien, la segunda de mi clase, que no está nada mal porque la primera era una de esas chicas tragalibros que llevan esas gafas tan gruesas porque si no no ven ni su propia nariz y que era un verdadero monstruo en todo, hasta en física y matemáticas; las dos, además, el monstruo y yo, éramos mujeres y los hombres venían todos detrás; el tercero era otro estudioso de marca y Eduardo el número treinta y cinco, no se puede ser atlético y al mismo tiempo saber a fondo en qué consiste el final de un mensaje en una cadena de proteínas o como tienen lugar las permutaciones de fragmentos de cromosomas. Salustiano seguro que tampoco lo sabe, pero ésas son cosas que si no se es profesor los mayores no lo aprenden nunca. Luego me pidió si no me gustaba ese lugar, —que era como una atalaya desde la cual se podía ver la ciudad por los cuatro costados: norte, sur..., etc. Como yo estaba hundida en uno de los butacones me tendió la mano para ayudarme a levantarme y comprobar que la vista era espléndida. Me tomó del brazo muy gentilmente y me acompañó a dar una vuelta entera a la inmensa habitación, de una ventana a otra, como hacen los turistas en Nueva York cuando se les lleva a ver las terrazas del Empire State Building. Nos detuvimos un ratito en cada lado, él me iba señalando con el dedo los edificios o las avenidas más importantes, pero yo lo escuchaba como si oyera llover, mucho menos aún porque oír llover me encanta. Antes de llegar a la cuarta ventana noté que me desviaba un poco con el brazo y me conducía ante una puerta que antes no había visto, como que tenía exactamente el mismo color de las paredes, un verdoso oscuro, y no había empuñadura. Me llevé un poco de sobresalto porque no entendía cómo allí podía haber una puerta y tenía la impresión de que si se abría no habría nada, el purito vacío, y yo tengo un poco de vértigo. Pues no, la puerta llevaba a otra habitación, más bien pequeñina pero suficiente para un cuarto de dormir hasta con baño, todo chiquitín como en una cabina de barco, pero mono, mono. Yo ya sabía por Teresa que Salustiano se quedaba muchas noches en «su» edificio y nunca se me había ocurrido qué hacía para descansar y cómo podía descansar, a no ser que se tendiera sobre alguno de los enormes sofás de cuero, pero ahora lo entendí, y es que tenía su propio dormitorio junto al despacho y así podía atender a asuntos muy urgentes, especialmente por la mañana muy temprano, por si venían comunicaciones del Japón, donde es otra hora, y hasta otro día, y era necesario hablar personalmente, iba a decir cara a cara, aunque también se puede con el televídeo, pero se ve que este aparato, que a mí me gustaría tener uno para hacernos muecas con las amigas, no había tenido mucho éxito entre la gente de negocios porque parece que cada uno prefiere que no se le vea la cara cuando negocia... No cara a cara, pues, pero sí por teléfono en conferencia y no sólo enviándose faxes uno al otro. Muy ingenioso, pensé, y di una vueltita, no se podía más por el tamaño, alrededor de la habitación y hasta me asomé al cuarto de baño, que estaba reluciente de limpio, no hubiera faltado más con tantos empleados y tanto servicio.

Tengo la sospecha de que estoy escribiendo tanto sobre nonaditas, porque, en el fondo, no me atrevo a dar muchos detalles de lo que pasó, pero algo tendré que decir de todos modos para recordarlo luego, quiero decir cuando relea el diarito dentro de muchos años.

Para no alargar esta historia, diré que cuando iba a salir de esta habitación para regresar al despacho, Salustiano, que me seguía detrás, me abrazó de repente por la cintura (¡casi como hice yo con Paolina la primera noche!, parece que en estos asuntos no se inventa mucho) y me dio un beso elepé (de larga duración, como decimos en el Liceo) sobre la nuca (yo tenía la cabellera partida en dos, con unas trenzas atadas con cintas que ya no corresponden a mi edad, pero que están haciendo furor en este momento) y me plantó los labios de forma que más bien me parecía una ventosita. Yo no podía protestar; quiero decir, podía protestar pero no me convenía demasiado si quería que mi plan siguiera adelante, así es que me dejé hacer mientras con las manos trazaba unos gestos muy vagos para que Salustiano no creyera que era una de ésas. Cuando terminó su besoelepé, creí por un momento que no iba a acabar nunca, se me puso al lado y empezó a farfullar unas palabras incomprensibles. No parecía el mismo don Salustiano, que nadie podía contradecirle de tan importante que era. Vagamente entendí que me alababa de un modo extravagante y decía que lo perdonara, pero que estaba loco por mí —pero ¡qué bueno pensé yo, como si hubiera leído el «guión» de mi planecito!-. Claro, eso ya me lo había figurado desde el principio, yo tenía que hacer como que no pero también corno que sí, al mismo tiempo, y eso no es tan fácil como se podría suponer y si no que lo intente otra, especialmente una chica como yo que, aunque adquirí un poquitito la fama de «liberada», era sólo en la escuela y entre chicos y chicas de mi edad porque en otros lugares donde se reúnen los mayores me dicen que soy más tímida que una conejilla de Indias. En todo caso, aquí tuve una confirmación de las alusiones que había hecho don Medardo, y creo recordar que también algunas otras personas, y confirmó, lo que para mí era importantísimo, que ese don Medardo habría dicho la verdad en todo lo demás, incluido lo del pobre papá, que a veces todavía no me lo creo del todo, pero que cada día me parece más evidente.

Ahora venía lo más delicado y era quién iba a hacer qué; si yo me propasaba él creería que no soy una señorita comme il faut y no quería darle esta impresión, porque, además, no sería verdad, pero si él iba demasiado de prisa, podría pasar que se diera cuenta y para disimular hiciera marcha atrás y esto no me convenía mucho, porque aunque todavía quedaba tiempo por delante, quiero decir otros días, tampoco era bueno que todo se arrastrara demasiado. Así que, como si lo hubiéramos convenido los dos antes, todo iba quedando como muy vago, y no era del todo claro si yo lo estaba «seduciendo» a él, como una Lolita cualquiera, que nos hicieron leer en el Liceo, o si él me estaba «seduciendo» (la palabrita de siempre) a mí. Lo que es seguro es que estuvo forcejeando un poco (sólo muy poco, lo justo) y que terminamos, parece que esto pasa siempre así, en la cama, donde casi resulta imposible hacer otra cosa que lo que hicimos, yo sin mucho entusiasmo (aunque tampoco haciéndole demasiados ascos) y él con un fervor que parecía uno de esos que se bautizan de nuevo y se creen que han resucitado.

Cuando yo estaba puliendo mi planecito me parecía que lo de Salustiano iba a ser lo más difícil de todo, porque ahí sí que tenía que haber algún contacto íntimo en la cuarta fase, y hasta en la quinta, pero no, no me fue tan difícil, vete a saber por qué. Yo ya me supongo por qué: porque de todos modos, al fin y al cabo, Salustiano no es tan distinto de Eduardo o de otros, y no porque yo sea una promiscua, ni mucho menos, siempre he tenido gran cuidado no sólo por lo que se refiere a enfermedades y contagios, sino también para que nadie creyera que soy una fácil. Los he hecho sudar a todos; menos —aunque hubiera tenido que ser muchísimo más— a papá Salustiano (¡qué extraño me suena ahora esto pero las circunstancias del caso eran muy diferentes. Creo que lo eran también para él, aunque por razones muy distintas y muchísimo menos comprensibles que las mías, y esto se demostró después, porque se quedó como turulato, decía perdón, perdón, perdón, y en seguida preguntaba que cuándo iba a verme de nuevo, que estaba dispuesto a hacer todos los sacrificios. Yo no le pregunté qué clase de sacrificios para que no me contestara algo distinto de lo que yo hubiera querido. Hubiera querido que me dijese algo así como que ya que, de todos modos, yo soy únicamente su hija adoptiva y no, mira por qué la palabra, carnal, no había nada de completamente pecaminoso en nuestras relaciones (y esto lo decía en plural, como si nos hubiéramos tumbado sobre la cama un montón de veces), y hasta estaba dispuesto a divorciarse de Teresa. No dijo nada de eso, lástima, aunque yo creo que no le mentí completamente a Teresa cuando le informé de todas estas cosas, y de otra todavía más gorda, porque no había duda de que en ese momento Salustiano estaba completamente majareta por mí y lo habría podido decir, sí, señor, y hasta antes de este momento, a poco de entrar yo en Los Geranios, si se hubiese atrevido. Incluso me dio la impresión, por su modo de hablar entrecortado, indigno de todo un señor Sarmiento, y por sus sollozos apagados, como si fuera un culebrón, que yo era para él una cosa excepcional, y no como cualquiera de las chiquillas que podía haber visto y a las que podía haber convencido fácilmente con un brillantito. A mí, nada de brillantitos, no faltaba más, aunque a veces la gente se ha llevado la impresión de que me gustan mucho las cosas materiales, de que soy una material girl, como cuando me regalaron, hace todavía muy poco, el BMW descapotable. La verdad es que soy una muchacha muy seria, «toda una señorita», como dicen los mayores, tan desfasados los pobres, y que me preocupan mucho los problemas importantes, como el de los bosques que ya se van terminando en todo el mundo, y además quería, todavía quiero, muchísimo a mi verdadero papá y a mi verdadera mamá, y es por eso que estoy haciendo ahora tantos sacrificios hasta el punto de parecer lo que no soy. Bueno, en eso de no ser como otras, ni siquiera entre las chicas de sociedad, es casi seguro que Salustiano estaba muy de acuerdo, y pienso que esto debía. darle todavía más deseos de tenerme, no para una tardecita cualquiera, sino para siempre. De modo que si era así, y no podía ser de otro modo, no sería sobrepasarme decirle a Teresa que él me había, bueno, «seducido» para fines, ¿cómo lo dicen?, honestos, y así lo del divorcio no era tan exagerado.

Una cosa que me temí al salir, después de nuestra escena, del cuarto de baño es que Salustiano insistiera demasiado en lo de cuándo te podré ver otra vez, y de que no podía vivir sin mí y esas cosas que se dicen, y que creo sinceramente él las creía en aquel momento, pero tuve suerte de que, a pesar de las órdenes que había dado de que no le molestaran por nada del mundo, por favor, cualquier comunicación, por importante que sea, me la pasan luego, y sólo cuando «dé las órdenes apropiadas», se oyó un timbre que parecía de alarma y que era, en efecto, una especie de alarma que debía de anular hasta las mismas órdenes del despacho del presidente de la compañía, porque no podía esperar más de tan urgente que era, como ocurriría, por ejemplo, si se declaraba un incendio en el edificio y cosas semejantes. Bueno, no, no era incendio, pero sí algo que el propio Salustiano tuvo que reconocer, después de haber regañado a la secretaria, la pobre, no sé cómo hay mujeres que siguen todavía aceptando estos puestos tan desagradecidos, tuvo que reconocer que era muy importante, y es que estaba relacionado con eso de algún grupo japonés al que había que contestar, sin más dilaciones, que sí o que no. Esto me permitió despedirme, un poco como de hurtadillas, de Salustiano, que estaba pegado al teléfono hablando con Toquio o con Yokohama. Le di un golpecito al hombro, como diciendo hasta otra ocasión, y él me cogió por la cintura y con el auricular todavía pegado al oído me dio un beso en la mejilla y me miró como muy enternecido, el pobrecito, se diría que lo iban a trasportar al matadero.

He querido escribir estas paginitas al llegar a Los Geranios, sin esperar demasiado, porque tenía unos pensamientos que me parecieron interesantes y que no quisiera que se borraran de mi memoria. En Los Geranios, Teresa estaba hablando, en el Gran Salón, con un decorador y me pareció que discutían redecorar la casa entera, o por lo menos toda la planta baja, que es inmensa. A mí siempre me sorprende un poco que algunas mujeres, como Teresa, y lo más probable es que también Paolina, estén hablando de cosas como éstas en unos momentos en que se les cae el mundo encima, pero por lo visto esto es típico de algunas mujeres entre las ricas cuando llegan a cierta edad, que no es tanto, basta con aproximarse a los cincuenta. Quizás sea una manera de olvidarse de las penas y las preocupaciones. Lo chocante es que recuerdo que no hace mucho Teresa estaba burlándose de una señora, de más edad que ella eso sí, y puede que esto lo explique, que cuando se quedó viuda se puso a llorar durante casi una semana y todo el mundo pensó que acabaría por suicidarse, como hacían antes las esposas indias que se echaban a la pira donde estaba ardiendo el cadáver del marido, ¡vaya estupidez!, pero no, nada de eso, una vez pasada la semanita de lloros y penas se pasó un mes entero de compras, no sólo en Joroba, sino también en Regina y hasta creo que se llegó a Miami; lo compraba todo, vajillas, joyas, muebles, cuadros de pintores que le aseguraban que eran muy conocidos; por lo visto, esto contribuía a mitigar (sí, digo bien, mitigar) su dolor y yo me pregunto lo que habría dicho el marido muerto si hubiera sabido que para curarla había bastado vaciar unas cuantas tiendas de lujo. Hay gente muy rara, eso ya lo sabía, pero ¡tanto! Quizás yo sea también así cuando llegue a vieja, pero espero que no.

Creo que debería recordarle a Teresa lo de los dos meses en Mallorca, aun si (eso añadiría, como una colita) Salustiano no pudiera juntarse con nosotras si es que tiene todavía mucho trabajo. Salustiano no va a cejar (cejar está bien también) de «perseguirme» (yo ya me entiendo) y tendré que evitarlo, aunque no sé bien cómo. Por suerte, si lo hace viniendo a Los Geranios con frecuencia, esto va a llamar la atención de Teresa, que en estos últimos tiempos apenas lo veía en casa, y esto puede facilitarme también los planes para cuando consiga estar a solas de nuevo con ella. Me asusto sólo de pensarlo.

Lunes, 8 de julio

He dejado pasar bastante tiempo desde que Salustiano y yo nos «vimos» (también me entiendo) en su despacho y hasta ahora he conseguido evitarlo. También he tenido suerte porque él se ha visto obligado a emprender un viaje de negocios a Londres, algo relacionado con el Mercado Común, he oído decir que cada vez tiene más importancia para Corona, y así no me he visto obligada a jugar al escondite, como si dijéramos.

No hemos ido con Teresa a Mallorca ni a ninguna parte.

Este verano todo parece andar patas arriba; nada es como había sido hace algo más de un año, cuando lo de la «Nostalgia». Ni siquiera como lo fue no hace mucho con mis diecisiete y el BMW descapotable, a pesar de la ausencia de Michel y, sobre todo, de Paolina, que de todos modos habría resultado un poco raro, hasta para nosotros mismos, que sabíamos el porqué.

Pensé que había pasado tiempo suficiente para que mi «confesión» a Teresa no pareciera una chiquillada. En muy poco tiempo mi capacidad de astucia se ha multiplicado por quinientos mil. A veces incluso me parece que no soy la misma.

Hace algo así como tres días me decidí a preguntarle a Teresa si podíamos vernos «muy pronto» y «sin nadie más», porque tenía que hablarle de un asunto muy serio, «más serio aún», y no quería que nadie —«absolutamente nadie», subrayé— oyera una sola palabra —si no, «me moriría de vergüenza».

Al principio no pareció tomárselo muy a pecho, porque me dijo, y hasta creo que un poco sarcásticamente, que no podía ser «un asunto tan, tan serio» y que «no hay tantos asuntos serios en el mundo, linda, con uno basta, ¿no te parece?». Hice como que me sentía algo contrariada de que no me hiciese caso y le aseguré, otra vez, que sí era serio, «más de lo que te imaginas»..

Entonces hizo algo que no le había visto hacer nunca, desde luego conmigo: me fijó un día, que fue ayer, como si se tratara de una consulta médica. Al principio me extrañó que dejara pasar tanto para saber de qué se trataba, pero creo que lo hizo para darle más «solemnidad» a nuestra «entrevista» (y hasta usó esta palabra), y así yo comprendería que se tomaba muy en serio lo del «asunto serio». A veces Teresa es un poco teatral.

Esta vez me pidió que fuera a verla a su dormitorio por la tarde para que estuviéramos «más tranquilas» y nadie viniera, «para nada, nada, nada», a interrumpirnos. «Hasta voy a decirle a la doncella de servicio que no entre en absoluto porque estamos muy ocupadas en organizar una recepción para el cónsul francés; hay que decirles las cosas así, porque si no les entra la curiosidad y hasta escuchan detrás de las puertas; son una fisgonas. Voy incluso a descolgar el teléfono», y agregó, para convencerme una vez más de que me estaba haciendo mucho caso: «Goldie, linda, perdona que te hubiera hecho aquella observación. Estoy segura de que no me habrías dicho que es un asunto serio si no lo fuera, ¿verdad? Pero, mira, hay cosas que parecen tremendas, como si fuera a hundirse el mundo, y luego resultan que no había para tanto o se podían arreglar lo más bien. Lo primero que tienes que hacer es no preocuparte.»

Si hiciera caso de los mayores, nunca me preocuparía. No entiendo que insistan tanto en que no me preocupe cuando ellos están siempre preocupados.

—Es un asunto muy, pero muy serio, mamá —y repetí—, más de lo que piensas.

Se despidió con una de sus sonrisillas que van tan bien para casi todas las ocasiones y que pueden querer decir no importa qué. En muchas, muchas cosas todavía tengo que, aprender horrores de Teresa.

Nos vimos ayer por la tarde y Teresa se enteró, por fin, de que mi asunto era realmente muy, «realmente muy serio».

En parte para dramatizar un poco, pero también porque lo había preparado todo antes tan bien que casi me lo creía yo misma, empecé por abrazar a Teresa y echarme a llorar. Llorar y más llorar. No sé cómo me salían tantas lágrimas; por eso me digo ahora que no debían de ser todo mentiras y que debía haber algo que me hizo poner de repente muy triste. Me pareció como si se fuera a terminar mi juventud y que a los diecisiete ya era como una de esas mujeres que tienen tanta experiencia. Era algo nostálgico, mucho más que lo de la nostalgia en Los Geranios, que fue más bien una burla y ahora no estoy segura de si hubiera tenido que seguirla. Desde luego, lo hice para darles gusto a Teresa y a Paolina y también porque a mí terminó por gustarme, y el ser la reina de la fiesta contribuía mucho.

Teresa, no había duda, estaba agitada. Nunca, ni siquiera cuando lo de Paolina, la había visto tan nerviosa. Creo que estuvo como una media hora con el brazo derecho alrededor de mi cintura, diciendo que, por favor, por favor, Goldie, no te pongas así que vas a caer enferma, todo puede. arreglarse, ya te lo dije; hazme caso.

«Eso, no», contesté, todavía entre lágrimas. Realmente, mis ojos parecían fuentes. A lo mejor estaba llorando por toda mi vida, el pasado, el presente y el futuro, todo a la vez. Y me di cuenta de que llorar es bastante agradable, y que se siente como una cosa muy dulce, una especie de ola, que le invade a una por dentro, imagino que debe de ser eso romántico que tenemos todos, hasta los que dicen que no, que ellos son muy duros y que hacen frente a la vida y otras tontadas.

Hay cosas que no se explican.

Al final me serené un poco y le dije a Teresa, en voz muy baja, algo que de todos modos era verdad y es que... que Salustiano y yo, ¿sabes?... Salustiano y yo...

Teresa lo pescó al vuelo: «Tenía que imaginármelo. Que iba a suceder algún día.»

Me parecía estar viendo una escena de uno de esos dramones que dan los canales de televisión a primera hora de la tarde, el título da lo mismo, todos son iguales: «El mundo da vueltas», «Vivir su vida», «Mi segunda madre», «El derecho de nacer», «Delirio de amor», «Enamorada», «Cristal». Los en español (de origen, quiero decir) son los peores.

Pero a lo mejor todas esas cosas son verdad y no sé por qué algunos se ríen. Desde ahora yo me voy a reír menos.

Me preguntó, como se hace también en esos dramones, si yo había hecho algo para incitarle a... a «hacer lo que hizo»; «quiero decir», agregó, «aparte de ser tan bonita que nada más que estando parada, sin hacer un solo gesto, los hombres se te comen con los ojos».

Tuve que decirle, claro, que no, y mira, ahora lo estoy pensando, también era verdad. Fue él quien empezó con sus brazos alrededor de mi cintura y el beso-ventosa. Yo hubiera podido resistir y negarme, naturalmente, pero una no se atreve, sobre todo con una persona tan distinguida como Salustiano que hasta ahora había sido tan, tan respetuoso...

-¿Quieres decir que... bueno, que sucedió todo, ya me entiendes; dime sólo si fue aquí, en Los Geranios.

—No, en su despacho; tiene una pequeña habitación que... Seguía, lo siento mucho, el diálogo tipo dramón.

—Bueno, Goldie, no te vayas a preocupar (otra vez lo de preocupar) demasiado. Todo tiene arreglo. Supongo que desde ahora tendrán que cambiar muchas cosas. Muchas, muchas...

Mejor era soltarla ahora; quiero decir, la mentira bien grande. Me dio la impresión de que yo me había convertido en una de esas señoritas terroristas que a veces se ven en la televisión con una ametralladora en la mano, disparando tiros por todas partes.

—Es que... es que... creo que estoy embarazada.

Conste que Teresa no hizo nada de lo que hacen en esos dramones; con una tranquilidad que me dejó helada, preguntó:

—¿Estás segura?

No sabía de momento qué contestar, pero ya que había

empezado mejor era no pararse. Luego, veríamos. Siempre habría tiempo de decir que había sido una equivocación del doctor, del doctor... ahora no recordaba su nombre, en esos momentos una está tan azarada, etc.

Sí, mamá, segura, segura.

No parecía muy convencida. A lo mejor, no creía una sola palabra de lo que le estaba contando, aunque aquello de «tenía que imaginármelo, tenía que suceder algún día» no daba lugar a dudas acerca de lo que «esperaba» de Salustiano.

-Bueno, hijita, vamos a arreglar esto.

Me imaginé lo que quería decir y tuve miedo de que me llevara inmediatamente a un hospital para un aborto y que allá descubrieran mi superchería. Pero también veríamos; en todo caso lo de la «seducción» estaba bien claro, y él no podría negarlo. Claro que yo no podía imaginarme a Teresa imprecando a Salustiano a cuenta de seducir chiquillas, porque sí fuera así, ya se habría quedado ronca, la pobre. Pero conmigo era diferente; me habían adoptado con todos los derechos y ahora era como hija suya. Casi, casi un incesto.

Más dramón todavía.

He estado anotando todos esos detalles porque aunque esa escena sí que la tengo bien grabada, a lo mejor pasados los años una se olvida de muchas cosas, y sería una lástima.

Me tomó nuevamente del brazo y trató de consolarme, aunque yo pensaba que la que necesitaba consuelo era más bien ella. A pesar de tener un aspecto sereno, y mostrar tal dominio de sí, no tenía ninguna duda de que se sentía destrozada. Por ser yo, claro; lo demás le debía de tener sin cuidado. Y, además, era un golpe tras otro: primero Paolina, luego Salustiano. Supongo que cuando a una le pasan cosas así tiene la impresión de que se acaba el mundo.

En este instante vacilé en si tenía que continuar mi plan, o en si había que modificarlo algo para hacerlo menos cruel, o si era ya bastante, pero me vino la corazonada de que no, no era bastante para lo que yo me proponía, que era, creo haberlo dicho medio millón de veces, destruir la relación, la que podía haber, si quedaba alguna, entre Teresa y Salustiano. Así, con los dos volviendo a ser enemigos, como me dijo don Medardo que ya había ocurrido antes de que se entendieran para lo de mi pobre papá, con Paolina fuera y Michel también fuera, ya no habría ocasión de que se juntaran de nuevo para hacer ningún daño a nadie. Pero se me ocurrió que de no haber sucedido lo de papá, ahora podríamos estar todos, los tres quiero decir, papá, mamá y yo en Mallorca, bañándonos en una de esas calas tan bonitas.

La visión de esta felicidad familiar, que ya no sería posible nunca más, me decidió. Había que seguir golpeando duro. Hasta el fin.

Asesté el próximo golpe tan pronto como Teresa, que debía ya de sospecharse algo, me preguntó si él, Salustiano quería decir, no me había «prometido» nada. Era evidente que no se trataba de otro BMW, o de un collar de perlas o nada por el estilo.

-Sí, me dijo... me dijo...

-¿Qué te dijo?

Realmente, ¡qué dramón!

-Que... si todo «andaba bien», entonces «se divorciaría de... ti y se... se casaría conmigo».

Ya estaba dicho.

Teresa se quedó unos momentos inmóvil, sin mover un párpado. Más que nunca, parecía una estatua. No supe si había quedado abrumada por la noticia o si ya estaba pensando en qué medidas iba a tomar para vengarse de esta última afrenta de Salustiano. A lo mejor, ambas cosas.

Al cabo de un rato, que me pareció una eternidad, me dio la impresión de que se recuperaba, y me preguntó, se veía que no estaba muy segura de cómo decirlo, si yo, «si tú, Goldie», si yo había pensado nunca en una cosa así y si me parecía, aquí sí que casi tartamudeó, «honesto».

-¡Cómo se te ocurre, mamá! Para mí, él (no me atrevía ahora a llamarlo por su nombre) será siempre sólo mi papá. Sí, sí, nada más...

Más sollozos de mi parte. Más caricias de parte de Teresa. Más «pobrecita, pero no te preocupes, todo se va arreglar».

No podría decir cuánto duró esta escena pero debió de ser bastante, porque entretanto se fue haciendo de noche, la habitación quedó como en la penumbra, con las primeras luces de los nuevos faroles de gas del jardín a través de los cortinajes de la ventana. Esto me recordó un escenario que había visto no hacía mucho cuando las alumnas de la clase de Drama Moderno asistimos con nuestra profesora de la asignatura a una representación de Ibsen en el Calderón. Todo el mundo estaba admirado del trabajo del escenógrafo. No debía de haber sido tan difícil cuando en el cuarto de Teresa era casi, casi lo mismo, incluso con la luz de las farolas de gas, imitando los tiempos antiguos, detrás de la

ventana...

De repente, Teresa se desprendió de mis brazos y ya de pie me dijo:

-Goldie, ¿que te parece si hago traer una cena fría?

Muy Teresa. Nunca se le olvidan las cosas más evidentes, como que, pase lo que pase, hay que comer y en esta

circunstancia una cena fría era lo más adecuado.

En esto, tengo que confesarlo, yo debo de tener algo de Teresa. De hecho, cuando todavía estábamos las dos tiernamente abrazadas, rodeadas de silencio, había sentido una comezón que, dada la atmósfera dramática que nos envolvía, atribuí primero a algún sentimiento profundo y que luego reconocí que eran más bien ganas de comer algo.

A los quince minutos, la doncella, a quien Teresa había

dado instrucciones por el intercom, apareció con la consabida bandeja. Gracias, déjelo ahí, no, no queremos nada más, puede retirarse, gracias —todo, por supuesto, en un francés superelaborado.

¿Quién habría dicho que habíamos pasado las dos una tarde tan penosa? Teresa, como si yo no le hubiera dicho ni confesado nada, empezó a hablar, muy animada, sobre la recepción que se iba a dar dentro de unos días al cónsul

francés, una exposición próxima de un pintor finlandés «que dicen que es para quedarse helada», el concierto de la Orquesta Filarmónica de Boston bajo la dirección de Seiji Ozawa y etcétera. «Va a ser una sesión brillante», repitió varias veces. Yo la seguí por este camino y, como si oficialmente no hubiera estado embarazada, empecé a hablar de mi primer año en la universidad, de mis nuevos compañeros de clase, de un campeonato de tenis «para juniors» donde yo figuraba en un puesto muy entre los primeros, y también etcétera. Quien nos hubiera visto una hora antes y quien nos viera ahora habría concluido que éramos unas locas.

Desde luego, yo estaba tratando de figurarme por qué Teresa había cambiado tan súbitamente de humor y no se

me ocurrió ninguna respuesta excepto que Teresa debía de ser de este modo, lo cual no explica absolutamente nada.

Casi ni tuvo que sugerir que «para esta noche», no tenía por qué siquiera retirarme a mi habitación, «ya no vale la pena, así estaremos más acompañadas; mira, voy a pedirle a Amande (¿tu no sabes cuál es su verdadero apellido?», me preguntó y en seguida ella misma se repondió entre risas, por poco se atragantó con su juego de palabras, «pues figúrate: Amande Honorable), le voy a pedir que te traiga de tu habitación tus cosas de dormir. ¿No te parece? Mañana será otro día».

Cuando, después de hablar de cualquier cosa menos de lo que yo le había revelado, y confesado, estuvimos entre edredones —los de Teresa parecían estilo Luis Tantos, con muchas escenas de castillos, muy bien dibujado todo, hay que decirlo-, se me acercó y me dio un beso en la mejilla. Duerme, amor; yo me caigo de sueño», dijo y con esto todo tenía la apariencia, la falsa apariencia debería escribir, de ser, cuando menos por aquel día y aquella noche, el fin.

Mi plan no incluía meter, digamos «activamente», a Teresa en ninguno de mis «episodios». Me bastaba, y sobraba, con el desbarajuste que se iba a producir seguramente con todas mis ¡das y venidas. Pero debe de haber una especie de Providencia que está muy interesada en que mi plan resulte lo mejor posible, porque a los episodios que he mencionado ya en mi diarito (hay algunos otros que no me ha parecido necesario detallar) se añadió pronto otro.

«Pronto» es un decir. Yo me había dormido y, después de las emociones, unas fingidas, otras reales, del día anterior, mejor que nunca, cuando sentí muy cerca de mí un calor que se fue acercando cada vez más hasta tocar mi cuerpo: era el que despedía el de Teresa cuando me rodeó con sus brazos desnudos y me estrechó fuertemente contra ella. No era nada desagradable, desde luego, sobre todo a esa hora, que debía de ser muy de madrugada, cuando una está, de todos modos, sumergida en sueños agradables. Medio dormida como estaba, reaccioné, no sé cómo decirlo, supongo que «favorablemente» no está del todo mal, y hasta me estoy preguntando ahora si en el subconsciente o donde sea que hay o esos pensamientos tan escondidos, no me sentía feliz de estar tan pegadita a Teresa. ¡Quién sabe lo que una tiene por dentro! El caso es que, sea por mi reacción, 0 falta de ella, o porque Teresa estaba derritiéndose de ternura o por lo que sea no me opuse a que me desnudara completamente, de modo que al final estuvimos las dos envueltas en una ola de calor que parecía como si tuviéramos fiebre. Ella empezó a hacer lo mismo que había hecho Paolina y de nuevo me imaginé que estaba en esa caletita de Mallorca con el atlético Eduardo, que acababa de salir del agua y estaba todo mojado. Yo también estaba toda mojada y eso que no me había metido todavía en el agua. Debía de ser el calor; parece que en Mallorca el sol del verano pega mucho. No recuerdo lo que hice yo; todo está muy embarullado en mi cerebrito y, además, francamente, ahora no me preocupa mucho. Lo que sí me parece es que fundándome en algo como lo que, por lo visto (todavía no estoy completamente segura), sucedió aquella noche (que fue ayer mismo) entre Teresa y yo, creo que tengo aún mejores argumentos para conseguir mi designio.

Estuvimos durmiendo hasta media mañana y luego, como me había figurado, Teresa no volvió sobre «el asunto». Ni palabra. Yo le dije que tenía que salir inmediatamente para ir a la universidad y matricularme en una de mis asignaturas, era el último día, y que me iba a vestir de prisa en mi cuarto y luego almorzaría una hamburguesa —lo último que haría Teresa, claro, pero se comprende, es, otra vez, la diferencia de edad. Sólo al despedirnos, todavía en mi camisita de dormir, me dio el correspondiente beso en la mejilla, y susurró a mi oído:

—No te preocupes, Goldie, ¿me escuchas?, no te preocupes. Todo se va arreglar. Un poco de paciencia...

Esa Teresa, después de todo, es un enigma.

Miércoles, 14 de agosto

Me parece que lo único que puedo hacer ahora es esperar.

Había pensado que, después de ma nuit chez Thérése podría escribirle a Salustiano una nota (por supuesto, anonimísima, con letras recortadas de un diario como he visto hacer en las películas) en la que le informara que «su Teresa»—no sé si eso le hubiera parecido demasiado cínico, pero ¿qué más da?— había llevado su depravación al extremo de haber tratado de «seducir» a «la chica que ya usted sabe» y hasta parece que lo consiguió, y si no seguro que lo va a intentar de nuevo. He pensado que en la nota escribiría la palabra «cochinaditas», que me gusta mucho, no sé por qué pero tiene gracia.

Pero luego he decidido que no.

Si Salustiano se enojaba con «su Teresa», no sería ciertamente porque ella «sedujera» a otras mujeres. Si sólo fuera esto, la única que se pondría furiosa sería Paolina, que ya debe de estarlo si Teresa cumplió con su amenaza. Salustiano no tendría por qué enojarse nada, ¿para qué? Pero en este caso se trataba de «la chica» (yo) y eso ya sería más serio. Terrible, terrible. Sobre todo si realmente estaba tan chiflado por ella (por mí) «como hemos sabido» (se leería en la notita) «gracias a informaciones fidedignas proporcionadas por uno de sus más cercanos colaboradores en la empresa». Pero me parece que entonces las cosas se complicarían más de lo que sería necesario. No, no, dejarlo como está, y ya basta. Ahora, a esperar.

¿A esperar qué?

Creo que en este diarín me estoy repitiendo un poco, pero no importa; cuando sea muy mayor y lo vuelva a leer, ya no tendré la cabecita tan clara como ahora. Y, además, no lo recordaré tan bien como ahora, seguro.

Pues a esperar que todos estén a matar. Que Los Geranios no sean ya nunca más Los Geranios, sino un nido de víboras. De momento, yo no sabré qué hacer cuando me encuentre con alguno de ellos excepto esquivar el bulto y parecer como muy inocente y muy muy modosita. Por si acaso, atrancaré la puerta de mi cuarto y pondré la música bien fuerte para no oírlos si me llaman. Cuando crean que voy a seguir escondiéndome siempre y que me he convertido en una especie de sombra inofensiva, será el momento de dar los golpes. Nadie se va a atrever conmigo. Sé demasiadas cosas de cada uno y sé, además, lo peor (lo peor para ellos), quiero decir lo de la muerte de papá.

Papito: he hecho lo que he podido. ¡Cuánto me gustaría hablarte y contártelo todo aún con más detalles! También a mamá, claro, aunque habría que hacerlo con más cuidado para que no se escandalizara y pensara mal de mí.

Ya sabes cuánto te he querido siempre, papito.

GOLDIE PARA SIEMPRE

Goldie había conseguido su propósito: introducir en Los Geranios celos y recelos. Los protagonistas se convirtieron en antagonistas. De este modo, pensó Goldie, no podrían confabularse nunca más para causar ningún daño. Como la muerte de su papá.

La ayudó no poco el que los propios personajes hubiesen planeado algo similar. Había, desde luego, una diferencia importante. En los planes de ellos se asignaba a Goldie un primer papel de intermediaria y mensajera. Cada uno tenía la esperanza de que, una vez eliminados los competidores, Goldie desempeñaría un segundo papel: el de trofeo. En los planes de la muchacha, ella llevaba siempre la voz cantante.

Esta involuntaria colaboración de las víctimas no disminuía los méritos de Goldie como sembradora de cizañas. En su diario podía observarse una mescolanza de candor y de astucia, como si a lo largo de sus páginas se fuera revelando algo para ella capital: que sus últimos años como muchacha hubiesen engarzado sin solución de continuidad con la primera etapa de su vida como mujer. Se observaba también un cierto aire de complacencia en sí misma por estar logrando tan fácil y prontamente los fines que se había propuesto. Aunque había operado en terreno abonado, no le faltaba razón.

Lo que se haría más tarde, podía esperar un poco. Por el momento, Goldie seguiría en Los Geranios viendo cómo a su alrededor se acentuaban las discordias, cómo por mor de ella se iba desintegrando una «dinastía». Por el momento, ya era suficiente.

Cuando nadie se lo esperaba ya, se desencadenó en todo su furor la venganza.


* * *

También la ayudó mucho el que sus víctimas reaccionaran en forma completamente opuesta a la que había imaginado.

En el curso de sus maquinaciones, Goldie había recordado alguna vez una frase aprendida, en su último año de Liceo, de su profesor de filosofía general, cuando después de un trimestre dedicado a la estética decidió consagrar otro a la filosofía política, «la guerra de todos contra todos». Pero no debía de acordarse que con el fin de evitar que esta guerra continuara sin fin los contendientes llegaban a un convenio.